Capítulo 13
Lena atravesó la salita dejando a un lado la oficina del director de la División y entró en la sala número Dos.
—¿Necesita algo antes de que empecemos, señor Brant?
Brant alzó la vista con ojos recelosos. Miró primero a Lena y luego a Novak, quien en aquel momento estaba cerrando la puerta. Eran las dos de la madrugada. Estaba sentado con aire derrotado sobre la mesa y apoyaba la cabeza sobre los brazos. Había perdido una noche de sueño, estaba a punto de perder otra y se le notaba.
—Estoy bien —dijo, arrastrando las palabras—. ¿Dónde se han ido los otros dos?
—Han pensado que tendría hambre. Ha sido usted de tanta ayuda que han creído que se merecía un descanso.
—Entonces, ¿qué hacen ustedes aquí?
—Solo queríamos repasar un par de cosas. No nos llevará mucho tiempo.
Brant bajó las manos.
—Ahora que lo pienso, sí que tengo hambre, y tampoco me vendría mal otra taza de café.
—Ahora mismo lo traemos —dijo Lena.
Novak tomó asiento justo delante de la puerta y permaneció en silencio. Lena echó un vistazo a sus notas mientras dejaba intencionadamente que el silencio llenara la sala, que se oyera el ruido monótono de las luces del techo. Era parte de la estrategia. Sánchez y Rhodes llevaban cuatro horas trabajándose a Brant, intentando sacar los detalles de forma amistosa, y no habían llegado a ninguna conclusión. Era ya hora de cambiar de marcha y ver qué salía a la superficie. Lena había terminado de revisar el informe preliminar de la División de Investigaciones Científicas sobre las huellas recogidas en el escenario del crimen. Al ser viernes y haber podido contar con solo seis horas para analizar las pruebas, los resultados eran incompletos y solo se referían a una parte de las huellas encontradas en el dormitorio y el cuarto de baño. Hasta el momento, solo pertenecían a Brant o a su mujer. No había ninguna prueba que indicara que alguien ajeno a la casa hubiese entrado en ninguna de las dos habitaciones.
De repente, Brant empezó a reírse.
—Ustedes creen que lo hice yo, ¿verdad?
—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Lena.
—Por la manera que tiene de consultar sus notas. Y además, ¿por qué si no me habría leído Tito mis derechos?
—Eso lo hace con todo el mundo, señor Brant. Es parte de su trabajo.
—Sí, claro, ya lo pillo. Por eso el otro tipo me pidió que me sometiera al polígrafo. Solo estaba haciendo su trabajo.
—Podría habernos ahorrado tiempo. ¿Por qué tendría que preocuparle? Usted no tiene nada que ocultar.
Brant asintió, se inclinó sobre el respaldo de la silla y bostezó. Mientras se desperezaba Lena se dio cuenta de que era una argucia. A través del hueco de sus brazos la miraba a ella, la estaba analizando. A pesar del reciente asesinato de su mujer, aquel hombre le estaba mirando el pecho.
—Es usted una mujer hermosa, lo sabe, ¿verdad?
—Y usted ha derramado el café.
Brant siguió la mirada de Lena hacia su camisa arrugada. Vio la mancha, le pasó el pulgar por encima y pareció contrariado por su aspecto desaliñado. Se alisó la chaqueta y tapó la mancha con la mano.
—Hemos leído su declaración y hemos encontrado unas pocas discrepancias —dijo Lena—. Esperábamos que usted nos ayudara a aclararlas.
—¿Qué discrepancias?
—Su matrimonio. Usted lo calificó de perfecto y queremos saber por qué lo consideraba así.
—Porque lo era —dijo Brant.
—Por lo que nos han contado, no parecía tan perfecto.
Brant se sentó muy erguido e intentó concentrarse.
—¿Con quién han estado hablando?
—Con amigos y vecinos.
—Háganme un favor y vayan a decirles a mis amigos y vecinos que se vayan a tomar por culo. A todo esto, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué están perdiendo el tiempo conmigo? Ese tipo anda todavía por ahí.
—¿Qué tipo es ese, señor Brant?
Se volvió a sentar mientras meneaba la cabeza como sin poder creer lo que estaba pasando.
—El capullo enfermo que hizo esto. Está por ahí suelto mientras nosotros estamos aquí. ¿No es una estupidez?
—Vayamos arriba al polígrafo.
Negó con la cabeza sin querer levantarse. Lena se quedó callada, a la espera. La sala era pequeña, con mala ventilación y se imaginó que la habitación se le estaba cayendo encima a Brant.
