Capítulo 3
Lena giró en la última curva en Gower y tomó la empinada pendiente con la facilidad de un 737 a punto de aterrizar. La carretera se transformó en una recta al llegar al Pink Casde, construcción que era todo un referente y en el que nadie había querido vivir hasta que por fin, unos quince años antes, lo transformaron en apartamentos de lujo. El edificio, pintado en un rosa chillón, había recibido ese apodo[1] desde que Lena recordaba.
Vio la señal de Stop, pero en vez de frenar, apretó hasta el fondo el acelerador hasta llegar a un semáforo en rojo. Franklin parecía despejada, pero también lo parecía la autopista de Hollywood. Mientras esperaba a que cambiase la luz consideró qué ruta tomar. Oak Tree Lane debía estar como mucho a unos veinticinco kilómetros, pero a la hora punta aquella distancia podía suponer fácilmente una hora y media de viaje. En Los Ángeles la hora punta empezaba a las seis y media de la mañana y podía durar hasta las ocho y media de la noche. Incluso sin necesidad de un atasco, Sunset serpenteaba por las colinas como en una espiral y estaba plagada de semáforos. Podría llevarle una hora llegar hasta el Westside.
Comprobó la hora en el reloj del salpicadero y volvió a considerar la 101. Si se incorporaba a la autopista, los primeros ocho o diez kilómetros iría en dirección contraria, hacia el centro de la ciudad. Pero si tenía la suerte de llegar al centro y la carretera estaba medianamente despejada, podía incorporarse a Santa Mónica Boulevard y reducir el tiempo de su trayecto a la mitad.
Mientras sopesaba su decisión, le invadió una sensación de déjá vu. Ya había estado en esa situación anteriormente, pero no caía cuándo. Mientras repasaba lentamente su memoria, aquella sensación de opresión fue cediendo hasta desaparecer. Lena se preguntó si no se debería a que sus nervios le estaban jugando una mala pasada.
El semáforo se puso en verde. Lena cruzó Franklin, decidió arriesgarse y tomó una curva hacia la autopista, acelerando el coche a trompicones mientras se incorporaba. Se situó en el carril izquierdo a unos 130 kilómetros por hora y se tranquilizó.
Se alegró de no conducir uno de los coches del Departamento. Aunque en su división los coches iban de incógnito, si rascabas un poco la superficie te encontrabas con un viejo coche patrulla negro y blanco. Lena llevaba ya muchos kilómetros rodados como para saber que incluso en su mejor momento, esos coches iban dando tumbos y chirriaban en las curvas. Para cuando tocaba renovarlos, iban tambaleándose por la carretera como barquitos de juguete. Su coche había estado en el taller los últimos tres días y, a pesar de ser un coche viejo, Lena sentía un gran alivio en poder conducirlo de nuevo.
Puso la mano en la palanca de cambios y redujo la marcha al salir de la autopista e incorporarse a la 110.
Se dirigía hacia el sur e iba rodeando la ciudad ahora iluminada bajo un sol brillante. Después de un kilómetro y medio tomó finalmente la carretera que llevaba al oeste y se dirigió hacia esa zona, que estaba todavía envuelta en nubes oscuras. Levantó el visor cuando percibió que la claridad del día cedía. Se dio cuenta de que había merecido la pena arriesgarse: la carretera que se dirigía hacia al océano parecía estar despejada. Pero cuando se acomodó en el asiento y cogió su café volvió a experimentar esa sensación de déjá vu. Esta vez la impresión tuvo más fuerza, casi la oprimía.
Novak había dicho que Oak Tree Lane daba a Brooktree. ¿Por qué le resultaba aquello tan familiar?
Al fin cayó en la cuenta de que ya conocía aquella parte del barrio. Había sido hacía cuatro años, cuando Lena trabajaba en Narcóticos. Un maleante llamado Rafi Miller tenía medio kilo de droga muy adulterada, y la estaba vendiendo a mitad de precio porque era tan mala que los compradores se morían antes de siquiera poder colocarse. Los rumores que circulaban tampoco le estaban haciendo ningún favor a su reputación. Para cuando Lena y su compañero le localizaron y le hicieron una oferta, Rafi estaba ansioso por llegar a algún acuerdo.
Lena le dio otro sorbo a su café mientras recordaba aquella operación.
