Capítulo 18

Lena se disponía a sacar la llave de la cerradura cuando escuchó que sonaba el teléfono que había en el mostrador que dividía la cocina y la sala de estar.

Abrió la puerta de un golpe, tiró un ejemplar del periódico del sábado que no había leído a una silla y, a oscuras, cruzó la estancia a toda prisa. Al coger el auricular encendió la lámpara de mesa que había junto al aparato.

—Pon el Canal Cuatro —dijo Novak.

—Espera un momento. Acabo de entrar en casa.

Encontró el mando a distancia sobre la encimera, lo encendió y oyó el ruido del televisor al otro lado del sofá. Cuando se encendió la pantalla buscó el Canal Cuatro.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Simplemente mira.

Aunque se había perdido el comienzo, Lena comprobó que el reportaje parecía ser una versión comprimida del asesinato de Nikki Brant. Mientras la presentadora iba relatando los hechos, el canal ofrecía primeros planos de la casa de los Brant. Debían haber tomado las imágenes en algún momento después de que el equipo de investigación dejara el lugar y reabriese la calle. Había sido filmado de día, y la cámara estaba colocada en la acera, por lo que la pantalla mostraba el precinto amarillo del cordón policial.

Al escuchar el resumen, Lena se quedó sorprendida de la cantidad de detalles que los redactores habían conseguido recopilar. No sonaba a un chivatazo: estaba claro que el canal había realizado su propia investigación en paralelo. Tenían la hora aproximada de fallecimiento. Sabían dónde se había criado Nikki Brant, dónde fue al colegio y cómo conoció a su marido. Habían averiguado dónde trabajaba y sabían que estaba embarazada. Pero también sabían que en su matrimonio había problemas y que el crimen había sido especialmente extraño. Curiosamente, el informe se quedaba ahí y no evitaba la conclusión lógica de apuntar a James Brant como sospechoso. Lena sospechaba que era resultado de aquella charla telefónica que tuvo Buddy Paladino con la prensa.

Obtuvo su respuesta cuando volvieron al directo. El resumen del presentador había servido de introducción a una entrevista en exclusiva que hacía un reportero sobre la escena. Pero la conversación no tenía lugar con el melifluo abogado de James Brant, sino con un testigo: un vecino, George Smythe, que afirmaba haber visto a James Brant aparcar su coche en el aparcamiento de Rustic Canyon Park y meterse en el bosque alrededor de la una de la madrugada la noche del crimen.

Lena rodeó el sofá y se acercó al televisor para observar mejor al testigo.

Smythe estaba sentado en una silla en el porche de su casa, tras el que se podía ver de cerca el centro comunitario del parque. Lo presentaron como un guionista. Aunque Lena nunca había oído o visto ninguna de las películas que había escrito, Smythe vivía en la calle que daba al parque. Tendría treinta y tantos años, unas facciones suaves y rostro inteligente. Mientras le escuchaba hablar de cómo había estado sentado en su porche aquella noche y había visto a Brant entrar en el aparcamiento, Lena empezó a repasar lo que recordaba de los informes preliminares y de las entrevistas a pie de calle que se habían realizado y que había añadido al expediente durante las últimas doce horas.

—No le di importancia en su momento —decía Smythe—. Cuando me levanté su coche ya no estaba allí.

La imagen mostró un plano del aparcamiento. Esta vez, la toma estaba hecha desde una cámara móvil y Lena sabía hacia dónde se dirigía. Iban a enseñar la imagen de la casa que se veía a través de los árboles, tal y como lo habría podido ver el asesino. Para desgracia de los realizadores, la niebla era tan espesa que la cámara no mostraba más que una imagen borrosa. Cuando volvieron al estudio de televisión, Lena silenció el aparato y retomó la llamada.

—Barrimos todo el vecindario, Hank.

—Puede que no estuviera en casa en aquel momento.