—De acuerdo, puede que no fuese perfecto —dijo finalmente—. Puede que visto desde fuera pudiera parecer que teníamos nuestras diferencias. Desde mi punto de vista, era bueno. Realmente bueno.
—¿Por qué se peleaban?
Sus ojos se avivaron.
—No eran peleas. Eran conversaciones.
—De acuerdo —dijo Lena—. ¿Sobre qué conversaban?
—Nikki quería tener hijos.
—Y usted no.
Se volvió hacia Novak como en busca de apoyo.
—¿Por qué está ella hablando por mí?
Novak se quedó mirándolo, con la vista fija pero ausente. No dijo nada durante un largo rato. Cuando por fin habló, Lena sintió un ligero escalofrío al percibir lo mucho que se estaba conteniendo.
—No está hablando por usted, señor Brant. La detective Gamble le ha hecho una pregunta sencilla, si no obvia. Usted les ha contado a los detectives Sánchez y Rhodes que no puede imaginar a nadie que quisiera hacerles daño a su esposa o a usted. Nadie de su trabajo, nadie que usted conociera. Creíamos que quería usted ayudarnos a aclarar lo que sucedió. Por su propio bien debería ayudarnos a descubrirlo. Por el bien de todos debería usted ayudarnos en todo lo que pueda.
Brant apartó enseguida la mirada de Novak, como si fuese peligroso. Estaba claro que Novak se esforzaba por contener su rabia.
Lena se aclaró la garganta antes de continuar.
—Así que ella quería tener familia y usted no.
—Quienquiera que le haya dicho eso miente. Yo conocía bien a Nikki. Sabía por qué lo deseaba tanto. ¿Se cree que soy idiota? El problema era el dinero. No podíamos permitirnos tener hijos. Teníamos que esperar hasta que acabara la fusión. No estaba claro si yo iba a tener trabajo tras cerrarse el trato y mi nómina no daba más que para pagar las facturas y para comer.
—Su jefe parece tener muy buena opinión sobre usted. ¿Por qué le preocupa perder el trabajo?
—Porque la decisión no estaría en manos de mi jefe. Nos fusionamos con una empresa con sede en Chicago que está entre las quinientas primeras de la lista de Fortune. Eso está a más de tres mil kilómetros. Yo soy solo un número más y los números no tienen rostro. Vienen y van.
—Pero sí que se va a beneficiar de la fusión.
—¿Y qué? Como todo el resto.
—¿Cuánto dinero recibiría de pagas atrasadas?
—No he calculado cuánto podría ser.
Lena sonrió.
—En otras palabras, es un montón de dinero y no nos lo quiere contar.
—No he tenido tiempo de hacer los cálculos. Y tampoco será tanto. Al menos, no tanto como para compensarme en caso de terminar en el paro.
—¿Sabía que su esposa estaba embarazada?
Brant no pestañeó. Debería haberlo hecho, pero no fue así.
—¿Dónde está ese café? —preguntó.
Lena repitió su pregunta y le observó mientras pensaba la respuesta. Después de unos momentos, se escurrió en el asiento y suspiró con resignación.
—Sí, lo sabía —dijo—. Lo sabía, aunque sin saberlo del todo. Lo llevo pensando todo el día. Nikki había estado actuando de una forma extraña durante las últimas dos semanas. Me había lanzado alguna pista pero sin decir nada concreto.
—Entonces, ella no se lo dijo directamente. No le dijo nada cuando llamó usted anoche desde la oficina.
—No. Cuando llamé lo único que me dijo era que se iba a la cama.
—Para ser un hombre que acaba de saber que ha estado a punto de ser padre, no parece mostrar demasiada emoción.
—Eso es por el día tan maravilloso que llevo.
—¿Por qué les dio a sus ayudantes la noche libre?
Sonrió.
—Para poder ir a mi casa a matar a mi mujer.
—¿Le parece gracioso, señor Brant?
—No, creo que es una puta pérdida de tiempo.
—¿Por qué les dio la noche libre?
—Estábamos todos cansados y estaban cometiendo errores. Sabía que tendríamos que trabajar durante el fin de semana y pensé que necesitaban descansar bien al menos una noche.
—¿Qué hizo usted cuando se marcharon?
—Intenté adelantar trabajo, pero me debí quedar dormido. Me desperté en la silla del despacho.
—¿A qué hora fue eso?
—Alrededor de las cinco. Me desperté y conduje hasta mi casa.
—¿Qué me dice de su vida sexual? —preguntó Lena—. ¿Cómo la describiría?
—¿En una escala de uno a diez?
—¿Cómo la describiría?
Lo pensó y sonrió con desgana.
—Perfecta.
