Capítulo 10

Dieciséis horas antes, Nikki Brant había sido una mujer de metro sesenta de estatura y cuarenta y ocho kilos de peso. Ahora, su pequeño cuerpo estaba tendido sobre una cama de acero. La autopsia, su última violación, ya había finalizado. Lena vio a Lamar Newton sacar la última fotografía de la joven. Cuando se apagó el flash de la cámara, el forense procedió a cerrar su cavidad torácica y comenzó a coser el cadáver con una cuerda negra, como si la joven ya no fuese más que un viejo zapato usado al que se atan los cordones.

Lena comprobó su bloc para asegurarse de que había anotado los datos esenciales de la autopsia y así no tener que esperar al informe oficial.

Las bolsas de plástico que el asesino había atado alrededor del rostro y manos de la víctima, y que enviarían al laboratorio, parecían ser pura fachada. No habían encontrado restos de piel bajo las uñas de Brant ni tampoco heridas defensivas en las palmas de las manos o las muñecas. Tampoco ningún rastro importante al peinar su vello. Aunque encontraron suficiente semen para poder realizar una prueba de ADN, no se habían encontrado hematomas, cortes o laceraciones durante el examen de la vagina.

Ningún indicio físico que apuntara hacia una posible violación.

Lena subrayó esa frase y pasó la página. Art Madina, el forense, confirmaba mediante el análisis interno de las heridas y radiografías practicadas lo que ellos ya sospechaban. La causa de la muerte había sido la herida practicada con un cuchillo que coincidía exactamente en tamaño y forma con el que habían encontrado en el lavavajillas del domicilio. Pero no había sido la herida en la parte superior del pecho lo que había acabado con la vida de Nikki, aunque le hubiera conseguido perforar el pulmón: lo que en último término había ocasionado su muerte había sido el corte en el abdomen. La hoja de treinta centímetros le había abierto una herida ascendente, le había seccionado la aorta y había alcanzado el corazón.

Lena se dio la vuelta unos instantes para serenarse. Se estaban realizando seis autopsias a la vez en esos momentos y el olor a desinfectante y a carne pútrida era más de lo que podía soportar. Se quitó la mascarilla, las gafas y las zapatillas higiénicas y salió de la sala sin mirar a nadie. En el pasillo vio varios cuerpos en camillas a la espera de su turno. Algunos estaban cubiertos por un plástico transparente, otros estaban tumbados sin nada más que una etiqueta que los identificara. Lena se sacudió aquella imagen de la cabeza y siguió caminando.

La espera del ascensor se le hizo eterna. Los tubos fluorescentes del pasillo parpadeaban y emitían un sonido sordo al tiempo que llenaban por completo las paredes de una luz tenue. Por fin llegó a la puerta de entrada, la abrió y salió a recibir el aire frío de la noche. Cruzó al aparcamiento contiguo al edificio, se sentó en unos escalones y miró por encima de la caseta de seguridad hacia la calle. En esos momentos, una ambulancia con la sirena encendida a todo volumen pasaba a toda velocidad por Mission Road, de camino al Centro Médico de la Universidad del Sur de California, justo el edificio contiguo.

Novak iba sentado a su lado, en silencio. Lena mantenía la mirada fija al frente. Las imágenes de lo que tenía delante le parecían chabolas tercermundistas. La gente que deambulaba por las aceras en aquel barrio iba vestida con harapos, no hablaban inglés y nunca lo harían. Al otro lado de la calle un restaurante de comida rápida y una gasolinera daban paso a una zona industrial, con múltiples grafitis por todas partes. Y elevándose sobre aquel arrabal, a un kilómetro y medio de distancia se alzaba la bella ciudad de Los Ángeles, con sus edificios reluciendo en la noche oscura, brillando en colores rojos y azules y rodeados de hileras de luces blancas de miles de coches atascados en las autopistas de acceso. Si no tenías prisa en llegar a ningún sitio, Los Ángeles era una ciudad espectacular.