Se acordó de cómo Rafi escogió un lugar alejado y de cómo había insistido en que fuera Lena sola. Rustic Canyon Park estaba situado en un barrio tranquilo cerca de la costa y no tenía más que una piscina pública y un par de pistas de tenis. Todavía se acordaba de la cara de Rafi cuando salió de su Mercedes amarillo y le guiñó un ojo desde la oscuridad. También del penetrante olor a vinagre que desprendía la heroína abierta cuando Rafi le alcanzó una muestra y le aseguró que aquel era «caballo de primera».
El extremo sur de Brooktree Road estaba a media manzana del parque. Lo habían cercado aquella noche, puesto que era una posible ruta de huida de Rafi en caso de que la cosa se desmadrara y el camello decidiera salir corriendo.
Así que al fin resultaba que Lena sí conocía aquella zona.
Miró por la ventana hacia el mar mientras conducía por la 10 y luego por la Pacific Coast Highway. Ya no se veía el sol, escondido entre una bruma espesa que chocaba continuamente contra el parabrisas. Puso en marcha el limpia y giró a la derecha en West Channel para abrirse camino colina arriba a través de unas callejuelas estrechas. En unos minutos, entre la oscuridad reinante, localizó Rustic Canyon Park. Giró luego a la izquierda para coger Brooktree. Mientras bajaba la pendiente vio las luces de las sirenas de los coches del Departamento y a un agente de pie delante de un pequeño puente de madera. Bajó la ventanilla, miró hacia el riachuelo mientras buscaba la placa y se la mostraba al agente. Cuando este la dejó pasar, Lena se entretuvo un rato en el puente y miro calle abajo; le pareció que se adentraba en un pequeño pueblecito de un bosque.
Novak había estado en lo cierto. No había necesitado la dirección exacta de Oak Tree Lane. Pasó de largo una hilera de coches patrulla y se fijó en la cinta amarilla que acordonaba la escena del crimen y que ya habían colocado alrededor de la casa. Solo habían dejado una entrada abierta junto a la acera, para que pudiera acceder al lugar el vehículo de la División de Investigación Científica. Pero el forense ya había llegado y Novak le estaba ayudando a aparcar. Había dejado suficiente espacio para lo que Lena supuso sería el puesto de mando temporal, que situarían bajo el canalón del tejado. Novak la localizó y la saludó con la mano. Lena correspondió al saludo con un ligero movimiento de cabeza y avanzó hasta encontrar un hueco donde aparcó, tres casas calle abajo.
Había agentes uniformados repartidos por toda la calle llamando a las casas de los vecinos en busca de alguna pista relevante. Lena apuró el café, notando su mente más despejada gracias a la cafeína. Luego salió del coche y empezó a caminar en la niebla. Estiró las piernas, respiró profundamente y soltó el aire lentamente. Parecía realmente limpio, libre de contaminación. Percibió una brisa ligera, con un aroma a tierra salpicado de un cierto olor a eucalipto. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue el silencio reinante. No se oía ni la autopista ni el ruido del tráfico al incorporarse a la Pacific Coast Highway. No se escuchaba nada, aparte de los pájaros y del ruido del agua al caer sobre las rocas del arroyo. Tras abrir el maletero y coger su maletín, echó una mirada a la calle. Las viviendas eran dos o tres veces más grandes que la suya, algunas incluso mucho más, pero todas estaban situadas muy cerca de la carretera. En California es muy típico que la privacidad de una vivienda quedara relegada a la parte posterior de la casa, mientras que en la parte delantera, las estrechas calles quedaban tan solo parcialmente tapadas con vallas o muretes de piedra con verjas de hierro.
Aquí parecía que el paraíso podía durar más de quince minutos. A no ser, claro está, que hubieras tenido la mala suerte de vivir tres casas más adelante.
Cerró el maletero con fuerza y escuchó ladrar a un perro en la casa frente a la que había aparcado. Empezaba a alejarse cuando, de pronto, se abrió una puerta. Lena se giró para mirar y vio cómo un terrier blanco atado a una correa salía corriendo hacia la verja seguido de un hombre de mediana edad que llevaba puesto un albornoz.
—Disculpe —gritó el hombre—. ¿Sabe usted qué ha sucedido?
Lena se colgó el maletín al hombro.
—¿Han pasado ya por aquí los agentes? —preguntó.
El hombre negó con la cabeza, asustado.
—Me llamó un vecino para contarme que habían asesinado a alguien y que podía tratarse de Nikki.
—Entonces sabe lo mismo que yo.
