Capítulo 2
Lena Gamble dejó el crucigrama del periódico encima de la mesa y cogió su taza de café. La bebida estaba ardiendo y tenía el aroma y sabor perfectos. Era del Starbucks, lo había comprado en el de Beachwood Market y costaba tres veces más que cualquier otra marca. Pero para Lena el coste extra merecía la pena; era el gran regalo que se hacía a sí misma. Lo preparaba taza a taza cada mañana, lo hervía en una tetera con filtro y calculaba las cantidades como si fuera una adicta administrando su dosis de droga en una cuchara incandescente.
Sentada junto a la piscina, intentaba espabilarse mientras contemplaba cómo amanecía en la ciudad de Los Ángeles. Su casa, situada en una colina sobre Hollywood, al este de Cahuenga Pass y justo al oeste de Beachwood Canyon, disfrutaba de unas vistas magníficas. Desde ahí veía cómo se acercaban unas nubes bajas desde el océano, a unos veinticinco kilómetros, y el Westside, todavía cubierto bajo un inhóspito manto gris. Hacia el este, el mar aparecía encendido y la Library Tower, el edificio más alto al oeste de Chicago, brillaba con un resplandeciente y ardiente color anaranjado que parecía vibrar en el despejado cielo azul.
Durante unos quince minutos la ciudad pareció la estampa de una postal turística de un lugar paradisíaco. Durante ese tiempo al menos la paz parecía reinar en la ciudad.
Por supuesto, aquello era tan solo un espejismo que engañaba los sentidos. Lena sabía que Los Ángeles era la capital del crimen del país. Durante el último mes se habían cometido treinta y tantos asesinatos, más de uno por día. Pero esa mañana el aire parecía hasta limpio, las calles casi manejables y todavía podría disfrutar de otra media hora más o menos antes de marcharse a trabajar.
Se volvió para echar una mirada hacia la casa y reparó en que se había olvidado de cerrar la rejilla que protegía la puerta corredera de la entrada. No obstante, no se levantó. En su lugar se apretó bien contra la silla y dejó vagar su mirada por los escalones que bajaban desde el porche y que daban al camino de piedra que bordeaba el jardín. Luego siguió con la mirada el costado de la casa hasta la ventana de su dormitorio, situado en el primer piso. No es que fuera una casa grande, pero aun así era lo que la mantenía unida a aquella ciudad. Era lo único que realmente la anclaba a aquel lugar, aparte de su trabajo. La había heredado de su hermano David, cinco años atrás.
Construida en 1954, por aquel entonces la casa podría haber sido considerada de un estilo California Craftsman. Pero cada vez que Lena observaba el revestimiento de cedro desgastado, las contraventanas y el borde blanquecino, no podía evitar pensar que aquella casa pegaba más en la costa este, en Cape Cod, que en aquella colina de Hollywood. Era una mezcla de madera y cristal que de algún modo había conseguido mantenerse en pie después de cinco décadas, de lo que ellos llamaban «temporadas». La temporada de los terremotos iba y venía durante todos los meses del año. Pero también estaba la de los incendios, la del viento de Santa Ana y, si había mucha suerte, el agua suficiente para llenar los pantanos, lo que significaba el comienzo de la temporada de las inundaciones.
David había comprado la casa porque sus padres habían fallecido hacía tiempo y se había prometido a sí mismo que, si llegaba a tener el dinero suficiente, tendría algún lugar al que su hermana y él pudieran llamar hogar. Pero no fue ni el agradable calor que emanaba de la casa ni sus magníficas vistas sobre la ciudad y la bahía lo que llamó la atención de David. Era el terreno, la privacidad y, sobre todo, el garaje, un edificio de dos pisos que quedaba a quince metros al otro lado del camino de acceso a la casa. Su grupo de música, la David Gamble Band, necesitaba un hogar tanto o más que ellos mismos y aquel garaje parecía el sitio adecuado. Una vez puesta la señal y firmados los papeles, David utilizó lo que quedaba de dinero en convertir aquella construcción en un estudio de música de vanguardia. Incluso aparecía una foto de aquel estudio en el interior del tercer CD de la banda.
