Capítulo 32

Parecía cansada, retraída. El maquillaje apenas disimulaba sus ojeras. A pesar de todo, cuando ella le miró desde el fondo del laboratorio Fellows sintió que se derretía como de costumbre, aunque enseguida se recompuso y la saludó con un gesto desde su despacho.

Fue una sonrisa dedicada solo a él. Una sonrisa especial cargado de significado. La que utilizaba cuando Número Tres no se encontraba en el laboratorio y estaban solos.

Vio cómo Harriet rodeaba la mesa para ir hacia el otro lado, intentando esconder la cojera. Se preguntó si le dolería y si, a pesar de todo lo que había ocurrido, a pesar de su enfado y su rabia, la seguía queriendo. Todavía sentía la necesidad de protegerla. Al cabo de un rato volvió a concentrarse en su cuaderno donde anotó una nueva entrada junto a la fecha y la hora.

Hoy está hecha polvo. Posiblemente por la misma razón de siempre, aunque todavía está por confirmar. Otra noche entera de sexo con Burell.

Fellows guardaba dos clases de cuadernos en el laboratorio. Uno para sus experimentos, que siempre dejaba en una encimera junto al microscopio. Y otro, dedicado enteramente a sus observaciones sobre Harriet Wilson, guardado celosamente en su despacho y que se llevaba todas las noches a su casa para un cuidadoso repaso. A Fellows le gustaba escribir para aclarar sus pensamientos y sentimientos y para considerar nuevas ideas. Además, se había dado cuenta de que durante el último año se le iba la cabeza mucho más que antes. Si no escribía sus pensamientos a veces se le escapaban para no volver nunca.

Leyó la última frase, tachó el nombre de Burell y lo sustituyó con: «morirá pronto». Notó un cierto temblor al escribir, lo que hizo que su escritura no fuese tan pulcra. Suspiró y se intentó relajar.

Era difícil. Durante las últimas doce horas su mente había estado ideando distintos escenarios sobre cómo pasaría Charles Burell sus últimos minutos en este mundo. Y cuanto más lo pensaba, más se convencía de que no necesitaba a su amigo Mick Finn para ninguna de sus fantasías.

A veces se deleitaba con la fantasía de la guillotina, en la que Fellows era un verdugo al servicio de los deseos de su rey. Le gustaba porque el sueño siempre terminaba de la misma manera, con un grupo enardecido que vitoreaba cuando la cabeza de Burell caía rodando por una rampa hasta una cesta. También tenía otras fantasías. Algunas inspiradas en sus historias favoritas de la Biblia, otras inspiradas en su pasado, que a veces no resultaban tan deseables porque no era Burell el que acababa sufriendo los abusos, sino, la mayoría de las veces, él mismo. Todavía podía acordarse de su abuela diciéndole que los niños que se tocaban recibían puntos negros de la Virgen María. Los puntos se acumulaban y cada mes eran enviados por los ángeles directamente a Dios. Si acumulaba muchos, al niño se le podía enviar a los leones o incluso a ese perro rabioso que había atado a un árbol en la casa del vecino. Fellows se pasó años enteros vigilando a aquel perro desde la ventana de su dormitorio y tirándole comida al otro lado de la verja. Pasaba innumerables horas tratando de imaginar a cuánto tenía que ascender el recuento antes de recibir el castigo divino. A pesar de aquel riesgo, no podía contenerse y se masturbaba una o dos veces al día. Con el tiempo, aquel acto se convirtió en costumbre más que en necesidad, una rutina mezclada con miedo y terror por la posibilidad de que un solo día marcara la diferencia y fuera comido vivo. Como le señalaba su abuela con un dedo tembloroso, Martin Fellows era el único niño de este mundo al que le gustaba masturbarse.

Los recuerdos se esfumaron de golpe según se abrió la puerta del laboratorio y vio entrar a Número Tres, que volvía de comer y le lanzaba una de sus sonrisas estúpidas desde el otro lado.

Fellows comprobó la hora intentando ignorar el olor a tacos de pescado que había impregnado la estancia. Se iba a encontrar con Finn en el Pink Canary en quince minutos. Esperaba que su amigo hubiera imaginado algún escenario por su cuenta. Algo con más realismo que no requiriese un público o ningún detalle histórico. Guardó el cuaderno en el cajón bajo llave, se levantó y se detuvo junto a Harriet.

