Capítulo 38
Lena se fijó en el helicóptero que había sobre la pista del tejado mientras caminaba hacia aquel edificio de color beis. Su trayecto matutino hasta el Centro de Mantenimiento de Expedientes en Piper Tech la había llenado de aprensión. Aquí era donde acababan los expedientes cuando una investigación se daba por imposible. Aquí era donde se quedaban cuando un caso se estancaba y a nadie le importaba ya lo que fuera de él.
Aquí era donde encontraría el expediente del asesinato de su hermano.
Hasta aquel día no había tenido el valor de acercarse. Nunca quiso saber los detalles. Nunca quiso recordar a su hermano por los datos que hubiera dentro de una carpeta. Pero la muerte de Holt lo había cambiado todo. Volvía a sentir aquella opresión permanente en el estómago.
Había pasado la mayor parte de la noche al teléfono con Novak. Juntos habían calculado la lista de gente que conocía los métodos de Romeo y se dieron cuenta de que no era tan pequeña como pensaron en un primer momento. Había que incluir a todo aquel que hubiese visto los escenarios del crimen de los casos de Teresa López y Nikki Brant. También los del FBI encargados del perfil. Todos los que procesaban pruebas en los laboratorios, la oficina del forense, cada detective de Robos y Homicidios y la mayoría del personal administrativo del Departamento. Aunque nunca hubiesen publicado los detalles del caso, tampoco se podía decir que fuesen muy secretos.
Abrió de golpe la puerta y se serenó al avanzar hacia el mostrador de recepción. Una mujer mayor de raza negra con un mono azul claro y gruesas lentes bifocales levantó la vista de su carrito, situado en mitad del pasillo central. Las estanterías eran largas y profundas, y reinaba el silencio en el ambiente, una quietud parecida a la de un depósito de cadáveres.
Tras colocar un fichero en una caja, la mujer se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa extraña, como si quizá Lena fuese un espejismo. Lena sacó la placa del cinturón y encontró el número del caso en su cuaderno. La mujer se acercó.
—¿En qué la puedo ayudar, joven?
—Tengo que ver un expediente, señora.
—¿Por qué no llamó antes?
—No he tenido tiempo —contestó Lena—. Y pasaba por el barrio.
La mujer le dedicó otra mirada, luego se sentó en la banqueta que tenía tras el ordenador. A pesar de la corta distancia que separaba aquel lugar del Parker Center, pocos detectives se acercaban a visitar el Piper Tech. Generalmente, el número del caso se daba por teléfono, los ficheros se enviaban por mensajero y llegaban hasta la mesa del despacho directamente. Era algo que Novak y ella habían hablado y sabían que no podían hacer en ese caso.
La mujer cogió la placa de Lena y la examinó con cuidado. Su cara demostraba curiosidad y sospecha. Si hubiese tenido antenas, estarían bien alerta en aquel momento.
—Es usted detective.
—Así es.
Lena deslizó el cuaderno por el mostrador y vio a la mujer teclear el número del caso en el ordenador. Tras unos instantes, la mujer se volvió hacia Lena desde la pantalla como si por fin hubiese entendido.
—Tiene usted el mismo apellido —dijo amablemente.
Lena pensó que estaba preparada para aquel momento pero, cuando no pudo articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza.
—Sé exactamente donde está, detective Gamble. Tardo solo un minuto.
—Gracias.
Tras ver a la funcionaría desaparecer entre los archivos se dio la vuelta. Escuchó los motores del helicóptero, primero un quejido, luego un sonoro batir de alas mientras cogían fuerza. Escuchar aquel ruido era infinitamente mejor que lo que había escuchado en la radio apenas diez minutos antes.
