Capítulo 9

No tan clara…

Lena le empezó a dar vueltas a la idea mientras se acostumbraba a la precaria palanca de cambios del coche que le había facilitado la división de Robos y Homicidios.

La clave a la hora de entrevistar a alguien estaba en empezar despacio e ir aumentando la presión hasta llegar al momento decisivo. Ese momento llegó cuando Plashett llamó a su despacho a los ayudantes de Brant y ambos admitieron haber sido los últimos en salir del edificio y no saber exactamente por qué se les había dejado marchar. Brant les había dicho que parecían estar muy cansados, que todavía era jueves y que, de todas formas, tendrían que trabajar durante el fin de semana. Brant parecía intranquilo la noche anterior, como si quisiera estar solo.

No tan clara.

Como la empresa era una extensión del trabajo universitario de Plashett, la seguridad era escasa y no había manera de saber cuándo había salido Brant del edificio para marcharse a su casa. Todavía peor, cuando revisaron el ordenador de Brant, comprobaron que el último archivo que había guardado coincidía con la hora a la que los ayudantes de Brant se habían ido a casa: las diez de la noche, y no las cinco de la mañana.

James Brant no tenía coartada; no se podía confirmar la historia que le había contado a Tito Sánchez.

De cualquier forma, lo que no estaba tan claro era conseguir mantener la mente abierta: seguir la dirección que marcaban las pruebas sin dejarse despistar por detalles secundarios; mantener firme el volante y evitar esa bifurcación en la carretera que te hace perder el rumbo.

Lena miró de reojo a su compañero antes de volver a fijar la mirada en la autopista 134 para tomar la salida de Linda Vista. La facultad en la que Nikki Brant daba clases de Historia del Arte estaba justo al otro lado de Glendale, en las colinas que daban al Rose Bowl. Novak sorbía otra Coca-Cola Light que había sacado de la nevera que guardaba en el maletero, mientras aparentaba leer uno de aquellos folletos de viajes para su jubilación. Lena creía que fingía porque el folleto que leía hablaba de un terreno en Idaho, el estado que todos los policías de Los Ángeles elegían para retirarse. Una semana después de conocerle, Lena había conseguido quitarle de la cabeza lo de Idaho. Le gustaba pescar pero prefería el sabor del salmón al de la trucha. Además, solo tenía cincuenta y tres años, había dejado de fumar y de beber y tenía por delante por lo menos un tercio de su vida. Si iba a lanzarse a la gran aventura, el noroeste del país parecía la elección más adecuada. Desde que Lena le había mencionado sus viajes a Seattle con la banda de su hermano, y le había descrito cómo era la costa, Novak parecía enormemente interesado y había empezado a compartir con Lena las opciones que consideraba, como si de repente necesitase su aprobación.

—No me digas que te estás pensando otra vez lo de Idaho —le dijo Lena.

Novak soltó el folleto y le mostró un artículo que había señalado en una de sus revistas de pesca, donde se veía la foto de una platija colocada sobre unos tomates en vez de sobre hielo.

Lena meneó la cabeza.

—No lo entiendo —comentó—. ¿Por qué ponen el pescado sobre los tomates?

—La temporada de los tomates es muy corta, son muy sensibles al frío. Sin embargo, una platija puede sobrevivir en aguas heladas porque tiene un gen que le permite hacerlo. Identifican ese gen y lo trasplantan al tomate.

—Eh… —dijo Lena—. Ya, un gen anticongelante. Por eso me saben tan bien los tomates que compro en la tienda. ¿Pero qué tiene esto que ver con Idaho?

—Exactamente lo que has comentado tú. Los tomates ya no saben a nada. No recuerdo cuándo he comprado uno que tuviera algo de sabor. Puede que ya hayan añadido el gen y no nos hayamos enterado.

—¿Adónde quieres llegar con todo esto, Hank?

—Al menos en Idaho uno puede comprarse un terreno y cultivar sus propios tomates.

—Puede que sí. Pero también creo que lo puedes hacer en cualquier otro lugar.

—¿Y qué hay de la temporada del tomate? En Seattle no debe durar mucho. Hace demasiado frío. ¿Qué pasaría si me lanzo y me doy cuenta de que necesito el maldito gen anticongelante?

Lena lo observó durante un rato largo. Vio el brillo de sus ojos y las comisuras de la boca curvadas hacia las mejillas.

—¿Cuántos tomates piensas comer Hank?

—Muchos —contestó—. Eso mientras no me acuerde del pescado al metérmelos en la boca.

Comenzó a reírse. Se habían permitido una pequeña broma. Un pequeño descanso después de haber pasado una mañana con un cadáver y haber presenciado el mundo terrible que les pagaban por ver. Cuando llegaran a la facultad iban a tener que dar de nuevo la mala noticia a otra persona. Más tristeza para un día que volvía a la cruda realidad y a llenarse de oscuridad.

