Capítulo 14
Buddy Paladino abrió la puerta acristalada que daba a la oficina del capitán de la División de Robos y Homicidios y lanzó esa sonrisa de un millón de dólares tan característica en él. Era una sonrisa amplia, que iba de lado a lado y mostraba una deslumbrante dentadura que le había proporcionado una enorme popularidad. Lena estaba segura de que en la última década esa sonrisa había aparecido en todos los periódicos del país, incluso en todas las cadenas de televisión. El gesto no iba dirigido a nadie en particular, sino que Paladino lo mostraba a cualquiera que se le pusiera delante. Era un aviso, además de un simple gesto, como el de un animal doméstico que parece dócil, pero que te muerde justo cuando lo vas a acariciar.
—¿Ha tenido ocasión de hablar con su cliente? —preguntó Barrera desde la mesa del director.
—La he tenido, teniente —dijo Paladino con voz suave y melosa—. La he tenido.
—Entonces tome asiento.
El equipo entero, incluido el teniente, había estado esperando una hora larga en el despacho del capitán. También estaba allí Roy Werner, el ayudante del fiscal del distrito asignado al caso. El capitán, Dillworth, estaba ausente, de vacaciones en un crucero por el Mediterráneo con su mujer. Eran unas vacaciones tempranas, en anticipación a la temporada de mayor número de asesinatos, que solía ser en junio. Pero incluso cuando se encontraba en la ciudad, su despacho solía ser utilizado por los detectives y nunca estaba cerrado. La única mesa de conferencias de la tercera planta era la de ese despacho y estaba justo pegada a la propia mesa del capitán. También estaban ahí los registros de homicidios, una biblioteca entera que contenía documentos encuadernados donde quedaba registrado cada asesinato que se hubiese cometido en el condado, y que se remontaba al siglo diecinueve. A Lena le fascinaban. Durante los dos últimos meses, siempre que había dispuesto de un par de minutos o necesitaba un descanso había venido a examinar esos registros. Los libros se dividían en dos secciones. La primera se limitaba a una lista de homicidios registrados en orden cronológico y rellenados a mano. Junto al nombre de la víctima figuraba un número con la referencia de la página donde estaba el resumen del caso. No tendría más de un párrafo o dos y detallaba los datos esenciales del crimen. Y cada vez que Lena leía uno, le recordaba cuánto había cambiado el mundo. La neurosis colectiva que había traído el supuesto progreso y la denominada Era Tecnológica. Entre 1899 y 1929, el cuaderno de homicidios llenaba un solo libro. Hacia 1960, se requería un volumen nuevo para cada año.
Buddy Paladino entró en la habitación.
Lena vio cómo el abogado defensor se acomodaba en una silla en la cabecera de la mesa. Tenía el pelo oscuro, corto y tan bien peinado que parecía como si le hubiesen pintado el cráneo con un aerosol. Llevaba un traje y una camisa que se notaban hechos a medida. Se fijó en la manicura, en la corbata de seda y en el reloj de oro e intentó calcular cuánto dinero le costaría a Buddy Paladino prepararse para afrontar el mundo cada mañana.
Más de lo que le había costado a ella su coche, pensó. Quizá el doble.
Eran las diez de la mañana del sábado. Paladino había cogido el primer avión de vuelta desde San Francisco. Había llegado al Parker Center hacía una hora y cuarto, había pedido un café y unos cruasanes para su cliente, tras lo cual había cerrado la puerta de la sala número Dos. Ahora estaba sentado frente a ellos con las piernas cruzadas, resplandeciendo de la cabeza a los pies como un hombre que se crece ante su público. Cualquier público, pensó Lena. Incluso una sala llena de polis.