Lena rebuscó en su bolso y sacó un pañuelo para limpiarse el bálsamo mentolado de la nariz. A pesar del fuerte olor mentolado, el hedor a muerte traspasaba el edificio y se le había quedado incrustado. El olor era denso, se instalaba dentro y era difícil de eliminar. Lena había presenciado unas cuantas autopsias y nunca le había resultado fácil olvidarlas. El olor sobre todo. Pasaban días enteros antes de que desapareciese, y cuando ya parecía olvidado, de repente, un día cualquiera, estornudaba en la ducha y ahí estaba de nuevo, ese hedor a muerte instalado profundamente dentro de ella. Casi olvidado, pensó, pero siempre a punto de reaparecer.

—Dame uno —pidió Novak.

Le pasó un pañuelo y vio cómo también se limpiaba el gel de debajo de la nariz.

—¿Sabes algo de asfixia erótica? —preguntó.

—¿Lo dices por lo de la bolsa sobre la cabeza?

—El cajón de la cocina estaba lleno de bolsas de plástico —contestó Novak—. Tenían muchas.

Abrió el teléfono, marcó un número y puso el altavoz. Rhodes lo cogió a la primera.

—Tito y yo seguimos aquí —dijo—. La casa está precintada.

—¿Qué hay de Brant? —preguntó Novak—. ¿Cómo lo lleva?

—Bien, supongo. Sigue con nosotros.

—¿Alguna novedad?

—Ha venido Barrera y ha estado dentro de la casa un par de horas. Luego se ha marchado para conseguir las órdenes de registro.

Barrera era su teniente. Solía aparecer por los escenarios de los crímenes y le gustaba participar en cuantas investigaciones podía.

—¿Qué más? —preguntó Novak.

—El vecino de al lado nos dijo que el matrimonio perfecto no lo era tanto. Discutían mucho, a veces a voz en grito.

Novak miró a Lena y movió la cabeza como asintiendo.

—A nosotros nos han llegado las mismas noticias. Tenemos que mantener un tono amistoso, Stan, pero tenemos que llevarlo a comisaría. ¿Sabrás manejarlo?

—Entendido —respondió Rhodes—. Mantendremos un perfil amistoso. Quizá ese pedazo de mierda quiera colaborar.

Lena meditó unos instantes sobre la estrategia que iban a seguir. Las reglas del juego eran muy sencillas: retendrían a Brant todo lo que pudieran antes de que se percatara de que era sospechoso y llamase a su abogado. Ya habían pasado a otra fase en la investigación, ahora se trataba de un caso como tantos otros y, salvo algunos cabos sueltos, todo apuntaba en una misma dirección. Por muy raro que resultase, la mayoría de los asesinatos en una pareja señalaba casi siempre hacia el miembro superviviente. Era como si Brant hubiese matado a su mujer y hubiese querido que pareciese otra cosa. Por eso lo del cuchillo y las bolsas de plástico. Y ese montaje, con la forma en que había dispuesto el cadáver y el dedo cortado que probablemente habría tirado por el inodoro, casi había funcionado.

—¿Cómo quieres que llevemos el interrogatorio? —preguntó Rhodes.

Novak se volvió hacia Lena mientras lo pensaba.

—Ellos han estado más tiempo con él que nosotros —dijo Lena—. Yo voy a empezar con el expediente del caso.

Novak asintió.

—¿Has oído Stan? Lena te pondrá al corriente de todo cuando llegues al despacho.

—Hasta pronto —contestó Rhodes.

Lena vio a Novak volver a colocar el teléfono en su cinturón mientras su mente le llevaba al momento en que había enseñado a Brant la instantánea del cadáver de Nikki. Recordó las lágrimas, la emoción. Ahora todo aquello no parecía sino una burda farsa. El mes anterior José López había resultado igual de convincente durante trece horas antes de derrumbarse y confesar que había asesinado a su mujer, Teresa. Ahora aguardaba su juicio en la Prisión Central. Lena buscó el edificio a lo lejos. Podía recordar la voz de odio de José mientras les contaba cómo había metido una toalla en la boca de su mujer y le había cortado el cuello con un cúter de la caja de herramientas de ella. Todavía podía ver la mirada de aquel hombre, sus ojos ardiendo de ira, mientras admitía haber pintado en la cama una cruz con la sangre de Teresa y haber dispuesto el cadáver como si hubiera sido crucificada. Solo pensarlo le ponía a Lena los nervios de punta. Aquella era la primera vez que había sido testigo de lo que alguna gente es capaz de hacer. Cómo actúan algunos cuando se desprenden de su humanidad y asoma su verdadero ser. Se lo había mencionado a Novak en aquel momento. Él lo había visto como una señal de alarma, un aviso sobre su salud mental. Le dijo que si alguna vez se sentía cómoda durante la investigación de un caso de homicidio, que tuviera la sensatez suficiente para dimitir. Lena no se sentía cómoda con ningún homicidio, ni tampoco estaba dispuesta a dejar su trabajo.