—¿Quieres lo de siempre? —preguntó.

Le guiñó un ojo y sacó un menú del cajón.

—Bueno —dijo—, creo que hoy me apetece algo diferente. ¿Tú qué vas a tomar, Martin?

Ella deslizó el menú entre los dos y se acercó. Luego se humedeció los labios inintencionadamente y Fellows se volvió hacia el menú intentando mantener la calma. Desde que unos años antes descubrieran la enfermedad de las vacas locas en el estado de Washington, comer se había convertido en un asunto cada vez más complicado. Aunque esa enfermedad cerebral solo se había detectado en una vaca, el animal venía de un lote de otras ochenta imposible de rastrear, perdido en el mercado, y que a esas alturas probablemente ya habría sido consumido. En cinco años, Fellows creía que empezarían a morir algunos animales domésticos, en siete, algunos niños. Y dos o tres años después, el horror llegaría a los adultos. Fellows encontraba increíble que nadie estuviera preocupado. Cuando el gobierno decidió apoyar a la industria cárnica en lugar de velar por la seguridad pública, cuando el Ministerio de Agricultura sugirió que solo una décima parte de un uno por ciento del ganado debería ser examinado, nadie protestó. Al contrario, la gente todavía hacía cola en el Lincoln Boulevard para comer hamburguesas, cual manada de vacas que van rumiando de camino al matadero.

A Fellows siempre le había gustado la carne de ternera. Aunque el Pink Canary solo usaba ingredientes orgánicos, todavía evitaba la carne. Durante una temporada no pudo ni siquiera comer pollo por miedo a contagiarse de la gripe aviar, y se tuvo que alimentar de cerdo y cordero. La oferta alimentaria estaba evidentemente en constante evolución, algo que hacía la vida de un culturista especialmente difícil. Desde que empezó a entrenar, medía su consumo con precisión científica: un cuarenta por ciento de proteína, otro cuarenta de hidratos de carbono y un veinte por ciento de grasas, que solían provenir de dos cucharadas de aceite de lino que tomaba después de cada comida. La preocupación por la seguridad alimentaria solo le complicaba las cosas.

Observó a Harriet, que miraba el menú con sus dulces ojos azules. Tenía el pelo recogido como a él le gustaba.

—Creo que solo voy a pedir pollo —dijo él en voz baja—. Tú no has tomado los rigatoni esta semana.

—Estaba pensando en tomar berenjena.

—¿Lasaña de berenjena?

Sonrió mientras bostezaba.

—Sí. Lasaña de berenjena con salsa marinara y un té helado.

—Les pregunté si podíamos pedir medias raciones el otro día.

—No importa. Lo que no coma, me lo llevaré a casa. Me acosté tarde anoche y hoy quiero irme pronto a dormir.

Ahí estaba su confirmación de que estuvo con Burell la noche anterior. Lo podía ver en sus ojos. Fellows se volvió hacia su despacho, preguntándose si podría hacer aquella anotación en su cuaderno antes de que se le olvidara.

—¿Sucede algo, Martin?

Él negó con la cabeza.

—No, estoy bien.

No se olvidaría, pensó. No sería posible.

—Estoy bien —repitió.

Ella le dio un billete de diez dólares y Fellows se dirigió a la puerta. Hasta dos meses antes había estado convencido de que Harriet era una buena chica. Callada, sencilla, el tipo de mujer con el que siempre había soñado. Pensó incluso que podía ser la mismísima Virgen María, que había vuelto para visitarle y llevarle por el camino de la salvación. Ahora se daba cuenta de que la situación se había dado la vuelta y que era él quien necesitaba encontrar la manera de salvarla.

Ignorando a la recepcionista, se puso las gafas de sol, abrió la puerta y caminó a través del aparcamiento. A pesar de que el restaurante estaba a una distancia razonable para ir andando, hacía tanto sol que tendría que ir en coche. Tan solo diez minutos después ya estaba en la cola esperando su pedido y viendo a Finn a través de la ventana. Su amigo acababa de llegar y estaba sentado en su mesa, a la sombra, leyendo un periódico. Apenas capaz de calmar su impaciencia, Fellows se dirigió a la anciana que había tras el mostrador.

