Capítulo 45

No eres nadie. No eres importante. En Estados Unidos todo el mundo cuenta, menos tú…

Aquellas palabras le dolieron a Fellows en lo más profundo. Era casi como si las pudiese escuchar por la radio del coche. Las mismas palabras una y otra vez.

No eres nadie.

No eres importante para Harriet.

Todos cuentan en su vida. Cualquiera menos tú.

Fellows giró a la izquierda y condujo su Ford Taurus por Fairfax en dirección norte. Deseaba poder borrar las palabras de su cabeza, pero sabía que no eran suyas, ni siquiera de Harriet, sino de Mick Finn, que esa misma tarde, en la comida, le había estado observando desde el otro lado de la mesa. Fellows pensaba que había sonado a discusión. Finn le dijo que era hora de despertar, de admitir la realidad.

Una visión real de cómo era el mundo.

Había asesinado a Burell creyendo salvar a Harriet. Pensó que se sentiría atraída hacia él, pero en cambio se escapó. Se acabó el sueño. Peor aún: según Finn, los detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles estaban conectando esa muerte con las de Teresa López y Nikki Brant. ¿Cómo encajaban la chica y Tim Holt en este caso? Fellows había perdido el control de sí mismo y tomado riesgos innecesarios. Estaba dejando que se le subiera a la cabeza toda la popularidad ganada en la prensa. Y todo ¿para qué? Por una puta que llevaba una doble vida y que no tenía salvación, no le amaba y nunca lo haría.

Fellows encendió la radio, buscó la KFWB y subió el volumen, esperando que las noticias de última hora pudieran evitar una crisis. Luego comprobó el espejo retrovisor.

Tenía otra vez a ese Mercedes detrás. El mismo cupé plateado que le había seguido desde la 10 cuando salió de la autopista en busca de carreteras secundarias. Mantuvo de nuevo su mirada hacia delante e intentó concentrarse. Había dejado de llover. A pesar de la hora que era, parecía como si los casi ocho millones de vehículos registrados el año anterior estuvieran esa noche en la carretera. Probablemente, el conductor del Mercedes se dirigía a Hollywood al igual que él y conocía el atajo.

Giró a la derecha en Willoughby, una calle estrecha bordeada por árboles que cruzaba de este a oeste a través de varios barrios residenciales. Cuando miró por el retrovisor, vio que el Mercedes también giraba, aceleraba y luego frenaba evitando chocarse contra él en el último momento.

Fellows agitó el puño en alto y acto seguido respiró hondo mientras consideraba la posibilidad de que le estuviesen siguiendo, que Finn tuviese razón y fuese demasiado arriesgado acercarse esa noche al escenario del crimen en la casa de Tim Holt. Miró hacia su cámara digital que reposaba en el asiento del copiloto y, durante un momento, soñó con las fotos que podría sacar dentro de la casa, con la oscuridad y el silencio sepulcral que debía reinar en una casa después de producirse una muerte. Lo que podría sentir paseando de una habitación a otra. Necesitaba un sitio para pensar. Una oportunidad para serenarse. Las habilidades indiscutibles de Finn en materia de seguridad no serían necesarias, porque los dueños ya estaban muertos.

La parte delantera del Taurus comenzó de repente a elevarse. El estómago de Fellows se encogió cuando el coche empezó a patinar en el agua. Tenía los ojos clavados en el charco de agua que inundaba el carril derecho. Viró hacia la izquierda. Comprobó el espejo, pisó el freno a fondo y notó el golpe. Entonces el Mercedes derrapó y se deslizó contra un árbol.

Pasó un momento. Fellows miró la cámara en el suelo y se preguntó si se habría roto. Puso la marcha en «aparcar» y abrió la puerta con rabia, enfurecido al darse cuenta del golpe que había sufrido el coche. El guardabarros estaba intacto, pero la luz trasera izquierda se había roto. Fue rebuscando los trozos de plástico roto y recogiéndolos del pavimento mojado. Cuando escuchó que el otro conductor le estaba gritando levantó despacio la mirada.

El hombre tendría poco más de veinte años. Estaba arrodillado delante de su Mercedes, examinando los desperfectos.

Fellows lo catalogó enseguida por su indumentaria. La camiseta de baloncesto y los pantalones anchos. Sabía quién era ese tipo. Un parásito indeseable que conducía lo que parecía un Mercedes CL65 AMG Cupé con turbomotores V-12 gemelos nuevo y con el capó destrozado. Precio de salida, casi unos 180 000 dólares.

Se preguntó si sería robado. Le temblaban las manos. Sabía que podía estallar en cualquier momento. Que se podía permitir a sí mismo perder el control, si es que quería hacerlo.

—Conducías demasiado cerca —dijo en voz baja.

El otro le lanzó una mirada, luego se levantó y escupió.

—¿Demasiado cerca, cabrón? Esto es culpa tuya. Mira lo que le has hecho a mi puto coche.

El hombre estaba a unos tres metros. Tenía poco marcados los músculos de los hombros y Fellows le calculó unos veinticinco kilos de sobrepeso. Sabía lo que le podía hacer en menos de quince segundos. Que sería indoloro, no haría ruido, un trabajo fino. Su visión empezó a registrar las luces de las ventanas de las casas de aquella calle, mientras mantenía los ojos fijos. Alguien les estaba observando. Lo podía notar. Podía ver una sombra en una ventana de un segundo piso.

—Conducías demasiado cerca —repitió—. ¿Estás bien?

—Que te jodan.

El hombre saltó dentro de su coche, se puso tras el volante y salió a toda velocidad. Cuando estaba sobrepasándole, el pequeño macarra tocó la bocina y le hizo un gesto obsceno con el dedo.

Por lo menos, la escena había terminado. Y Fellows se había demostrado a sí mismo su capacidad para controlarse. Mientras volvía al coche y comprobaba su cámara, deseó que Finn hubiese estado con él aquella noche para ser testigo de lo bien que se había contenido.

Encendió la cámara y apretó el botón. El flash rebotó en el parabrisas y llenó el coche de una luz blanca que le cegó los ojos y le hizo tanto daño como la luz del sol. Cuando el flash se apagó, estudió la foto. No había sufrido ningún daño. Tenía la cámara lista para trabajar.

Sorteó la zona inundada de la carretera y continuó hacia el este por Willoughby. Cinco minutos después, giró a la izquierda en Vine y pudo ver las colinas de Hollywood a un kilómetro y medio carretera arriba. La radio seguía encendida. Ahora habían pasado de la cobertura de la tormenta y de hablar de un corrimiento de tierras en Malibú a la historia de Romeo que se había convertido en la comidilla de la ciudad. Estaban poniendo una cuña de la declaración del director de la Policía. Estaban avanzando, decía. Pero este tipo de investigaciones llevaban su tiempo.

Romeo. Ese era el nombre con el que se referían a él.

Romeo.

Le gustaba cómo sonaba y también sus connotaciones. Le gustaban incluso los dibujos con forma de corazón que las cadenas de televisión utilizaban en los telediarios para enmarcar las fotos de las víctimas.

Paró en un semáforo y se puso a observar las casas enclavadas en las colinas a través del parabrisas. Se fijó en las ventanas con luz. La casa de Tim Holt no se podía ver porque las luces estaban apagadas. Ya no vivía nadie allí.

Sonrió cuando el semáforo se puso en verde. Todo el mundo en la ciudad de Los Ángeles le andaba buscando. Todos querían saber quién era. Cogió su botella de agua y le dio un sorbo largo. Podía ser que Martin Fellows no fuera importante, pero Romeo sí que lo era.