El asesinato-suicidio del caso Holt se había hecho público e incluía el nombre que la policía utilizaba para identificar al asesino en serie. Pero el asesinato de su hermano también era parte de la noticia. Un breve repaso, junto con la ironía de que ambos fuesen músicos y que la hermana de David Gamble fuese uno de los cuatro detectives que investigaban el caso. Desgraciadamente, la investigación de Romeo estaba suscitando muchas críticas innecesarias. Un catedrático de Teatro de una facultad local les había atacado por utilizar el nombre de un personaje de una obra de William Shakespeare. Con voz chillona, el hombre aprovechó la ocasión para declamar delante del micrófono y exigir que se cambiase el mote o se atuviesen a las consecuencias.
«¿Qué consecuencias?», se preguntó Lena.
Aquello se había convertido en otro circo, de los que solo ocurrían en Los Ángeles, y Lena se preguntó cómo manejarían los jefes los daños que aquello ocasionaría.
Se volvió hacia la recepción y vio que la mujer traía el expediente.
Sin dudar un segundo, Lena sacó un bolígrafo del bolsillo y cogió la tarjeta de salida del expediente. Fue a la primera línea vacía, pero paró en seco.
Stan Rhodes había sacado el expediente una semana después de que ella llegase a Robos y Homicidios. Según aquella tarjeta, se quedó con él toda una semana antes de devolverlo. Sus ojos buscaron quién había sacado el expediente antes de eso y se dio cuenta de que también había sido Rhodes. Se fijó en la fecha y se dio cuenta de que fue solo tres días después de que los detectives asignados al caso se diesen por vencidos y hubiesen enviado el fichero al archivo.
Sus motivos podían ser inocentes. Tenía que admitir que Rhodes podía tener una explicación sobre por qué tenía interés en examinar el expediente de su hermano. Sus razones podían haber sido profesionales, pensó, o incluso personales. Después de todo, habían compartido una historia. Si se hubiesen dado las circunstancias adecuadas puede que hubiesen compartido mucho más.
Lo que sin embargo le preocupó fue su firma. Estaba en la tarjeta, lo que quería decir que había ido hasta allí para sacarlo. No una vez, sino dos.
Notó una punzada entre los omoplatos. Hizo un esfuerzo por ignorarla, firmó la tarjeta y la deslizó por el mostrador. Cuando la mujer le alcanzó la carpeta, la agarró contra su pecho y salió del edificio. Antes de que se cerrase la puerta escuchó las palabras «Dios la bendiga», que la acompañaron mientras salía del aparcamiento y se perdía entre la radiante luz del sol.
Lena entró en el Blackbird, pidió una taza grande de café y echó una ojeada a su alrededor en la penumbra del local. A pesar de que había mucha gente, divisó una mesa libre junto a la ventana del fondo del bar.
El local estaba en silencio. Lo encontró reconfortante en cierto sentido. Aunque el edificio había sido anteriormente un taller de coches, el lugar parecía ahora un centro comunitario de lectura. El techo a dos aguas de aluminio ondulado estaba sin terminar. Era el único detalle arquitectónico que permanecía intacto tras la remodelación del local. Las paredes de ladrillo estaban repletas de libros y pinturas donadas por gente. Solo se escuchaba música clásica, algo que lo distinguía de cualquier otro local comercial de la ciudad.
Tomó un sorbo de café y sacó el expediente de su maletín. Se quedó mirando el nombre de su hermano en la etiqueta. Durante unos minutos se limitó a observar la carpeta, midiendo el tamaño y notando el peso en sus manos, hasta que por fin le empezaron a temblar los dedos. Cogió aire y la abrió.
Había sido un caso especial desde el principio. Una vez que identificaron a David como músico y hermano de una detective de la Policía de Los Ángeles, la investigación saltó de la División de Hollywood a Robos y Homicidios. Asignaron a dos detectives al caso: Barry Martin y Joe Drabyak. Lena miró sus nombres en la lista de contenidos. Se acordaba de sus rostros, la amabilidad con la que la trataron en todas las entrevistas, su bondad. Ambos se jubilaron antes de que Lena pasara a la División. Ambos se habían marchado de Los Ángeles cuando el caso se transfirió al archivo de Piper Tech para caer en el olvido.
