Capítulo 29

Martin Fellows estaba tumbado en el banco, escuchando el tintineo de las pesas mientras las levantaba. Había llegado a su límite y tenía ganas de reírse, pero sabía que era demasiado peligroso. Se aferró fuertemente a las pesas de ciento treinta kilos que se bamboleaban sobre su cabeza y miró a su amigo, Mick Finn.

—¿Preparado? —preguntó Finn.

Fellows asintió con seguridad.

—Pues haz cinco repeticiones para que podamos empezar a ir hacia atrás de nuevo.

—No sé si voy a poder.

Finn no hizo caso del comentario y le animó. Fellows equilibró la barra, la bajó hacia el pecho y, apretando los dientes, levantó las pesas hacia el techo. Había empezado a entrenar de adolescente. Al principio por su cuenta, en el sótano de su casa, hasta que finalmente Finn le convenció para que se apuntara a un gimnasio. Había sido idea de Finn el ir incrementando el peso, como también había sido él quien sugirió que necesitaba entrenar y añadir volumen a su ya fuerte físico. Esa noche Fellows estaba haciendo la gran pirámide. Había comenzado con diez repeticiones de noventa kilogramos y había ido aumentando unos diez kilos en cada tanda a la vez que disminuía el número de repeticiones de una en una hasta llegar a la cúspide. Después de haber conseguido cinco repeticiones de ciento treinta kilos, Fellows tendría que seguir unas cinco tandas más, disminuyendo el peso y aumentando el número de repeticiones hasta llegar al punto de partida.

No podía dejar de admirar sus brazos, que temblaban mientras se forzaba a levantar las pesas una vez más. Eran todo poder y omnipotencia, como una máquina sofisticada que avanza imparable bajo la atenta mirada de su leal colaborador.

Se habían conocido nueve meses antes, en el Pink Canary, un restaurante regentado por una familia italiana situado a la vuelta de la esquina del paseo de Venice Beach. Fellows se hizo asiduo en cuanto empezó a trabajar en aquel barrio. Le gustaba la comida italiana, y la anciana cocinera le había asegurado que usaban ingredientes naturales y las comidas eran siempre caseras. Al principio, Finn había aparecido una vez o dos al mes y Fellows se dio cuenta desde el principio de que aquel hombre siempre se quería sentar en su mesa, un poco separada de las otras, bajo la sombra de un par de palmeras. Fellows era muy sensible a la luz, así que tenía que sentarse allí. En vez de discutir por ello, le preguntó un día a Finn si quería acompañarlo y comenzaron a entablar amistad. Las visitas de Finn se fueron haciendo más frecuentes y Fellows se dio cuenta de que había ganado algo que nunca había tenido en su vida. Alguien con quien compartir sus secretos más oscuros. Alguien que nunca le juzgaría, sino que le animaría a seguir. Un buscador de oportunidades y un avistador. En definitiva, un verdadero amigo.

Finn agarró la barra y le ayudó a colocarla sobre el soporte. Fellows se incorporó, recuperó el aliento y echó un vistazo a la sala de pesas. Ahí se sentía libre. Nadie le miraba ni se reía de él. Ni siquiera la morena de músculos masculinos y cara picada de viruela que había al fondo de la sala y que levantaba pesas de veinte kilos. Finn había estado en lo cierto cuando le había asegurado que en aquel lugar conseguirían pasar desapercibidos.

Fellows casi se echó a llorar al recordarlo. Empezó a quitar peso de la barra y volvió al banco. La marcha atrás en la pirámide era siempre más dura. Si llegara al límite de sus fuerzas, podría necesitar una dosis de adrenalina. En ese caso, le bastaría con pensar en Harriet Wilson y el daño que le había infligido.

—¿Seguro que no necesitas descansar un poco más? —preguntó Finn.

—No, hoy no. Vamos a salir por ahí luego, ¿no?