Hubo un minuto de silencio durante el cual el hombre se mostró visiblemente afectado. Normalmente, Lena habría cortado la conversación. Pero vio el termómetro exterior que había en la casa, comprobó su reloj y se dirigió a la verja de entrada. A las siete menos cinco hacía tan solo nueve grados. Avanzó otro paso. El perro comenzó a ladrar de nuevo, meneando la cola y tratando de atravesar la cerca. El hombre apretó la correa pero Lena notó que lo hacía con suavidad.
—¿Qué tal durmió su perro anoche? —preguntó Lena.
—No muy bien. De hecho, nos despertó en mitad de la noche —contestó el hombre.
—¿A qué hora?
El hombre pareció meditar un momento, ahora más relajado.
—Sobre la una y media. Luego comenzó a ladrar de nuevo a las dos.
—¿Y después?
—Durmió plácidamente mientras mi mujer y yo no parábamos de dar vueltas en la cama.
El hombre miró a Lena con una sonrisa. Estaba claro que quería a su perro.
—¿Suele ladrar mucho por la noche? —preguntó Lena.
—Solamente cuando se nos olvida cerrar la verja y los coyotes pululan por el jardín trasero por la noche. Pero anoche me fijé que estaba cerrada.
Lena vio aparecer el camión de la División de Investigación Científica al doblar la esquina de la calle.
—¿Cómo se llama su perro?
—Louie —replicó el hombre con orgullo.
—Pues asegúrese de hablarles a los agentes sobre Louie cuando se pasen por aquí.
El hombre asintió. Lena sacó del bolsillo una tarjeta de visita genérica que le había proporcionado el Departamento y anotó su nombre y su número de teléfono. Había hecho un pedido de tarjetas personales la semana anterior y, al igual que ocurría con su teléfono móvil, tendría que correr ella misma con los gastos. Le alcanzó la tarjeta al hombre y le pidió sus datos. Anotó la información mientras protegía su libreta de la llovizna. Rodeó con su lápiz la hora a la que el perro había empezado a ladrar la noche anterior. Era solo una corazonada, pero cabía la posibilidad de que el forense y el patólogo pudieran casarlo con la hora de fallecimiento de la víctima.
Se guardó la libreta en el bolsillo de la chaqueta, dio las gracias al hombre y se dirigió calle abajo. Al pasar por delante de un seto, y a través de la neblina, apareció en su campo de visión la casa donde se había cometido el crimen. Parecía algo más antigua que las de alrededor. Habría sido construida en la década de los veinte y daba la sensación de haber sido la caseta de entrada de una vivienda más grande que podría estar escondida tras el follaje. La fachada era una mezcla de guijarros y de tablas de cedro que habían sido barnizadas con un tono más oscuro. Por entre las juntas de la pizarra del tejado sobresalían trozos de musgo. Detrás de la casa se podía ver un conjunto de sicómoros y dos enormes robles. Las copas de los árboles parecían proporcionar una sombra bastante tupida, por lo que Lena pensó que ni siquiera en un día despejado aquel lugar podría disfrutar de demasiada luz.
Pasó por debajo de la cinta amarilla del cordón policial. Un agente se le acercó con un bloc donde anotó su nombre y número de placa. Mientras cruzaba el jardín delantero hacia la entrada de la casa pudo comprobar la tensión que reinaba en el ambiente. El personal técnico de la policía estaba absorto preparando su material; centrados en su tarea apenas hablaban o lo hacían en susurros. No reconocía a ninguno de ellos, excepto a una figura corpulenta con la piel color café con leche que saltaba en ese momento del camión de la División de Investigación Científica. Lamar Newton le lanzó una sonrisa inquieta, se rascó la cabeza, se sentó en la cerca trasera y abrió la funda de su cámara. Se conocían desde la operación de Rustic Canyon Park. Habían montado dos cámaras equipadas con lentes de visión nocturna en la copa de los árboles. Mientras Lena se reunía con Rafi Miller, Lamar había estado grabando toda la operación en vídeo desde el centro comunitario del parque. Aquella noche les había unido mucho y habían trabajado muy bien juntos desde entonces.
Lena rodeó la furgoneta del forense y se topó con Novak, que estaba subido a una escalera de dos metros atando una lona azul al canalón de desagüe de la casa. Parecía preocupado por lo que se pudiera ver desde Brooktree Road. Le dio un sorbo a su lata de Coca-Cola Light mientras acababa de ajustar la lona. Si llegaban los medios de comunicación vendrían con cámaras y lentes de largo alcance, quizá incluso lectores de labios. Novak intentaba con ello que pudieran trabajar con un poco de privacidad.
—No has tardado mucho en llegar —comentó mientras descendía de la escalera.