Pero aquello se había acabado. El estudio permanecía oscuro y silencioso, y así había estado durante los últimos cinco años. El tercer álbum había sido el último. Y David había muerto antes de poder hacer ninguna gira ni traer demasiado dinero a casa.
Lena le dio otro sorbo al café. La cafeína le encendía el estómago pero no conseguía despejarla demasiado. Había estado trabajando durante quince días seguidos sin descanso hasta ayer y se sentía un poco aturdida después de haberse tomado un día libre. Además, tampoco le gustaba pensar en su hermano. Le echaba de menos y su pérdida era todavía demasiado dolorosa.
Lena estaba sola y se enfrentaba al mundo manteniéndose a una distancia prudente de todos. No podía evitar sentirse así, como tampoco podía cambiar lo que había sucedido en el pasado. Aún así, le preocupaba estar gastando demasiado dinero en mantener aquella casa. De alguna manera, su hogar se había convertido en una obsesión y se aferraba a aquella vivienda porque no podía asimilar que su hermano ya no estuviese allí con ella. Se había sentido siempre muy bien junto a él.
Decidió darle otra oportunidad al crucigrama. Era viernes, y los crucigramas se iban poniendo más difíciles a medida que transcurría la semana. A Lena le gustaba aquel reto porque la mantenía distraída. También se le daba bien; a excepción de los domingos, usaba siempre un bolígrafo en vez de un lápiz para completarlos. Pero enseguida se dio cuenta, al releer las tres últimas pistas, que iba a ser inútil. La clave parecía estar en el 51 vertical, una pregunta ridícula y fácil sobre una mujer que había ganado un millón de dólares en un reality show de la televisión. Lena no veía mucho la tele y solo la encendía por obligación. No le gustaba cómo la caja tonta jugaba con su cabeza.
Dejó caer el crucigrama con rabia y hojeó el periódico en busca de la sección de California. Le llamó la atención una historia en la página tres. Una mujer de veintinueve años de Santa Mónica afirmaba estar embarazada a pesar de llevar dos años sin mantener relaciones. Lena comenzó a leer el artículo pero lo dejó de pronto al toparse con la palabra «Jesús». Meneó la cabeza pensando que era el tipo de historia que parecía llenar las noticias últimamente, algo que formaba parte de la rutina y el tejido del que estaba hecha la ciudad que el resto del país llamaba Los Ángeles. Lena tenía veintinueve años y tampoco había tenido relaciones en los dos últimos años. Le parecía un asunto serio, sobre todo porque no había ninguna perspectiva en el horizonte.
Su móvil empezó a sonar sobre la mesa. Lo miró, reconoció el número que aparecía en la pantalla y lo cogió. Era su colega, Hank Novak, que la llamaba a las seis de la mañana. Trabajaban juntos en la División de Robos y Homicidios. Lena estaba segura de que su llamada no tenía nada que ver con aquella «inmaculada concepción» o de tener relaciones con Jesucristo.
—Espero que hayas descansado —dijo Novak.
—Sí, estoy bien —contestó Lena—. ¿Qué ocurre?
Lena cogió un bolígrafo. Podía notar por el tono ronco de su voz, normalmente suave, que se acababa de levantar. Por el viento que oía de fondo dedujo que su colega estaba conduciendo a gran velocidad por una autopista.
—Es en el 938 de Oak Tree Lane —dijo Novak—. En West Los Ángeles. En mi vieja Thomas Guide está en la página cuarenta. Vete por Sunset hasta Brooktree Road y gira a la izquierda. Parece que está a una manzana de la entrada al Will Rogers State Park. La calle Oak Tree sale de Brooktree, a unos cuatrocientos metros calle abajo a mano derecha.
—¡Cuántos árboles! —comentó Lena.