—Necesito pedirte un favor —le comentó Novak.

Lena miró a su colega sin responder. A López le habían retirado las esposas para que pudiera firmar la declaración. Antes de que nadie pudiera remediarlo, el hombre se desabrochó la bragueta y empezó a orinar sobre la pierna de Lena, quien tardó unos instantes en darse cuenta de lo que estaba pasando. El propio abogado de López lo separó. Bienvenidos a la División de Robos y Homicidios.

—¿Me sigues, Lena? —preguntó Novak.

Ella asintió. No se había sentido limpia desde aquella noche. Por mucho que se frotara en la ducha, por mucho jabón desinfectante que utilizara, no podía sentirse completamente limpia. Al menos no por el momento.

—Iba a salir a cenar con Kristin —dijo Novak—. Me llamó ayer para quedar esta noche.

Novak se levantó. Lena cogió su maletín y comenzaron a bajar las escaleras en dirección al coche. Kristin era la hija mayor de Novak. Terna veintiún años y era con la que parecía llevarse mejor, a pesar de sus recurrentes problemas con las drogas y el alcohol. Había estado entrando y saliendo de programas de rehabilitación desde los dieciséis. Novak se culpaba a sí mismo por no haber estado más pendiente de ella en aquella época. La etapa de inestabilidad de la chica había coincidido con su divorcio. Por lo que había podido averiguar durante los últimos dos meses, Lena sabía que Novak y su hija no hablaban por teléfono con demasiada asiduidad y se veían todavía menos. Pero las cosas estaban cambiando a mejor. La joven estaba limpia de drogas y alcohol y soñaba con darle otra oportunidad a la universidad. A Lena, que había coincidido con ella en varias ocasiones, le caía bien, aunque fuera una fan de las canciones de su hermano y estar con ella significara acordarse de su propia pérdida. Pero la chica no tenía la culpa de eso, aquel era su propio problema.

—¿De qué favor se trata? —preguntó Lena.

—Tenemos bastante trabajo —dijo Novak—, y no me costaría nada cancelar la cita, pero no quiero hacerlo. Después de todo lo que ha pasado, la verdad es que quiero ver a mi hija y asegurarme de que está bien.

—Yo haría lo mismo. Además, somos dos equipos. Vete a verla.

Novak alzó la mano y Lena le lanzó las llaves.

—Me llevará un par de horas como mucho —comentó—. Han abierto un restaurante nuevo en el centro. Igual podemos cenar allí y luego te traigo algo.

Cuando Lena se metió en el coche, notó que tenía el estómago completamente vacío. Eran las siete de la tarde y no habían comido nada. Sabía que necesitaría algo para entretener el hambre. Esperar dos horas más le parecía demasiado tiempo y todavía tendría que seguir trabajando un rato largo. Pero lo que de verdad le apetecía era una taza de café bien caliente. Algo con más fuerza de lo que podían ofrecerle ninguna de las máquinas de café de aquel edificio.

Novak salió del aparcamiento y giró a mano izquierda en el semáforo. En cinco minutos la barriada desapareció de su retrovisor mientras se adentraban en aquella ciudad de sueños y esperanzas. A tres manzanas de la Glass House Lena divisó el café Blackbird y se agarró a la manilla de la puerta.

—Déjame aquí —dijo.

—Está oscuro, te iba a dejar justo delante de la puerta.

—No, quiero parar aquí. Mi coche sigue en el Westside.

Novak aparcó. Lena salió del coche con el maletín colgando del hombro. El ordenador que llevaba empezaba a pesarle demasiado, pero daba igual. El Blackbird tenía el mejor café de la ciudad. Se tomaría una taza allí, pensó y pediría otra para llevarse.

—¿Cómo te gusta la carne? —preguntó Novak.

Lena no se lo pensó.

—Bien quemada por fuera y cruda por dentro —dijo mientras cerraba la puerta de golpe y salía corriendo.