Pudo notar su sonrisa forzada y la mirada de cansancio en sus ojos azules. También cómo las canas se iban mezclando con su cabello rubio y su tez cenicienta. Parecía diez años mayor que antes de cogerse aquel día libre. Lena volvió a notar aquella opresión en el estómago.
—Ya has echado un vistazo, ¿verdad? —preguntó Lena.
Él asintió. Novak había sido el primero en llegar y había tenido la oportunidad de ver la escena del crimen.
—¿Tan horrible es?
Novak tardó un rato en hablar. En su lugar, dirigió la mirada hacia el coche de policía de incógnito que había dejado aparcado justo en la entrada de la casa de enfrente. Lena siguió su mirada y vio un coche idéntico aparcado a su lado. En él estaba Tito Sánchez sentado en el asiento delantero junto a un hombre que no conocía. Tendría unos treinta años y parecía estar destrozado. Lena dedujo que se trataría del marido de Nikki Brant.
—¿Recuerdas el caso de Teresa López? —preguntó Novak en voz baja.
Se acordaba perfectamente. Su colega no necesitaba contarle nada más.
Puede que todavía se estuvieran acostumbrando el uno al otro, pero para Lena, Hank Novak era sin duda el mejor compañero de trabajo que había tenido nunca. Con su metro ochenta y cinco de altura, le sacaba unos ocho centímetros, aunque esa diferencia no impedía que siempre se miraran directamente a los ojos. Su amistad había comenzando en el instante en el que el teniente Barrera les presentó y le pidió a Novak que llevara a Lena hasta su escritorio. Novak parecía estar contento de que Lena estuviera en su equipo y no la consideraba una carga. Al contrario, hizo todo lo posible para que ella se sintiera cómoda desde el principio, mientras le iba enseñando a manejarse en el trabajo. Estaba divorciado, pero tenía tres hijas y a Lena le parecía que le gustaban las mujeres, lo cual para ella era muy importante. Aunque siempre estaba hablando de su jubilación y tenía un montón de folletos de viajes y de pesca repartidos por el coche, le encantaba contar historias sobre los veintisiete años que llevaba siendo policía. Hablaba de sus equivocaciones y de lo que había aprendido de ellas. Lena se preguntaba a menudo cómo habría podido Novak mantener su humanidad intacta a lo largo de tantos años y soñaba con conseguirlo ella también.
Sacó un par de guantes de vinilo de la caja que llevaba siempre en su maletín y se los colocó.
—¿Dónde está Rhodes?
—Dentro de la casa, rodeando la zona con cinta —dijo Novak—. El cadáver está en el dormitorio. El que está en el coche con Tito es James Brant. Dice que llegó a casa sobre las cinco y media después de estar trabajando toda la noche. Cuando descubrió a su mujer llamó a la policía.
Lena volvió a fijarse en James Brant y pensó con preocupación que quizá habría contaminado la escena del crimen.
—¿Cuánto tiempo estuvo solo en la casa?
—Una media hora. Cuando llegué estaba dentro del coche patrulla con los de West L. A. Brant asegura que no tocó nada. Que no llegó a entrar en el dormitorio. Que en cuanto la vio llamó a la policía.
—¿Y qué hay de los de West L. A.?
—No llegaron a entrar en la habitación. Se retiraron y mandaron a casa a los sanitarios. Nos llamaron al instante, al comprobar desde la puerta del dormitorio de qué tipo de crimen se trataba.
De qué tipo de crimen se trataba…
Lena trató de no pensar mucho en aquella frase, pero por la forma desenfrenada en que Novak apuraba su Coca-Cola, como si fuese una Bud Light cuando todavía podía beber cerveza, supo de inmediato que la imagen del crimen se le había quedado bien grabada en el cerebro. Al girar la cabeza divisó a Stan Rhodes, que salía de la casa con un rollo gastado de precinto. Le lanzó una mirada de las suyas, con aquellos ojos oscuros, algo que no había hecho desde que a Lena la promocionaron a la División de Robos y Homicidios. Habían tenido una historia, algo que Lena no tenía, de momento, intención de desenterrar. Mantuvo la mirada fija, como solía hacer. Lena supo que Rhodes pensaba lo mismo que ella.
—He marcado una zona segura hasta el cadáver —le dijo—. ¿Están listos los de Investigación Científica?
Novak contestó en lugar de Lena:
—En un minuto.
—Os veo en el vestíbulo —dijo Lena.
—Está bien —respondió Rhodes en voz baja—. Pero no vayas mucho más allá.