Capítulo 60

Martin Fellows, también conocido como Mick Finn, o Romeo, un verdadero «amante» de las mujeres, y, por el momento, estrella tanto de los periódicos como de las pantallas de televisión, se giró desde el banco de pesas de la pequeña habitación del sótano y observó la mirada extraviada y aterrada de Harriet Wilson. Estaba tumbada sobre una camilla con las muñecas y los tobillos esposados. Le había roto la blusa y rasgado el vestido.

—¿Por qué haces esto Martin?

—Deja de llamarme Martin. Ya no me llamo así.

—Entonces, ¿cómo te llama la gente ahora?

No dijo nada, porque no estaba seguro. Todo lo que sabía es que había ocurrido algo tremendamente significativo en su vida. Por primera vez desde hacía tiempo, era una sola persona, una sola voz, un único ser con una misión histórica. La epifanía había ocurrido después de comer, mientras conducía hacia el centro comercial. Había experimentado una lucidez como nunca antes. Podía ver cómo le estaban siguiendo, como si llevaran luces de neón. Mientras se dirigía a West Hollywood pudo predecir todos los movimientos de la policía. Cuando entró en el aparcamiento, encontró un lugar oscuro para aparcar, hizo una compra rápida en una tienda y volvió a pie. Entretanto, lo que había sido una molestia había desaparecido: dos policías yacían muertos en los asientos delanteros de su coche.

Esperaba que esta visión le acompañase un rato más. Pensó que igual había llegado a ese estado que los monjes budistas se pasan la vida buscando: la versión cristiana del nirvana. La vista desde la cruz, nada menos.

—¿Por qué lo haces?

Su voz era apenas un susurro.

—Porque lo saben —dijo—. Todo el mundo lo sabe.

—¿Qué es lo que sabe todo el mundo?

—Quien eres en realidad, Harriet. Lo que haces cuando no estás en el trabajo.

Vio cómo sus ojos se encendían. Pudo ver que lo estaba asimilando. Se había abierto el candado que guardaba su secreto y el pánico se había colado dentro.

—Lo saben desde hace meses —dijo—. No eres la niña bonita de ojos azules de Nebraska que pretendes ser. ¿Sabes cuantos tipos del trabajo se masturban cada noche mientras te ven hacértelo con ese viejo de la peluca? Yo diría que todos.

Ella desvió la vista. Podía escucharla lloriquear. Era apenas audible, aunque él podía oírla.

—Trabajamos juntos todo el día —dijo ella—. Somos amigos. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque fui el último en enterarme. Todos saben que me gustas.

Ella se volvió hacia él.

—Yo también lo sabía. 1,0 he sabido desde el principio.

Él no dijo nada. En cambio, rememoró recuerdos. Estaba Harriet, pero también su hermana Tilly. Podía ver su pelo rubio enredado esparcido por la arena limpia de la playa. Podía escuchar su risa, ver su rostro bañado por la luz cálida mientras el sol se hundía en el océano. Habían planeado escaparse. Habían hablado de ello en su sitio secreto de la playa. De eso hacía mucho tiempo. Esa imagen de su niñez había estado oculta hasta que tuvo esa visión desde la cruz.

—¿Quién te lo contó? —preguntó Harriet.

El recuerdo se desvaneció. Miró a la mujer que tenía atada en la camilla.

—James Brant —dijo—. ¿Sabes ahora quién soy?

Supo que ella estaba atando cabos y se sorprendió cuando vio que las lágrimas habían dejado de brotar, que se había dominado. Pasaron algunos instantes antes de que pudiera hablar.

—Somos muy parecidos —dijo.

—¿A qué te refieres?

—Yo no he hecho daño a nadie, pero sé lo que es llevar una vida secreta. Una vida imaginaria.

—Supongo.

—He llevado una doble vida durante mucho tiempo. Una hacia delante, la otra me lleva hacia atrás.

—He procurado tratarte lo mejor posible. Pero eso se ha acabado.

—¿Por qué tiene que acabarse?

No dijo nada. Miró los moratones de su cuerpo causados por la caída por las escaleras. El empujón. Ya no podía protegerla, ni siquiera de sí mismo. No podía transformarla en algo que ella no podía ser. Solo había una forma de acabar.

—¿Por qué tiene que terminar todo? —repitió—. Compartimos tantas cosas. Nuestro trabajo. Nuestros intereses. Si todo el mundo conoce mi doble vida, entonces nadie se va a creer lo que me has hecho. Todo lo que tendrías que decir es que yo lo quería. Que soy una zorra y que me gustaba que me hicieras eso.

Pensó en Burell y en el regalo de cumpleaños que intentaba mantener fresco en el congelador. Había llegado el momento.

—¿Es eso lo que le ponía a Burell?

Ella no contestó. En cambio, se removió en las esposas, retorciendo manos y pies.

—¿Me podrías aflojar un poco esto?

—Me temo que no.

—Por lo menos me podrías hacer un favor.

—Depende de qué se trate.

—Tengo un picor que me está volviendo loca.

—¿Dónde?

—En la mejilla.

Se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Hasta conocer a Lena Gamble, Harriet Wilson había sido la mujer más bella que había visto en su vida. Dejó vagar su mirada por su cuerpo escultural mientras aspiraba su fragancia, el olor que emanaba de entre sus piernas abiertas. También había un cierto brillo en su cara, como una invitación.

—¿Dónde te pica?

Giró la cabeza hacia la luz.

—Justo debajo del ojo izquierdo.

Él se inclinó hacia ella y vio el rastro de lágrimas que manchaba su rostro. La acarició con el pulgar, mientras le limpiaba lo que quedaba de ellas. Suave y rítmicamente. Como reconociendo el suspiro y el alivio que se dibujaban en su mirada.

—Sigue —dijo ella—. No pares.