Por algún motivo, Finn dudó. Esa noche parecía preocupado, distraído. Un poco ausente.

—Lo hablamos luego, cuando termines —dijo Finn—. ¿Quieres un sorbo de agua?

Fellows intentó controlar su rabia.

—Estoy bien. Solo ayúdame con las pesas.

Finn sujetó la barra y la levantó del soporte. Fellows agarró la barra, la equilibró y empezó su siguiente tanda, mientras observaba cómo le miraba su amigo.

Estaba claro que Finn no quería hacerlo, pero Fellows se preguntaba por qué. Le resultaba obvio que había que castigar a Charles Burell. Ya había realizado todas las averiguaciones necesarias. Había encontrado su dirección y había merodeado por su casa unas cuantas veces. La mayoría de las noches, Burell estaba solo en su casa, frente a su ordenador, o llorando sobre el fregadero de la cocina como un idiota. Cuando no estaba solo, ese miserable cretino se lo montaba bien en el jacuzzi con una de sus actrices. Fellows había conseguido acercarse a unos tres metros del jacuzzi escondiéndose detrás del enrejado. Había tenido que escuchar a aquel hombre grotesco gemir y gritar como un animal mientras la chica se lo trabajaba. Como estaban mirando hacia la cámara, situada junto a las puertas correderas de la casa, a ninguno de los dos se le ocurrió nunca mirar a sus espaldas y no se dieron cuenta de que alguien les observaba. Curiosamente, Burell no utilizaba nunca un ayudante de cámara. Todas las veces que Fellows se había acercado a mirar, la cámara estaba situada sobre un trípode, con todos los cables colgando en dirección a la casa y alimentando aquella abominable página Web.

Sí, Charles Burell sería el próximo. Se lo merecía. Se aprovechaba de la baja autoestima de Harriet. Se la había estado tirando durante los últimos dos meses, y lo había hecho público para que todo el mundo lo viera. Su destino estaba decidido, era indudablemente claro.

¿Entonces, por qué le costaba convencer a su amigo?

No había hecho falta mucho para convencer a Finn el jueves pasado, el día de su cumpleaños. Había bastando con una sola frase junto con una breve descripción de su víctima: Nikki Brant.

Fellows se apresuró a continuar con su rutina de entrenamiento. Cuando acabó, colocó la barra sobre el soporte y cogió una toalla. Había acabado la pirámide, pero sentía que le habían aguado la fiesta.

—Es hora de hablar —dijo.

—Sobre qué, Martin.

—Ya sabes sobre qué. Charles Burell. Es lo correcto. Se está aprovechando de Harriet.

—Esta noche no puedo —contestó Finn—. Tengo que trabajar. Por eso he llegado tarde.

Fellows se quedó pensando. Cuando llegó al gimnasio, había esperado a Finn durante una buena media hora. Pensando que no aparecería, se cambió de ropa y subió por su cuenta a la sala de pesas. No vio a Finn hasta que hubo rociado el banco con un limpiador y pasado una bayeta para limpiarlo a conciencia. Tenía por costumbre no entrenar con un equipo hasta que este estuviese debidamente desinfectado. Aunque le gustaba ir al gimnasio, sabía que los empleados eran una pandilla de perdedores que sin duda no tenían ni idea de lo peligrosa que podía ser una infección bacteriana ni lo rápido que podía propagarse.

—No es una excusa. No quiero ponerme a discutirlo aquí en el gimnasio. No lo puedo hacer esta noche. Además, hay que tomar precauciones. Lo sabes tan bien como yo, Martin. Esta vez todo es diferente.

—¿Lo dices porque se trata de Burell?

Finn asintió.

—¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Qué más te da hacerlo hoy o mañana por la noche?

Fellows se encogió de hombros. Después sonrió pensando en el día siguiente. Cogió su colgante, una cruz de ocho centímetros y se lo colocó alrededor del cuello. Antes de conocer a Finn su vida había sido tan difícil, se había sentido tan jodidamente solo.

