Capítulo 11
Viernes por la noche en la comisaría central. Daba igual cómo la llamaran: Parker Center o Glass House; el edificio era un mamotreto anticuado. Era un símbolo del pasado en una ciudad que desde hacía más de cuatro décadas iba a la carrera hacia el futuro. Las tuberías goteaban, las paredes tenían grietas y eran tan finas que parecían de papel. Cada vez que Lena enchufaba algo, temía que se fundieran los plomos.
No le gustaba el edificio y tampoco creía que fuese seguro.
La Glass House había sobrevivido al terremoto de Northridge de 1994, aunque solo oficialmente, pensó Lena. Un tecnicismo decidido por las autoridades después de que consideraran el coste alternativo que supondría demolerlo y reconstruirlo. En vez de condenar aquel edificio de seis plantas, los técnicos del ayuntamiento se habían limitado a ponerle una etiqueta amarilla, lo que significaba que el terremoto había dañado parcialmente su estructura y que podía no ser seguro. La funcionaría que presidía el Comité para la Seguridad Pública, que parecía estar de acuerdo con aquella evaluación, aseguró que el edificio sería reemplazado o renovado en un periodo de tiempo «razonable». Sin embargo, el terremoto de Northridge había dejado de temblar hacía ya más de diez años y nadie de los que trabajaban en aquel lugar, incluidos el nuevo jefe, necesitaba que un equipo de inspección o un político les dijera qué etiqueta realmente merecía aquel edificio. Los funcionarios que tenían claro que el edificio se merecía una etiqueta roja, estaban largándose de allí. Si no les transferían, simplemente se marchaban. Lena no tenía ninguna duda de que la próxima vez que la tierra empezase a temblar, la Glass House se derrumbaría por completo. Ya no harían falta técnicos que falsificaran informes, ni políticos que siguieran aquel debate absurdo.
Lena le dio otro sorbo al café mientras intentaba no quemarse la lengua ni pensar en el tiempo que se tardaría en evacuar el edificio desde la tercera planta. El café era denso, fuerte, y sentía que la revivía. Estaba sentada en su mesa, sola en toda la planta, pero agradecida de que su escritorio diera a la ventana y estuviera al final de la sala, porque esa era una zona menos ruidosa y tenía mejores vistas. Robos y Homicidios estaba compuesto por veinticuatro personas cuyos escritorios estaban apilados en grupos de seis. La oficina del director de la División estaba en una salita al fondo del pasillo de en medio, justo detrás de donde se encontraba ella. El escritorio del teniente Barrera daba a la entrada y estaba protegido por un tabique y dos filas de tres escritorios cada una, formando un aparte. La planta estaba saturada, el mobiliario era de hacía cincuenta años y además habían encontrado amianto en el sótano, en el almacén de pruebas. Algunas personas que llevaban trabajando en el edificio más de quince años habían contraído una especie rara de cáncer.
Lena miró los informes preliminares del caso que tenía encima del escritorio, pero se quedó pensando de nuevo en aquella estúpida funcionaria municipal. Cuando, de repente, sonó el teléfono, Lena dejó atrás aquellos pensamientos y levantó el aparato. De inmediato reconoció la voz de Jimmy Kim, su contacto de la compañía telefónica. En cuanto obtuvo del teniente Barrera la orden para conseguir las llamadas de la casa de los Brant, Lena había llamado a Kim desde su móvil, de eso hacía ya quince minutos.
—Tengo la lista —le dijo—. ¿Quieres que te la envíe por fax o por correo electrónico?
—Por correo —contestó Lena—. ¿Había muchas llamadas?
—Tienen dos números. Uno para voz y el otro para datos. A las nueve cuarenta y cinco de anoche entró una llamada de ocho minutos en la primera línea.
—¿De quién era esa llamada?
—Del número que me diste: de la oficina de Brant.
—¿Y el resto de la noche?
—No hay más llamadas al primer número. Solo esa. Ninguna otra llamada entrante ni saliente. Te mando una copia por correo.
—¿Y la segunda línea?
—Estás de suerte —dijo Kim—. Es una línea de datos anticuada. No tienen ninguna línea de ADSL ni tampoco de cable.
Lena había rogado porque fuera algo así. Si los Brant se conectaban a Internet mediante una línea ADSL o a través de la compañía de cable, su conexión a la Red siempre estaría encendida. Para poder establecer la hora a la que se usó el ordenador la noche del asesinato, Lena tendría que confiar en el trabajo de la Sección de Delitos Informáticos, que no volvían al trabajo hasta el lunes por la mañana.