El expediente estaba dividido en veintiséis secciones. Ofrecía un retrato completo de la investigación por orden cronológico. Lena encontró el informe del asesinato. Contenía una descripción de su hermano, junto con el lugar de Vista del Mar donde lo encontraron y la dirección de su casa en Hollywood Hills. El nombre de Lena figuraba en la casilla de «familiar más cercano». Sobre su nombre había tres casillas marcadas que indicaban que ella había descubierto el cuerpo, había informado del asesinato y había identificado el cadáver. La confirmación de que le había sido notificada la muerte de su hermano como familiar más cercano figuraba marcada a un lado, en una cuarta casilla.
Se encogió de hombros al ver la cantidad de burocracia redundante. Mientras repasaba el Registro Cronológico del caso, le pareció claro que tanto Martin como Drabyak habían planteado el caso como un robo frustrado. Que David había conducido desde el club hasta Vista del Mar para comprar droga, aunque Lena les había dicho que ya solo tomaba alcohol.
Habían sacado una bala del asiento del copiloto. Se habían encontrado restos de pólvora en el espejo retrovisor del conductor, en el cuadrante superior izquierdo del volante y en la palma de la mano izquierda de David. Basándose en la trayectoria de la bala y el análisis de los residuos de pólvora, creían que el pistolero habría disparado a unos treinta centímetros del coche. Tanto Martin como Drabyak estaban de acuerdo que la víctima había sido consciente de la amenaza. Ambos detectives creían que David retrocedió como pudo hasta el asiento del copiloto cuando le dispararon el único tiro a bocajarro.
Lena se imaginó la escena. Su hermano atrapado en el asiento delantero, en un intento inútil de parar la bala con la mano. Miró por la ventana un segundo, tratando de decidir si iba a poder seguir con aquello. Apartó el café y siguió, decidida, mientras colocaba el informe en su regazo.
Por el número de anotaciones del Registro Cronológico podía deducir que Martin y Drabyak habían trabajado en serio en el caso. Aunque sus primeras impresiones les llevaron a pensar en un intento de robo que había acabado mal, no se dejaron influir y mantuvieron la mente abierta a otras posibilidades. Y entonces, dos días después del asesinato, entrevistaron a Zelda Clemens.
Lena reparó en un círculo alrededor de ese nombre y que uno de los detectives lo había subrayado dos veces. Cuando llegaron los resultados de la autopsia la investigación cambió de curso.
Lena encontró en la sección diecinueve, el informe del forense, mientras ponía cuidado en evitar las bolsas de plástico, ya que sabía contendrían fotos de la autopsia. Fue el médico forense el que confirmó las sospechas de los detectives de que existía otra teoría más que posible. Al examinar el cadáver de su hermano la primera impresión que habían tenido todos del crimen cambió por completo.
No encontraron drogas ilegales en el cuerpo, pero sí un nivel de alcohol tan alto que el forense se preguntó incluso cómo habría podido conducir el coche. Superaba cinco veces el límite, por lo que David Gamble no habría necesitado, ni seguramente podido, ingerir o comprar ninguna otra sustancia. Y había pruebas de que había tenido sexo justo antes de su muerte. Había muestras que hacían patente que había practicado sexo vaginal y anal con una mujer antes de ser asesinado.
Surgió una imagen ante ella. La teoría que tanto Martin como Drabyak habían luchado por confirmar hasta el final. Zelda Clemens siguió al exnovio que la había abandonado hasta un callejón sin salida en Hollywood. Le vio con otra mujer en el asiento delantero. Vio el sexo, la borrachera, las aberraciones. Tocó la ventanilla. Enseñó el arma. Vio retorcerse al cabrón de su amante. Finalmente, apretó el gatillo y desapareció en la noche. David Gamble murió en Hollywood de un tiro proveniente de una zorra celosa que se dio a la fuga.