Lena pasó delante del Rose Bowl y giró a la izquierda al llegar al semáforo. Atravesó otro barrio tranquilo, asentado en las colinas y envuelto en una vegetación exuberante. A unos ochocientos metros cuesta arriba, la pendiente se hacía más abrupta y las urbanizaciones daban paso a un terreno baldío sin edificar donde doradas hierbas altas se mecían en la brisa. Al girar hacia la entrada y adentrarse en el sendero, aparecieron ante ella, al otro lado del valle, las montañas de San Gabriel. A pesar de lo avanzado de la estación, al este se divisaban varios picos nevados. Las vistas desde aquella altura eran espectaculares.

Lena escuchó cómo Novak tiraba la revista al suelo. Se concentró de nuevo en el camino de entrada mientras el coche pisaba un bache de seguridad. Al tomar suavemente una curva apareció ante ellos, detrás de los árboles, un enorme edificio negro. La construcción se asentaba en lo alto de dos colinas, y el camino de acceso pasaba justo por debajo de ella. Lena no estaba segura de si le recordaba a un edificio de veinticinco plantas caído de costado o a un puente de acero y cristal negros incrustado en las colinas. Le agradaba, aunque no sabía por qué. El estilo arquitectónico le traía recuerdos ya olvidados del pasado, de cuando se preguntaba quien quería ser y qué quería llegar a conseguir, hacía ya mucho tiempo.

Se sacudió esos recuerdos de la cabeza y avanzó por debajo de la construcción hasta el aparcamiento situado al otro lado del edificio. Al salir del coche no pudo evitar echar otro vistazo. El edificio constituía el campus entero, asentado en la cima del mundo.

Elvira Gish se quedó desconsolada al conocer la noticia. Sentados en una mesa de la cafetería, le habían contado quince minutos antes un relato aproximado y sin demasiado detalle del espantoso crimen. La mujer parecía todavía muy trastornada.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Novak.

Gish, que tenía la vista fija en una botella de agua, intentaba serenarse.

—Deme otro minuto, por favor —pidió.

Lena se quedó callada estudiando la reacción de aquella mujer de mediana edad. Todo parecía lógico, excepto aquel tenue brillo de odio que había visto asomar en sus diáfanos ojos verdes.

—Cuénteme otra vez lo que ha sucedido —dijo Gish.

Novak habló en voz baja.

—Le hemos contado todo lo que podemos. Usted trabajó con Nikki Brant durante… veamos… ¿dos años?

—Sí, dos años —repitió Gish.

Lena se fijó en un grupo de seis o siete estudiantes que les estaban mirando desde el otro lado de la sala. Sabía que se habían dado cuenta de que eran policías y además portadores de malas noticias. Se volvió hacia Gish, que no podía parar de moverse en su silla. Su pelo castaño claro tenía algunas canas y lo llevaba sujeto en una coleta. Su cara era redonda, sin ángulos y suave, con arrugas en las comisuras de los labios y alrededor de los ojos. Lena le preguntó a Novak con un gesto de su mirada si debían empezar. Él asintió despacio y sacó un cuaderno y un bolígrafo del bolsillo.

—El estudiante de recepción —dijo Lena— nos dijo que ustedes eran amigas.

—Sí, en efecto —asintió Gish.

—¿Alguna vez la oyó mencionar que tuviera algún problema con algún estudiante o profesor?

—Nikki le gustaba a todo el mundo. Era una de las profesoras más populares.

—Y ustedes eran amigas —dijo Lena—. Ella le contaba confidencias.

—Sí.

—¿De qué solían hablar?

Gish se giró hacia Lena. Su rabia era ahora mucho más patente.

—De su marido —soltó—. De eso es de lo que hablábamos a menudo.

—¿Había algún problema? Su marido dijo que su matrimonio era perfecto.

—¿Usó él esa palabra o lo dice usted?

—Son palabras textuales —contestó Lena.

Gish se inclinó en la silla mientras reflexionaba. Estaba tratando de decir algo, de decidirse.

—Nikki quería tener hijos y él no —dijo por fin.

—Así que ese tema era motivo de discusión.

Gish asintió.

—Nikki era huérfana y quería tener hijos. Necesitaba ser madre. Era algo muy importante para ella.

—Mucha gente discute. ¿Qué es lo que intenta decir exactamente?

—Llevo casada diez años —dijo Gish—. Lo suyo era algo más que discusiones, iba más allá. Nikki tenía miedo de su marido, estaba atemorizada.

—¿Alguna vez fue violento? ¿La pegó en alguna ocasión?

—No estoy segura. Hace tres meses le vi un moratón en el brazo, justo encima del codo. Cuando le pregunté qué era aquello me dijo que se había caído.

—¿La creyó?

—En aquel momento no sospeché nada. Pero ahora sí. Su matrimonio se centraba exclusivamente en él, no en ella. Al menos, así me lo parecía a mí.

—¿Vio más hematomas alguna otra vez?

—Por la forma que tenía de vestir, me resulta imposible saberlo. Podría haber habido más y nunca me habría enterado.

—¿Se cogió algún día de baja?

—Adoraba dar clase. No recuerdo que nunca faltara a ninguna.

Lena lanzó una mirada a Novak y sacó una tarjeta de su bolsillo, escribió su nombre y su número de teléfono y se la alcanzó a Gish.