Buddy Paladino se había hecho un nombre como abogado defensor después de las revueltas de 1992. La mayoría de sus primeros clientes eran pobres diablos. La mayoría de sus casos eran pura ficción. Siempre empezaba por apuntar hacia la responsabilidad del Departamento y haciendo pagar al contribuyente cientos de millones de dólares en daños y perjuicios. Aunque sus payasadas en los juzgados eran a menudo grotescas, sus tácticas eran impecables. Corría el rumor por el Departamento que la Facultad de Derecho de Harvard iba a dedicar una asignatura entera a su trabajo el año siguiente bajo el título: El arte de la precisión: un abogado en el mundo real.
Pero en cuanto empezó a llenar titulares, Paladino cambió de tercio y empezó a representar únicamente a aquellos clientes que podían permitirse sus abultadas minutas. Lena se acordaba de haber leído sobre un caso que llevó unos cinco o seis años antes. Se había acusado a un universitario de atropellar con su vehículo a un grupo de gente que bloqueaba una calle por un festival durante el mes de octubre. Murieron tres personas y quince más resultaron heridas. Un análisis de sangre mostró que el chico que conducía se había metido «polvo de ángel», un alucinógeno. Un testigo grabó el crimen en una cinta de vídeo y otros diez chicos más, incluido su compañero de habitación, aseguraron que aquel acto había sido deliberado. Pero el padre del chico era el consejero delegado de TEC Energy Group y empezó a extender cheques a nombre de Buddy Paladino la misma noche que fue arrestado su hijo. A pesar de todas las pruebas en contra, Paladino se centró en el historial de mantenimiento del coche. El mecánico tema un negocio floreciente, pero era un antiguo alcohólico y el abogado utilizó sus frecuentes reuniones con el grupo de recuperación para destruir la reputación del hombre. Una vez puesto en duda el estado del coche, Paladino se centró en las condiciones de la carretera y en un hoyo que parecía especialmente profundo. Cuando acabó su exposición, el crimen había quedado reducido a un acto de fuerza mayor y el jurado optó por un veredicto de inocencia para sorpresa de los familiares de las víctimas, aunque de nadie más. Dos años después, cuando al padre del estudiante se le acusó de desviar dinero del fondo de pensiones de su empresa a una cuenta de Bahamas, fue también Paladino quien le sacó del apuro pagando solo una multa. Una multa elevada, que llenó titulares en la sección de negocios, pero al fin y al cabo, una multa que el hombre podía permitirse tranquilamente.
Buddy Paladino era un abogado especial y su presencia en la sala hacía que Lena se sintiera incómoda. Era escurridizo, pero también tremendamente listo. No importaba la buena pinta que tuviese ningún caso para la acusación, Paladino era un genio en encontrar un cabo suelto, ir tirando de él delante del jurado y acabar haciendo que todo el mundo pareciese idiota.
Se aclaró la garganta y, con una mirada chispeante que ignoraba expresamente al ayudante del fiscal, Werner, dirigió toda su atención hacia el teniente Barrera.
—He tenido ocasión de hablar con el joven —dijo—. Sí que la he tenido. Y he leído la declaración que ustedes, gente de ley, le tomaron antes de que tuviera el beneficio de consultar con un abogado, algo a lo que tenía derecho.
Barrera intervino.
—Espere un momento, abogado. Brant renunció a sus derechos, lo tenemos grabado. Cuando pidió un abogado, hicimos la llamada. Eso fue hace siete horas.
—Sí, sí —contestó Paladino—. Es una pena que estuviese en San Francisco cuando recibí el mensaje. Mi vuelo se retrasó por la niebla. Tiene mis disculpas, teniente, todos ustedes también.
El teniente Frank Barrera era una persona directa. Empezó su carrera como agente de a pie, fue subiendo en el Departamento, evitó los politiqueos siempre que pudo y los jueguecitos que los acompañan. Era una persona justa, terna buen ojo para juzgar a la gente y, por lo que podía deducir Lena, contaba con el apoyo y el respeto de los detectives que tenía a su cargo. Pero Frank Barrera era también un hombre muy ocupado al que le gustaba que todo el mundo fuera al grano. Buddy Paladino era un bailarín, un mago salido de las calles con una labia impresionante. Por la actitud contenida del rostro de Barrera, Lena dedujo que estaba a punto de perder la paciencia y que le repelía aquel hombre. Sin embargo, Lena, que no había visto nunca en persona a Paladino con anterioridad, no le podía quitar los ojos de encima.