—Sí que estaba —dijo—. Un agente de West L. A. registró todas las entrevistas que realizó en el vecindario. Smythe nunca mencionó que había visto a Brant. Leí su declaración. Está en el expediente.

—Probablemente no se dio cuenta en un primer momento hasta que lo pensó dos veces. Lo único que digo es que me habría gustado que hubiésemos sido nosotros los primeros en hablar con él. Nos habría ayudado a retener a Brant hasta el lunes y evitar que ande suelto por ahí.

Lena decidió que aquel era un momento tan bueno como cualquiera para contarle a Novak su encuentro con Brant. No endulzó ni omitió ningún detalle en su relato. Cuando terminó, Novak permaneció en silencio durante un buen rato. Cuando por fin habló, solo fue para cerciorarse de que ella estaba bien.

—¿Qué quieres que hagamos con Smythe? —preguntó.

—Rhodes entrevistó a todo el vecindario cuando nos marchamos el viernes. Puede que hablara con alguien que conoce a Smythe. Creo que debemos dejar que se encargue él por la mañana.

—¿Le llamo yo?

—Ya me encargo yo —contestó Novak—. Te mereces una buena noche de descanso. Todos nos la merecemos.

—¿Hank?

—Dime.

—¿Cuándo te diste cuenta?

—¿De qué era Brant?

—Sí.

—No estoy seguro —dijo—. Este caso se sale un poco del patrón, Lena. Supongo que hemos llegado tarde. Demasiado tarde para que importe.

Colgó. Lena colgó el teléfono y luego apagó el televisor mientras pensaba en lo que le acababa de decir Novak. Le había parecido que sonaba igual de desilusionado que ella.

Demasiado tarde para que importe.

Se desabrochó las botas y se las quitó de sus doloridos pies antes de tirarlas al suelo. Estaba hecha polvo. Pasada de rosca.

Aun así, no estaba segura de que se pudiera dormir. Había dejado de temblar, pero la ansiedad que le oprimía el pecho la había seguido hasta casa.

Demasiado tarde para que importe. La idea dolía como una mordedura.

Se levantó, encendió el equipo de música y rebuscó entre los distintos álbumes que había cargado con anterioridad en el lector de CD. La música clásica sería seguramente demasiado suave y escuchar rock la pondría más nerviosa. No encontró nada que llamara su atención. Necesitaba una dosis de jazz, pero escuchar un CD se le antojaba demasiado solitario y la emisora de jazz de Long Beach estaba demasiado lejos como para alcanzar los vericuetos de la cuesta de Hollywood Hills.

Tenía su sistema de audio conectado a la Red por medio de un cable de módem. Encendió el monitor y buscó en favoritos hasta que encontró la WRTI, una emisora de Filadelfia que le agradaba. De acuerdo con la lista de reproducción, iban a poner una retrospectiva de dúos. Ellington y Strayhorn, Parker y Gillespie. Hasta la medianoche sonaría la guitarra de Larry Coryell. La cara dos de Barefoot Boy.

Su hermano tenía ese álbum en vinilo, pero hacía mucho tiempo que no lo escuchaba. Cuando empezó a sonar la música, ajustó el volumen y se encaminó a la cocina.

En el frigorífico había tres botellas de chardonnay de un pack que había comprado hacía seis semanas en un almacén en San Fernando Boulevard. Sacó el corcho, se sirvió un vaso y le dio dos sorbos rápidos. Era un vino bueno, un Chardonnay-Les Pierres de la bodega Sonoma-Cutrer y su sabor límpido le resultó especialmente adecuado en aquel momento. Mientras lo saboreaba y escuchaba aquel ritmo hipnótico de Coryell ir in crescendo, vio que la luz de los mensajes del contestador estaba parpadeando. Apretó el botón, reconoció la voz, y habría sonreído por la ironía si no hubiese estado tan cansada. Era Tim Holt, el mejor amigo de su hermano, el que tocaba el teclado y que junto a él había escrito las letras de muchas de las canciones del grupo. No sabía nada de él desde hacía unos seis meses.