Lena pasó a la sección doce y leyó la declaración de Zelda. Estaba muy enfadada, incluso cuando Martin y Drabyak aumentaron la presión del interrogatorio. Pero no sirvió de nada. Una cita suya decía: «Me emborraché aquella noche, vi a David con esa zorra, me volví loca e hice el ridículo. Se me da muy bien, pero escuchad, panda de perdedores, lo único que hice fue irme a casa». Cuando le preguntaron que describiera a la mujer con la que Gamble salió del club aquella noche dijo: «solo me acuerdo de su culo y de lo buena que estaba».
Los de Investigaciones Especiales no pudieron confirmar que Zelda Clemens estuviera en el escenario del crimen. Los detectives peinaron las calles durante dos semanas, pero no pudieron encontrar un solo testigo. Tampoco encontraron ningún arma cuando registraron su apartamento. El análisis del vestido que llevaba puesto aquella noche tampoco ofreció ningún resultado.
Lena miró entre las entrevistas de campo. Solo unas pocas personas habían visto a David salir del club aquella noche y nadie fue capaz de describir a la mujer con la que se fue. La investigación se ralentizó después de aquello. Cuando Lena comprobó los informes de seguimiento, pudo notar por el tono de las anotaciones que el caso había ido cayendo poco a poco en el olvido. Peor aún, si había alguna conexión con la muerte de Tim Holt, la conexión permanecía escondida.
Volvió al Informe del Forense para echar un vistazo al resumen final del médico. Sabía que la causa de la muerte de su hermano era la hemorragia producida por la herida de bala. Pero mientras fue leyendo el informe, se enteró de más de lo que hubiera querido. El proyectil se rompió al impactar en el pecho de su hermano y un fragmento rozó la aorta antes de salir por debajo del omoplato. Como David era joven, la arteria no se había roto del todo al ser elástica y la sangre empezó a coagularse. La herida había empezado a cicatrizar y pasó por lo menos una hora antes de que por fin muriese.
Lena intentó no desmoronarse al conocer que la herida por sí misma no había sido determinante en su muerte.
«Es la opinión del médico forense que si la víctima hubiese permanecido quieta y hubiese recibido atención médica inmediata, habría podido sobrevivir».
Leyó la frase tres veces. Cerró los ojos y recibió aquel mazazo.
Nadie le había contado que habría podido sobrevivir.
Se centró en la sección diecisiete. Sus ojos buscaron la primera foto tomada en el escenario del crimen, la que había visto cuando sostuvo la linterna sobre su cuerpo y rezó para que solo estuviera dormido. Podía verle, tendido, en posición fetal con las manos entrelazadas entre los muslos junto al charco de sangre en el asiento del copiloto.
Nadie se lo había dicho.
Intentó concentrarse en su respiración. Sintió una presión en la cabeza mientras agachaba la mirada. Notó las gotas que caían por sus mejillas.
Sintió una tristeza infinita. Tan profunda, tan opresiva, que pensó que iba a acabar con ella.
—¿Qué haces aquí, Lena?
Escuchó aquella voz, salió de su ensimismamiento y levantó la vista. Había un hombre con traje oscuro delante de ella, pero tardó unos segundos en reconocerle.
—Por Dios, Lena, tienes el móvil apagado. El teniente quiere verte.
Era Tito Sánchez, que la estaba tratando de espabilar.
—No ha dicho que pueda esperar —dijo con premura—. Ha pedido que vayas inmediatamente.
Miró su café. No lo había probado. Cuando metió el expediente en su maletín, vio que Sánchez se había quedado mirando el nombre de su hermano que aparecía en el lomo de la carpeta. Vio que se daba cuenta de qué se trataba.
—Date prisa —dijo—. Es importante.
Miró a su colega mientras se levantaba. Parecía enfadado.