—¿Hay algún problema con la forma en que ha sido tratado su cliente? —preguntó el ayudante del fiscal.
—No estoy del todo seguro, señor Werner. No estoy seguro. El señor Brant me dijo que renunció a sus derechos porque creyó que estaba ayudando con la investigación, y no creía que fuese considerado «persona de interés». El joven desconocía que era sospechoso y solo quería hacer todo lo posible para ayudar.
Paladino enfatizó la palabra «ayudar» mientras miraba en dirección a Lena. Si en aquel momento hubiese llevado un sombrero, seguro que se lo habría quitado en un gesto de galantería.
—Entonces, ¿cuál es el problema, abogado?
Paladino se aclaró de nuevo la garganta.
—Parece que el joven quiere someterse al polígrafo.
Nadie dijo nada durante un largo rato. Barrera y Werner sonrieron, y también lo hizo Paladino, aunque con una sonrisa diferente. Pero Lena no sonrió. Y cuando cruzó miradas con Novak y Rhodes vio que tampoco ellos lo hacían. Algo estaba pasando. Algo que se les había escapado o de lo que no se habían dado cuenta. Nunca había visto que un abogado defensor accediera a someterse al polígrafo de la policía sin antes intentar contratar a un experto y probarlo él mismo primero. En especial un abogado de la categoría y experiencia de Paladino.
—Le he recomendado que no lo hiciera, por supuesto —dijo Paladino—. Pero él insiste. Parece que el joven piensa que es inocente de todos los cargos. Le gustaría aclarar cualquier discrepancia que haya podido haber entre su declaración y las declaraciones de otros. Le gustaría poner los puntos sobre las íes, si entienden lo que les quiero decir. Nunca tuve el placer de conocer a su esposa, teniente, pero entiendo que era encantadora. Todo el mundo en esta sala sabe lo que ocurrirá cuando la prensa se cebe con esta desafortunada situación, en especial, vista la similitud de este crimen con otros de la misma naturaleza que están llenando los titulares estos días. El joven quiere que la historia incluya el hecho de que no se está escondiendo ni de nada, ni de nadie. Muy al contrario, está haciendo todo lo que puede por colaborar con ustedes para encontrar al desgraciado que cometió esta atrocidad.
Paladino era resbaladizo. Sin venir a cuento, Lena pensó en su propio coche. Necesitaba un cambio de aceite.
—La investigación no ha hecho más que empezar —dijo Barrera tranquilamente—. El señor Brant tiene ante sí la oportunidad de disminuir nuestras sospechas. Superar el polígrafo sería de gran ayuda para conseguirlo.
—Estoy seguro de que sabe, teniente, que, basándonos en las pruebas de las que dispone usted en estos momentos, no tiene ningún motivo para retener a Brant contra su voluntad. Que su presencia y su participación es un acto voluntario por su parte. Y que, después de pasar la prueba, va a salir por esa puerta, sin importar el resultado de la misma.
Barrera echó un vistazo rápido hacia la puerta. A pesar de asentir a lo que decía el abogado, a Lena le dio la sensación de que vacilaba al hacerlo.
—¿Cuándo pueden tenerlo preparado? —preguntó Paladino.
—Es sábado —dijo Barrera—. Tendremos que llamar a alguien a que venga expresamente.
—Un par de horas —dijo Novak.
Paladino miró su reloj de oro y volvió a dirigirse a Barrera.
—A mediodía, entonces —dijo—. Estaremos preparados a mediodía.