Miró la cruz en un espejo de cuerpo entero mientras admiraba su cuerpo. Su poderío. Cuando volvió a la sala, su amigo ya estaba bajando las escaleras. Fellows le vio marcharse, luego recogió sus cosas y se fue hacia las taquillas. Cinco minutos más tarde, en la ducha, se cubrió el cuerpo de gel. Se afeitaba completamente el cuerpo una vez por semana, al igual que los culturistas que había visto en la playa cuando era niño. Al principio, le costó acostumbrarse a su apariencia lampiña, lo mismo que le sucedía a sus compañeros de clase o al resto del mundo. Pero al igual que había hecho con el resto de situaciones que había tenido que sufrir a lo largo de los años, consiguió acostumbrarse.

Fellows se enjuagó y cogió una toalla. Mientras se vestía no pudo dejar de pensar en el plan de Finn para el día siguiente. Pensó que Burell se merecía un final inspirador para cualquiera que lo viera. Algo que destacara como un mensaje especial, que fuese una declaración de principios. Pero también se preguntaba adónde se habría marchado Finn sin despedirse. Parecía disfrutar con secretos y manteniendo una vida llena de misterios. Hasta la fecha, Fellows todavía no sabía a qué se dedicaba su amigo e incluso dudaba de que aquel fuese su verdadero nombre.

¿Se llamaría Mick Finn[2] realmente? Aunque el nombre le provocaba siempre una sonrisa, no podía dejar de pensar qué tipo de padre pondría a su hijo el nombre de una bebida adulterada que podía incluso estar envenenada.

Se lo quitó de la cabeza mientras se ponía una camisa y notaba la tela acoplada a sus musculosos bíceps y a su piel depilada. Siempre creyó que Finn tenía pinta de ser un guarda de seguridad o algo similar. Quizá por eso se había marchado a toda prisa. Había pasado algo y había tenido que irse. Cuando se conocieron, Fellows pensó que había cometido un error al contarle sus fantasías a Finn, porque tenía cierto aspecto de policía. Tenía los ojos oscuros y serios y le sostenía la mirada como lo haría un poli. Pero cuando Fellows rompió el hielo, Finn se sinceró y descubrió que tenían intereses comunes. Durante los nueve meses que habían pasado desde que se habían conocido, nunca le había visto vestido de uniforme o llevando el equipamiento típico de un policía. Solo aquel viejo maletín.

Fellows cerró la cremallera de la bolsa de deporte y cruzó el vestíbulo a grandes zancadas antes de salir. La bruma marina había entrado de lleno y podía oler el océano en el aire fresco de aquella noche. Empezó a bajar por la acera cuando una mujer se cruzó en su camino. Iba cabizbaja y parecía tener prisa. Demasiado preocupada para pararse a hablar. Fellows se detuvo para analizar su silueta. Sus piernas largas, su aroma. Solo consiguió acordarse de Harriet Wilson. El olor de su piel y la forma en que le había rozado aquella misma mañana en el laboratorio.

Su corazón empezó a latir deprisa. Para cuando llegó al coche pensó que se le iba a salir del pecho. Se incorporó al tráfico, ignorando a un BMW que le pitaba. Aceleró hasta el semáforo. Su casa quedaba a mano izquierda, a unos dos kilómetros calle abajo. Sin embargo, podían pasar muchas horas antes de que le entrara el sueño. Cuando el semáforo se puso en verde giró a la derecha, en dirección a la montaña. Acto seguido, encendió la radio, encontró una emisora de noticias y bajó las ventanillas. Podía sentir el aire fresco en su cabeza afeitada. Podía notar el cosquilleo.

Un hombre tiene sus necesidades, pensó. En especial, un hombre que se ha enamorado de un ángel caído. Puede que el paseo le calmara el dolor. Quizá el viento le tranquilizase. Podía esperar hasta el día siguiente, no tenía por qué ser aquella noche.