—¿Ni siquiera los detectives pueden permitirse tarjetas de visita? —preguntó Gish.

Lena la miró a los ojos y se encogió de hombros.

—Tengo otra pregunta —dijo.

La mujer asintió mientras guardaba en el bolsillo la tarjeta de Lena.

—¿Dijo alguna vez la señora Brant que tenía miedo de su marido, o es algo que usted intuía?

Gish miró fijamente a Lena y su rostro se endureció.

—Son palabras textuales —contestó.

—¿Cuándo se lo dijo?

—Hace tres días. Después de que confirmara su visita con la ginecóloga. Yo estaba en su despacho cuando colgó el teléfono.

Lena intentó no dejar traslucir ninguna emoción.

—¿No sabrá por casualidad el nombre de su doctora?

Gish asintió y bajó la vista hacia la mesa, incapaz de hablar mientras la realidad de lo que parecía haberle sucedido a su amiga sobrevolaba el edificio como una bandada de negros cuervos acechando el valle.

Era solo una corazonada, pero el trayecto de quince minutos hasta el sur de Pasadena había merecido la pena. Novak se guardó para sí sus impresiones y se mantuvo callado, ignorando los folletos que se apilaban a sus pies. Por el gesto de su rostro, Lena dudaba que estuviera pensando en Idaho o en Seattle, ni tampoco en tomates transgénicos.

Se había acabado la tregua. Novak podía ser un policía pero también era el padre de tres hijas.

Avanzó hasta el semáforo en Orange Grove y giró a la izquierda en Mission. Tras tres o cuatro manzanas divisó el edificio que buscaba enfrente de una librería, y giró hacia el aparcamiento. Elvira Gish conocía a la ginecóloga de Nikki puesto que también era la suya. Estaba cerca del trabajo y no demasiado lejos de las consultas del hospital de la avenida Fair Oaks. Lena conocía el barrio porque su hermano la había traído a aquella librería en más de una ocasión. Book’em Mysteries, especializada en novelas policíacas, era una de las favoritas de David. Con los años se había hecho muy amigo de los dependientes. Pero no era en eso en lo que pensaba mientras cruzaban el aparcamiento y entraban al edificio.

La doctora Sarah Colletti estaba sentada en su escritorio, intentando aparentar tranquilidad mientras le preguntaban sobre su antigua paciente. Había interrumpido sus consultas sin protestar en cuanto aparecieron en la recepción y explicaron quiénes eran. Tendría más o menos la edad Lena y en días normales tenía aspecto de ser una persona de sonrisa agradable y cálida. Pero esa sonrisa había desaparecido en cuanto cerraron la puerta de la consulta y Novak le había comunicado que Nikki Brant había sido asesinada.

—Estaba embarazada, sí —confirmó Colletti—. Se lo confirmé ayer. Estaba radiante.

Aquella confirmación pesaba en el ambiente: Nikki Brant estaba embarazada en el momento en que había sido apuñalada de muerte.

—¿Con qué frecuencia la solía ver? —preguntó Lena.

—Al principio, una vez al mes, después cada dos semanas más o menos. Nikki tenía muchas ganas de tener un bebé. Había tenido un par de falsas alarmas.

Novak repasó las anotaciones de su cuaderno y tomó la palabra.

—¿Alguna vez vio algún hematoma o marca al examinarla?

Colletti se volvió hacia él pero no contestó.

—Una amiga suya nos dijo que había visto un moratón en el brazo de Nikki, hace unos tres meses —dijo Novak—. Nos acaba de decir que la veía al menos una vez al mes. Me pregunto si usted también lo vio.

La doctora negó con la cabeza.

—¿Y en su vagina? —preguntó Novak.

—Nunca vi ningún hematoma ni ningún desgarro o laceración, ninguna pista sobre sexo no consentido. Si lo que me pregunta es si Nikki tenía problemas con su marido, le diré que nunca lo mencionó. Cuando le di la noticia del embarazo estaba radiante. Le receté un medicamento para las náuseas, nada más.

Lena anotó el nombre de la medicina mientras se preguntaba por qué no habrían encontrado las pastillas en la casa.

—¿De cuánto estaba? —preguntó.

Colletti estuvo a punto de venirse abajo pero consiguió mantener la compostura. Sacó un papel de un archivador y se lo acercó a Lena. Novak se aproximó para poder ver mejor. Era una imagen de la ecografía. La foto de un feto con manos y pies, acurrucado en el vientre.

—Estaba de diez semanas —dijo Colletti—. Quería que fuese niño, pero era demasiado pronto para saberlo.

Novak se quedó mirando la ecografía durante un buen rato antes de devolvérsela a la doctora. De vuelta a la entrada, antes de salir del edificio, oyó cómo Colletti le decía a la recepcionista que retuviera su siguiente consulta durante quince minutos y vio cómo cerraba la puerta. Había mantenido bien la compostura, pensó Lena, pero no era difícil imaginar qué estaría haciendo en estos momentos. El día anterior había tenido el placer de comunicar un embarazo a una mujer joven que soñaba con ello y le había mostrado la foto del bebé. Hoy, en cambio, ninguno de los dos existía ya.