Lena ignoró la ironía.
—Describa lo que entiende por perfecta.
—Perfecta es una palabra donde esta clase de mierda no sucede. Si cree que me pone cubrir la cara de mi mujer con una bolsa, se puede ir usted a tomar por culo.
—¿Cuándo fue la última vez que mantuvo relaciones con su mujer?
Brant movió la cabeza. Volvió a sonreír.
—El fin de semana pasado —dijo—. Sobre las siete de la mañana, antes de irme a trabajar. Si no recuerdo mal, ella estaba encima de mí y yo le chupaba las tetas.
—En ese caso, el semen encontrado en su casa no es el suyo.
Sus ojos se desenfocaron mientras consideraba la pregunta. Miró hacia el techo durante un instante y luego volvió la mirada hacia Lena.
—No, detective. La jefa que han encontrado en mi casa no es mía. Si fuera mía no estaríamos aquí.
Rebuscó en su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Encendió uno. Cuando sacudió la ceniza en la taza vacía de plástico con la mano derecha, Lena notó que le temblaba. Novak miró hacia el detector de humos y abrió la puerta. Luego Lena repasó sus notas y decidió continuar.
—¿Le gustar tontear por ahí, señor Brant? ¿Tiene alguna amiguita? ¿Alguien de la oficina, quizá?
—Sabe, es usted realmente lista. Piensa que soy como el tipo ese del periódico.
—¿Qué tipo de los periódicos?
—El que ha matado a su mujer porque estaba embarazada. Se piensa que soy como él.
—¿Estaba al corriente de la noticia?
Asintió, echando el humo por la comisura de los labios.
—Dicen que cuando la tiró a la bahía estaba de ocho meses. Que su cuerpo se descompuso y que fue lo que provocó el parto. Tiene un nombre.
—Se llama parto post mórtem.
—Eso es —repitió él—. Parto post mórtem.
Sus ojos se enturbiaron. Lena lo analizó durante unos instantes. Era listo, duro, aparentemente impenetrable.
—¿Con qué frecuencia pegaba usted a su mujer, señor Brant?
La sonrisa y la actitud que había mantenido hasta el momento finalmente desaparecieron. Brant se quedó mirándola sin contestar.
—Es una pregunta sencilla —dijo ella—. Usted parece tener respuesta para todo.
Lena echó una ojeada a la mancha de café de su camisa, el tiempo suficiente para que él se diese cuenta. Cuando lo hizo, la tapó rápidamente con la mano que tenía libre.
—Nunca la toqué.
—Eso no es cierto —dijo ella—. Sabemos lo del moratón en el brazo porque hay gente que lo vio. ¿Cuántas veces la pegó?
Brant desvió la mirada, intentando evitar los ojos de Lena.
—Solamente esa vez —susurró.
—Solamente esa vez —repitió Lena. Había sido una suposición, aunque, en cierto modo, estaba segura—. Según el médico forense su mujer pesaría alrededor de cincuenta kilos. Usted aparenta pesar unos cien. ¿La pegó con el puño cerrado?
Brant amagó un gesto afirmativo, pero se contuvo a tiempo.
—Fue un error. No tenía intención.
—Estoy segura de ello. ¿Buscó usted ayuda psicológica?
—No la necesitaba. Todo lo que tenía que hacer era acordarme de cómo se cayó. No me dejaba ayudarla a levantarse. Y también estaba aquel moratón en el brazo, aunque los del hombro y la cadera eran más grandes. Tardaron seis semanas en desaparecer. Los podía ver cada vez que se duchaba.
Novak se inclinó hacia delante y apoyó con fuerza las manos en la mesa.
—Tenía razón. Su matrimonio era perfecto.
Brant entornó los ojos hasta reducirlos a una mera rendija abierta. Cuando tiró el cigarrillo a la taza de café, Lena lo oyó apagarse con un siseo.
—Que te jodan —dijo apuntando un dedo hacia Novak—. La quería y la vez que la pegué fue un error. No se debería juzgar a la gente por sus errores. Solo pasan una vez, por eso son errores.
—¿Considera usted que el asesinato es también un error? —preguntó Novak.
Brant se puso de pie de un salto y se lanzó contra él. Cuando Novak le empujó hacia atrás y le sentó de nuevo, comenzó a gritar.
—¿Quién demonios os creéis que sois? He hecho todo lo que he podido para ayudaros. Ahora quiero un maldito abogado.
Por fin había dicho las palabras mágicas: «ahora quiero un maldito abogado».
Lena se levantó de la mesa y preguntó:
—¿Quién es su abogado, señor Brant?
—Buddy Paladino.