—Es una conexión telefónica normal —dijo Kim—. Alguien se conectó anoche sobre las tres de la madrugada y no se desconectó hasta las cinco.
En el ordenador de Lena apareció un correo electrónico. Lo abrió y examinó el informe de Kim. Le dio otro sorbo al café mientras decidía si el zumbido que notaba se debía a la enorme dosis de cafeína que circulaba por su cuerpo o al subidón de adrenalina que le había proporcionado aquel informe. El forense había confirmado lo que ya habían sabido en la casa: que Nikki Brant había fallecido en torno a las dos de la madrugada. Resultaba absurdo que fuera un intruso quien hubiera estado dos horas en el despacho navegando en Internet después de cometer el asesinato.
—Gracias, Jimmy —dijo Lena—. Ya me ha llegado. Te debo una.
—Desde luego que sí. Es viernes, Lena. No sé qué haréis vosotros, pero yo me marcho a casa.
Colgó y se reclinó en la silla mientras se preguntaba cómo podía haberse equivocado tanto en sus primeras suposiciones. En cualquier caso de homicidio, la pareja era siempre el primer sospechoso que había que descartar. La causa más común de un crimen era siempre la violencia doméstica. ¿Cómo no lo habría visto antes? ¿Por qué tampoco Novak ni Rhodes habían caído en la cuenta?
Se acordó del caso Simpson. Pero había otros, muchos otros.
Hacía poco más de un año había sido noticia un caso, en el norte de California. Se acusó a un hombre de asesinar a su mujer embarazada y de haberse deshecho del cuerpo, el día de Navidad, tirándolo a la Bahía de San Francisco. Cuando apareció el cadáver en la orilla, lo llevaron a juicio y un jurado lo declaró culpable.
Lena había seguido aquel caso desde el principio hasta el final, al igual que el resto del país. Puede que también Brant hubiese estado pendiente.
Se acordó del asesinato de Teresa López mientras se preguntaba si Brant habría sacado ideas de aquel caso también. Pero había otros: una lista tan larga que parecía increíble. El año anterior, en Los Ángeles, habían arrestado a un hombre por otro crimen aún más espeluznante. Se había percatado por la factura telefónica de que su mujer había realizado varias llamadas a un número de pago no local, fuera de Oxnard, que no podía explicar. Cuando su mujer le dijo que necesitaba hacer un viaje de trabajo y que no llegaría hasta el sábado por la noche, empezó a sospechar y decidió espiarla. Aunque se registró en un hotel, la siguió hasta un rancho y, durante dos días, vio cómo montaba a caballo acompañada por otro hombre. El marido condujo de vuelta a casa y la esperó allí. Para cuando volvió su mujer, su ira se había transformado en una furia tremenda que finalmente explotó. La metió en la bañera y la fue cortando a trozos con intención de tirarla poco a poco por el retrete. Pero cometió el error de llamar a un fontanero cuando el baño se atascó. Al día siguiente apareció en el escenario del crimen un camión con un remolque para caballos. Después de entrevistar al conductor, los detectives se dieron cuenta de que era el mismo hombre que el marido había visto montando a caballo con su mujer. Al parecer, la mujer tenía planeado un regalo especial para su cincuenta cumpleaños, un caballo palomino llamado Freddie. En lugar de una aventura, había sido una compradora concienzuda que había querido pasar dos días conociendo mejor el caballo que le iba a regalar a su marido.
Lena escuchó a alguien entrar en la planta y alejó la vista de la ventana.
Era James Brant, que la observaba mientras avanzaba por el pasillo central junto a Sánchez y Rhodes. Las salas para interrogatorios daban a la salita y estaban justo enfrente del despacho del capitán. Cuando pasaron delante de su mesa, Lena intentó descifrar el rostro de Brant y se fijó en que tenía un aspecto fantasmal. Parecía que las lágrimas ya se habían evaporado. Tenía una mirada de zombi; perdida, hueca y fría como el hielo, y la mandíbula apretada en una mueca de desprecio.
Por alguna razón, Lena recordaba las palabras que Novak había utilizado en el escenario del crimen cuando le preguntó sobre si debían comunicar la noticia a algún familiar:
«Excepto a nosotros, no tiene a nadie más».
James Brant ya no se comportaba como el familiar de una víctima. Más bien parecía un actor que llevara consigo un repertorio de recuerdos de los que echar mano en caso de tener que actuar.