—Yo también pensé lo mismo —le contestó Novak—. Se trata de la tercera casa a la izquierda. Para cuando llegues seguro que te resulta fácil reconocerla.
Lena lo anotó todo deprisa en la cabecera del periódico. Le empezaba a preocupar el tono apresurado de Novak y el hecho de que sonara como si estuviese borracho. Nunca le había visto actuar así, pero a decir verdad todavía se estaban conociendo.
Lena había estado destinada en la División de Hollywood hasta hacía unos meses, cuando la promocionaron a la unidad de élite de la Sección Especial de Homicidios gracias a un nuevo programa de promoción interna del Departamento de Policía de Los Ángeles. Era la detective más joven del grupo y la única de las dos mujeres que había en la División de Robos y Homicidios. La habían ascendido por la vía rápida porque encajaba con la nueva imagen que el nuevo jefe de Policía quería dar al Departamento. Aunque no la habían elegido exactamente por ser mujer, Lena sabía que, hasta cierto punto, el hecho de serlo siempre sería un asunto delicado. Pero, en esta ocasión había sido su edad lo que le había dado el empujón hacia la cima, lo mismo que les había ocurrido a otros. La edad media del departamento había bajado hasta los veinticinco años. Todo el mundo sabía que muchos policías abandonaban en manada una ciudad tan dura en busca de lugares más tranquilos, y que los que aguantaban tenían su objetivo puesto en retirarse con una buena pensión. El nuevo director se daba cuenta de que la buena imagen del Departamento estaba en peligro, y estaba en lo cierto. A pesar de que Lena había recibido alabanzas de su jefe directo y había ascendido a detective en Hollywood, su experiencia se limitaba a dos años de trabajo en Narcóticos y Robos, seis meses persiguiendo a falsificadores de poca monta y solamente otros dos y medio en Homicidios. La investigación de un asesinato suponía mucha presión y Lena todavía estaba aprendiendo. A Novak, que pensaba retirarse en menos de dos años, le habían encomendado que la preparara lo mejor y más rápidamente posible.
—¿Qué nombre pone en el buzón? —preguntó Lena.
—Brant —contestó Novak—. Nikki Brant.
Novak se quedó en silencio, lo cual le dificultaba a Lena la tarea de averiguar qué estaría pensando. Notó que el ruido de la autopista disminuía y supuso que había cerrado la ventanilla.
—No vamos a llevarlo solo nosotros —dijo por fin Novak—. También han llamado a Sánchez y Rhodes.
Novak estaba preocupado. Lo podía notar en su voz. Tito Sánchez y Stan Rhodes eran otra pareja de policías joven-veterano que llevaban juntos solo un mes más que Novak y ella. Debido a la enorme cantidad de trabajo que acumulaba el Departamento se aprovechaba al máximo a cada equipo disponible. Por ello no tenía sentido dedicar dos equipos enteros a un caso. A no ser que…
—¿De cuántos cadáveres se trata? —preguntó Lena.
—Barrera solo ha hablado de uno.
—¿Era famosa?
—Todavía no. Pero puede que ahora hagan una película.
—Entonces, ¿a qué viene poner dos equipos?
—Fue idea suya, no mía —contestó Novak—. Puede que por tratarse de un barrio acomodado.
Oyó cómo a Novak se le caía el teléfono y le escuchó mascullar algo mientras trataba de recuperarlo. Ella se calzó las botas hasta los tobillos y se colocó los vaqueros por encima. Después se levantó y empezó a andar.
—Ya estoy —dijo Novak—. Es que se me cae todo.
—No es por el barrio, ¿verdad, Novak? —dijo ella—. No es por eso por lo que han doblado los efectivos.
Novak se aclaró la garganta.
—No, eso es seguramente solo parte de la verdad. Sabremos lo que nos espera cuando lleguemos allí.