Era una mujer baja y robusta y estaba contando uno de sus chistes verdes al cliente que tenía delante de él. Fellows hacía meses que había dejado de escuchar su cháchara. Sin embargo, todos los que estaban sentados en la barra parecían pensar que tenía gracia y podía oír sus risas. Cuando por fin su pedido estuvo listo, avanzó hacia la caja registradora y pagó a la mujer con una sonrisa forzada, como si hubiese seguido el chiste, y añadió su diez por ciento habitual al tarro de las propinas. Luego cogió una bandeja, dos botellas de agua mineral y se apresuró a reunirse con Finn.

—Lo siento, Martin. No puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que volver al trabajo.

Fellows no dijo nada, pero intentó disimular su desilusión. Apartó las dos raciones de pollo con salsa, limpió el tenedor con una servilleta y empezó a comer la ensalada.

—Pareces cansado —dijo Finn—. Deberías haberte ido directamente a casa anoche al salir del gimnasio. En cambio, te fuiste a dar una vuelta en coche por la montaña.

Fellows se ajustó las gafas y miró a su amigo.

—No estoy cansado. Es la luz, hoy hay mucha claridad.

—Te da el sol que se refleja en esa ventana. ¿Quieres que te cambie de sitio?

Fellows miró al apartamento que había sobre el Pink Canary. Parecía que aquella luz brillante que rebotaba en la ventana le apuntaba directamente a él de entre toda la gente.

—Estoy bien —dijo—. ¿Qué me dices de esta noche?

—Todo preparado. Vamos a hacerlo.

Fellows bajó el tenedor con todo el cuerpo temblando de emoción.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? Anoche parecía que querías dar marcha atrás.

—No, Martin. No hay vuelta atrás. Tiene que ser esta noche. Estaré allí para cubrirte.

Finn sonrió. Con mano temblorosa, Fellows tomó otro bocado de su ensalada.

—¿Cómo lo hacemos?

—Ya te lo diré cuando lleguemos allí —contestó Finn—. Y hazme un favor. Deja de hablar con la boca llena. Nos está mirando todo el mundo.

Había cuatro mesas junto a la entrada del restaurante. Fellows se dio la vuelta para mirar por encima de sus gafas de sol. Cuando se giró de nuevo, ya nadie les miraba. Aun así, intentó masticar la ensalada sin hablar. Había algo distinto en el aliño. Un ingrediente nuevo que encontraba inquietante. Se preguntó si el aceite de oliva no se habría puesto rancio. Le preocupaba ponerse enfermo y arruinar los planes de su amigo para aquella noche.

—¿No te preocupa esto? —preguntó Finn mientras estampaba sus nudillos sobre el periódico.

Fellows echó un vistazo al artículo mientras tomaba un sorbo de agua. La policía había dado una rueda de prensa el día anterior y la historia estaba en primera página. Recordaba haberlo escuchado en la radio la noche anterior antes de marcharse del gimnasio. James Brant ya no era sospechoso de la muerte de su mujer. José López iba a salir de la cárcel, pero todavía no lo había hecho por motivos desconocidos. De acuerdo con la policía, los resultados del ADN relacionaban ambos asesinatos con una tercera persona.

Fellows dejó de leer y se giró hacia la playa para meditarlo. No la podía ver bien porque un indigente en patines que iba por el paseo empujando un carrito robado lleno de basura le bloqueaba la vista. Tenía puesta una camisa desaliñada y sus pantalones estaban muy sucios. Aunque no tenía ningún sentido de higiene personal o autoestima, sonreía. Una sonrisa que rayaba en la locura.

—¿Estás conmigo? —preguntó Finn—. ¿O es que estás pensando en otra cosa?

Fellows vio como el indigente iba patinando en pleno sol y desaparecía en el resplandor.

—El ADN es irrelevante —dijo finalmente.

Finn se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—Es tu ADN, Martin.

—Da igual de dónde provenga.

—Relaciona ambos asesinatos. Supongo que tu definición de irrelevante difiere de la mía.

—Si no dan conmigo, el ADN no indica nada —contestó Fellows—. Es un caso cerrado. Además, no lo pude evitar.

—Creo que estás tomando demasiados riesgos innecesarios. Deberías tener más cuidado.

—¿A qué hora? —se limitó a decir Fellows.

—No me estás escuchando.

—He escuchado todo lo que has dicho. ¿A qué hora? Finn se levantó de la mesa.

—Sobre las diez.