Capítulo 5

Entraba en el sueldo, pero eso no lo hacía más sencillo. Necesitaban fotografiar el cadáver en la escena del crimen e identificarlo. Necesitaban que James Brant afirmara que la foto del cadáver que Lena tenía en el bolsillo de la chaqueta era la de su mujer.

Brant estaba apoyado en la puerta abierta del coche y tenía la cabeza hundida entre los brazos. Lena se colocó junto a Novak al otro lado de la puerta, de cara a Brant.

—¿Adónde se va Tito? —preguntó Brant con voz temblorosa.

—Se ha acercado hasta donde está la Cruz Roja. Va a traerte un café.

Brant levantó la vista. Tenía los rizos del pelo plagados de gotas de lluvia. Lena siguió su mirada, dirigida hacia Sánchez, que cruzaba el jardín en dirección a una furgoneta que estaba aparcada delante de la casa contigua. La Cruz Roja se encargaba de facilitar alimentos y bebida al vecindario hasta que volvieran a abrir la calle. Y Sánchez iba a tardar un rato en traer el café, así lo habían decidido entre todos. Era mejor no agobiar a Brant, así que serían solamente Lena y Novak los que se encargarían de proceder a la identificación con él. Gracias a sus maneras amables, habían decidido que Lena llevara la voz cantante. Entretanto, el ojo entrenado de Novak y su experiencia estarían pendientes de la reacción de Brant.

—Quiero entrar —dijo Brant—. Quiero ver a Nikki, necesito abrazarla.

—Sentimos mucho su pérdida, señor Brant. Pero su casa es ahora considerada escena del crimen y hay personal policial trabajando dentro. Estamos tratando de averiguar qué sucedió.

—Quiero verla —insistió Brant, cuya voz ronca parecía salirle de las entrañas. Tenía la cabeza agachada y miraba hacia el suelo. Apretó el puño, con el que golpeó el interior de la puerta y después se levantó. Lena se percató en aquel instante de por qué los libros sobre negocios estaban colocados a la altura de los ojos y los de arte en las estanterías más bajas del estudio. James Brant mediría un metro noventa. A su mujer, que mediría fácilmente unos treinta centímetros menos, se la habría podido considerar bajita. Los libros se habían colocado de manera práctica, conveniente para los dos.

—Está ahí sola. Debería estar con ella. No se merecía esto.

—No, no se lo merecía —asintió Lena—. Y estoy de acuerdo que todo esto es una auténtica mierda.

No sabía si era por su tono de voz o por las palabras que utilizó, pero Brant desvió la vista de la casa y la dirigió hacia ella. Su mirada se afiló y los músculos de su cara y cuello comenzaron a crisparse. A pesar de llevar puesto un traje, Lena pudo apreciar que Brant era de complexión fuerte y estaba muy en forma. Estaba claro que había practicado algún deporte en su época de estudiante, quizá fútbol americano o fútbol, y todavía parecía cuidarse.

—Si está de acuerdo —dijo—, entonces, ¿por qué no me deja verla? Necesito saber qué ocurrió.

—Nosotros también, señor Brant. Cuanto antes lo entienda, mejor para todos.

Se lo pensó unos instantes mientras su mirada se perdía y volvía a sus pensamientos.

—Ya le he contado a Tito todo lo que sé. Llegué a casa y la encontré… así.

—Ya lo sabemos. Ha debido ser extremadamente difícil. Sepa que apreciamos todos sus esfuerzos.

Sánchez ya les había puesto al corriente sobre su conversación con Brant. Había sido parte de la estrategia. Mientras el resto estaban ocupados dentro de la casa analizando la escena del crimen, Sánchez se había aproximado a Brant y había intentado ganarse su confianza. James Brant tenía veintiocho años y era el jefe de contabilidad de Dreggco Corporation, una empresa de biotecnología de reciente creación situada justo al sur de Venice Beach. Lena había estado en lo cierto: tenían problemas de dinero. Brant había conseguido el empleo gracias a su juventud y a que había accedido a aplazar parte de su remuneración a cambio de poder participar en un negocio apasionante. La empresa estaba haciendo dinero con sus investigaciones. Si la empresa funcionaba, todos saldrían beneficiados. Y si la cosa iba mal, al menos Brant podría salir de allí con la experiencia suficiente como para poder aspirar a otros puestos de trabajo. Según Tito, parecía que la empresa había hecho un descubrimiento gracias al cual iban a obtener enormes beneficios en una operación de compraventa. Brant le había contado a Tito que llevaban más de una semana trabajando a destajo día y noche. Que todo pivotaba sobre los cálculos que él hacía. Que las cosas no iban mal con Nikki y solo llevaban casados dos años, pero no había sido fácil. Vivían del sueldo de ella, que no era muy alto: daba clases en una pequeña facultad de arte al otro lado de Glendale. Después de la hipoteca no les quedaba para mucho más.

—La quería —dijo—. Todo era perfecto hasta ayer.

—¿Perfecto? —preguntó Lena.

Brant levantó la mirada hacia Lena y la sostuvo un rato.

—Perfecto —dijo—. Hasta ahora.

—Señor Brant. Necesito mostrarle algo. No va a ser bonito.

Brant parecía saber qué tocaba a continuación. Se agarró con la mano derecha al borde superior de la puerta como si se agarrara a las cuerdas de un cuadrilátero. Parecía como atontado, como si no le quedaran fuerzas para un último round.

—Enséñemela —dijo.

Lena echó un vistazo a Novak, pero los ojos de su compañero no se despegaron de Brant. Sacó la instantánea del bolsillo, la que mostraba el rostro de Nikki Brant asomando a través del agujero de la bolsa de plástico. Mientras sostenía la foto en la mano, Lena intentó medir la reacción de Brant. En vez de mirar la foto y alejar la mirada como intentando olvidar lo que había visto, Brant miró fijamente la imagen de su mujer y pareció derrumbarse.

—¿Es esta su mujer, señor Brant?

Movió la cabeza de arriba abajo, incapaz de contestar. Después comenzó a temblar y, tras un momento, cerró los ojos, se dejó caer sobre el asiento delantero y se agarró la cabeza con ambas manos. Los sollozos llegaron en ráfagas, largos y profundos, seguidos de grandes bocanadas para coger aliento. Lena los podía sentir, desgarradores, como una puñalada.

Guardó la foto en su chaqueta y se alejó del coche junto a Novak.

—¿Crees que es sincero? —preguntó.

Cuando su compañero asintió, Lena estuvo de acuerdo. Se sentía mareada.

Era parte de su trabajo, pero eso no lo hacía más fácil. Enseñarle la foto a Brant no solo parecía absurdo sino también innecesariamente cruel. Le vio a través del parabrisas y escuchó sus sollozos. Era una agonía pura la que se colaba en aquel barrio tranquilo a través del bosque. El sonido de alguien golpeándose contra una pared sin ningún sonido de coches que amortiguase el ruido del golpe. Conocía el tono y la cadencia por experiencia propia. Era el sonido indeleble del paraíso perdido.