Lena se había estrenado en la División de Robos y Homicidios con el asesinato de Teresa López. Si pudo con aquel caso, Lena estaba segura que también podría con este. Se le cruzó una imagen por la mente como un pájaro de mal agüero: su hermano David tirado sobre los asientos delanteros de su coche en una callejuela que daba a Hollywood Boulevard. Aquella noche había sido tan oscura y todo había sido tan repentino que mientras se aproximaba al coche, había rogado que solo estuviese durmiendo.
Lena rodeó el borde de la piscina mientras fijaba la mirada en la vivienda que había justo al final de una empinada colina. Detrás de la casa había otra piscina, donde pudo ver a un hombre de mediana edad, peludo y con tripa cervecera dándose su baño matutino. A pesar de su aspecto físico, parecía deslizarse por el agua con brazadas cortas pero eficientes. Lena apretó los dientes e intentó olvidar aquella imagen de su hermano a fuerza de fijarse en aquel hombre nadando.
Oyó decir a Novak que ella era el detective principal de aquel caso.
Volvió a la mesa y mientras se sentaba dijo:
—¿De qué estás hablando?
—Hemos sido compañeros durante dos meses y creo que ya estás preparada. Vales para esto, Lena. Ya es hora de que empecemos a turnarnos en los casos. ¿Has apuntado la dirección?
Notó como un nudo en el estómago. Aquello la había acabado de despertar.
—Sí, la tengo —contestó.
Él se lo repitió de todas formas, invitándola a darse prisa, tras lo cual colgó.
Lena hizo lo mismo, miró hacia el periódico donde había anotado la dirección y se esforzó en memorizarla. Apuró el café a grandes sorbos mientras miraba de pasada el borde de la piscina, que parecía colgada sobre la ciudad, y al hombre que estaba nadando largos unos sesenta metros colina abajo. El sol había despejado el horizonte y había perdido aquel tono rojizo para convertirse en un ardiente disco blanco. Se giró y, al mirar hacia el Westside, comprobó que todavía estaba sumergido en la oscuridad.
La habían hecho responsable de aquel caso.
Cruzó el porche a grandes zancadas hasta entrar en la casa y soltó el periódico en la encimera que había entre la cocina y la sala de estar. La rodeó con prisa hasta llegar a los fuegos, cambió su taza de cerámica por un termo de acero inoxidable que ya había rellenado de café para lo que había supuesto sería su trayecto cotidiano hasta el centro de la ciudad.
Era la jefa, lo que significaba que era responsable de averiguar quién había asesinado a una persona llamada Nikki Brant. La responsabilidad de solucionar el caso recaía sobre ella.
¿Era pánico lo que la perseguía mientras recorría a toda prisa la casa? ¿O era quizá el temor a no estar a la altura para liderar un caso de asesinato como aquel o como cualquier otro lo que le producía un nudo en el estómago? Se suponía que la División Especializada de Homicidios era la élite de la policía.
Notó el temblor de su mano, pero decidió ignorarlo al tiempo que cruzaba la sala de estar hasta llegar a la mesa de su dormitorio. El escenario de un crimen era solo eso, el escenario de un crimen. Su nombre podría figurar junto al de la víctima en el fichero del caso, pero sería Novak el que verdaderamente estaría a cargo.
Se abrochó la identificación en la cadera izquierda, junto al teléfono y las esposas. Acto seguido se colocó el cinto y el revólver, un semiautomático Smith & Wesson de calibre 45 en la cadera derecha. Se puso la chaqueta mientras cogía rápidamente su maletín de la silla y se dirigió hacia la puerta.
Su Honda Prelude arrancó a la primera. Lo condujo por el camino de entrada y bajó acelerando por la serpenteante colina, con la ventanilla bajada para poder disfrutar de la brisa en su rostro. Después de unos instantes, se fijó que la emisora que tenía puesta era la KROQ. Sonaba una canción de Nirvana.
Come as you are…
Subió el volumen y miró la hora: 6:16 de la mañana. Estaba claro. Los quince minutos en el paraíso solo duraban eso, quince minutos, nada más. Podías contar con ellos, pero luego todo terminaba.