—Hola Lena, soy Tim. Hace tiempo que no hablamos. He estado fuera de la ciudad un tiempo, pero he vuelto y se me ha ocurrido llamarte. Podríamos tomar algo esta semana. Me gustaría quedar para charlar.

Anotó el número que le dio, que era nuevo. Su voz sonaba firme, y Lena pensó que igual había dejado las drogas. Pero también se figuró que no llamaba solo para ponerse al día. Desde la muerte de su hermano la había llamado muchas veces. Durante los últimos dos años las conversaciones soban terminar con una petición de reabrir el estudio. Al igual que su hermano, Holt estaba convencido de que aquel sitio tenía una acústica especial. Lena le quería ayudar y se sentía culpable de no poder hacerlo. Consideraba a Holt un buen amigo, aunque todavía no se sentía preparada. La idea de escuchar música, de entrar en el garaje y ver a otra persona que no fuera David al micrófono o tocando la guitarra le evocaba demasiados recuerdos y reavivaba su dolor.

Se acabó el vaso y se llenó un segundo hasta arriba. Cruzó hasta la habitación, se quitó la ropa y se puso bajo el chorro de agua caliente de la ducha. Se tomó un buen rato, hasta que se acabó el agua caliente. Se puso una camiseta y encendió el secador hasta que el ruido comenzó a molestarla. Luego cogió el vaso, se lo llevó a la cama y lo colocó en la mesilla junto al revólver. Abrió la ventana y antes de apagar la luz se recordó a sí misma una vez más que tenía que arreglar aquel pequeño roto de la pantalla antimosquitos. Se metió en la cama y se apoyó contra el cabecero de madera de cerezo mientras saboreaba el vino y miraba hacia el exterior. Empezaba a relajarse. El vino, la música, incluso puede que un profundo sueño estuviera ya a la vuelta de la esquina.

Pero la vista desde la ventana que había junto a su cama era demasiado fantástica. Casi divina. Las nubes habían subido desde el océano y ahora cubrían la ciudad con un velo blanco, llenando de niebla el valle hasta la montaña, como si se tratara de un plato de sopa. Podía ver allí abajo la superficie de aquel manto extendiéndose hasta el horizonte con una apariencia suave pero casi tan densa como para caminar sobre ella. Por encima de esa capa de nubes, se veía una luna llena colgada cual fantasma en el cielo claro del Westside.

Nunca había visto tan baja esa bruma marina. Había heredado de su hermano la casa, la habitación e incluso la cama en la que dormía. Se acordaba de haberle oído decir en una ocasión que él también había presenciado ese espectáculo. Que estuvo despierto toda la noche en esa misma cama y desde esta misma ventana contempló cómo la luna se acurrucaba entre las nubes mientras esperaba a que el sol asomara por el otro lado.

Tomó otro sorbo de vino. Luego otro. Dejó el vaso y apoyó la cabeza en la almohada mientras echaba otra mirada hacia fuera.

Pensó que no era su encuentro con Brant lo que la mantenía despierta. Era el hecho de que hubiese intentado engañar al polígrafo. Que pensara que podía mentir y salirse con la suya. Y el hecho de que al pillarle intentando entrar en su casa su explicación hubiese sonado tan convincente, tan rápida y tan natural.

Quería cambiarse de ropa, había dicho. Solo quería una muda y una camisa limpia.

Lena se puso de costado para dejar que la luz de la luna bañara su cara mientras meditaba sobre la verdad. Cerró los ojos y empezó a darle forma a un plan para el día siguiente. Sentía su mente libre de ataduras, lista para descansar. Dormiría un par de horas, se prometió. Después se levantaría pronto y conduciría hasta la casa de los Brant para echar otro vistazo ella sola.