Paladino lanzó de nuevo su característica sonrisa, se levantó de la silla y se marchó sigilosamente. Lena le siguió con la vista mientras el abogado cruzaba la estancia y se dirigía hacia las salas de interrogatorios. Apenas cerró la puerta de la Dos, Barrera hizo un gesto de desaprobación y golpeó la mesa del despacho.
—Necesito darme un puto baño —dijo—. ¿Qué hace un contable con ese baboso de Paladino por abogado?
—Resulta que Paladino conoce a su familia —intervino Rhodes.
—Conoce al padre de Brant —añadió Sánchez—. Crecieron juntos.
Barrera se volvió hacia Novak.
—¿Qué opinas de que cambiase de opinión y pidiera el polígrafo?
—Puede que piense que puede superar la prueba.
—Asegúrate de que no trama algo.
Werner se levantó y empezó a caminar hacia la ventana. Era un hombre pequeño y enjuto que llevaba diez años de fiscal. También habían trabajado con él en el caso López. Que supiera Lena, todavía no destacaba en la profesión. Cuando se dirigió a Novak, parecía derrotado y especialmente preocupado.
—¿Están absolutamente seguros de que ese hombre es el asesino?
Novak se encogió de hombros.
—Tiene un historial de violencia que apunta a un posible motivo. No encontramos ninguna señal de que hubiesen forzado la puerta. Hay pruebas que apoyan la teoría de que la víctima no fue violada y que conocía al asesino, que confirman que esa persona se pasó al menos tres horas en la casa después del asesinato y que el arma homicida estaba en la propia vivienda. Brant presentó una coartada, pero se la hemos desmontado y lo que queda de ella ni tiene sentido ni puede ser comprobada.
—Peor aún —añadió Rhodes—. El asesino intentó limpiar el semen del cuerpo. Si hubiese sido un intruso y le preocupase el rastro de ADN, habría utilizado un preservativo. En cambio, tomó en el momento del crimen la decisión de limpiarlo.
Barrera se recostó en la silla meditando.
—El análisis de sangre llega el lunes, ¿verdad?
—El lunes por la tarde —dijo Novak—, si hay suerte.
—¿Qué hay de las huellas?
—Es pronto para saberlo —dijo Novak—. Solo hemos tenido tiempo de comparar las de dos habitaciones, pero no hay indicios que apunten a una tercera persona.
—Así que lo que me decís es que no le podemos retener hasta el lunes. Ya habéis oído a Paladino. Se marchan esta tarde, pase lo que pase. ¿Qué va a suceder cuándo se largue?
Mientras esperaban a que llegara Paladino, Lena se reunió con Lamar Newton y añadió las fotos de la escena del crimen al expediente del caso. A continuación, abrió el archivador y las extendió sobre la mesa. Barrera las hojeó junto a Werner, e hizo un repaso de aquella colección de imágenes del infierno de la noche anterior: el cuerpo aniñado de Nikki Brant nadando en un mar de sangre, su cara sobresaliendo de la bolsa de plástico, sus pechos desfigurados con moratones y el rastro de semen entre sus piernas, medio borrado de la sábana.
—Hay peligro de que se escape en avión —dijo Lena—. Ya no muestra ningún arrepentimiento. Su comportamiento es errático e impredecible.
Barrera cogió la foto del dedo que faltaba y retiró el archivador.
—¿Qué les ocurre a estos tipos? ¿Por qué no se limitan a pedir el maldito divorcio?
Podría ser la pregunta del siglo, pensó Lena, pero nadie dijo nada. Nadie en aquella habitación tenía la respuesta.
—¿A quién queréis llamar para la prueba del polígrafo? —preguntó por fin Barrera.
—A Cesar Rodríguez —contestó Rhodes.
Novak estuvo de acuerdo.
—Si están intentando hacer trampas, Cesar es el hombre que necesitamos —dijo.
—Entonces, llamadlo enseguida —dijo Barrera—. Quiero acabar con esto antes de que esos capullos cambien de opinión.