Capítulo 42
Estaban todavía en el sótano, revisando las pertenencias de Burell. Keith Upshaw, de la Sección de Delitos Informáticos, les estaba resumiendo el funcionamiento de la página Web.
Mientras Lena escuchaba junto a Novak, no pudo evitar comparar el funcionamiento de la Web con una pirámide cuya cúspide era el portal de entrada. Si accedías con una clave, una vez dentro podías ver el «vídeo del día» o cualquier otro del archivo. Los vídeos estaban ordenados por fecha y según la popularidad de la modelo. Candy Bellringer, la mujer de pelo negro y ojos azules que Lena recordaba haber visto en la escena del sofá, ocupaba el primer puesto con mil quinientas visitas más que ninguna otra modelo.
El historial de Romeo en la Web era aún más interesante.
Se había registrado como Avis Payton y visitado la página tres veces solamente. Una vez, para hacerse miembro, que fue cuando había utilizado la tarjeta de Payton. Luego, tres días después, la tarde anterior al asesinato de Teresa López. Su tercera visita había durado una hora y cuarenta y cinco minutos y la había realizado la noche que murió Nikki Brant. Cuando Upshaw entró en los archivos para averiguar cuál había sido el «vídeo del día» aquella noche, encontraron a Burell con una rubia que se hacía llamar Barbie Beckons.
Lena se quedó pensando. Burell sabía que estaban trabajando en un caso de asesinato. Les podía haber enseñado todos los datos que guardaba cuando estuvieron con él aquel día, pero decidió ocultarlos. En lugar de colaborar, parecía como si lo único que hubiera hecho fuera cerrar la cuenta de Avis Payton cuando supo que la tarjeta de crédito era robada.
Lena siguió a Novak hasta el escritorio de Burell. Echaron otro vistazo al archivo que guardaba en el cajón inferior derecho, donde tenía los informes de las veintitrés mujeres a las que pagaba a cambio de sexo. Había primeros planos de las chicas junto con su información de contacto y datos actualizados de sus pruebas de sida. Todas ellas aparecían como «consultoras» y cobraban cheques cada tres o cuatro semanas, algunas más que otras. El coste de una hora con Burell delante de la cámara venía a ser unos mil dólares. Las direcciones de contacto parecían verdaderas, pero solo figuraban los nombres artísticos. Tras rebuscar por toda la oficina y repasar la chequera se convencieron de que Burell no guardaba ni utilizaba en ningún lado el verdadero nombre de las mujeres. Cada una recibía un cheque de Charles Burell Enterprises.
Lena miró a través de la puerta hacia el sótano. Se habían llevado el cadáver de Burell dos horas antes, todavía guiñándoles el ojo mientras lo cerraban en la bolsa. Los peritos de la División de Científica estaban recogiendo sus cosas, incapaces de encontrar los restos de los genitales de Burell. Al igual que había ocurrido en los escenarios de los otros asesinatos, no habían podido encontrar una sola prueba que apuntara al autor de los hechos. Ninguna huella. Ni rastro de vello o fibras. Únicamente las armas homicidas. Doce botellas de Viagra y un cuchillo de treinta centímetros de largo que Novak había encontrado en el lavavajillas.
Era como caminar a oscuras. Hasta aquel momento, pensó Lena, hasta que Romeo asesinó a Burell y empezaron a formarse una imagen clara de los hechos. No solo un esbozo del «qué» había sucedido, sino, por primera vez, una explicación del «porqué».
—No perseguimos a un asesino en serie, ¿verdad, Hank? Romeo está furioso. Está loco. Pero no se trata de muertes al azar.
Los ojos de Novak brillaron en la penumbra.
—Creo que por fin hemos podido dar con algo. La rubia vive en Santa Mónica. Vamos a empezar con ella.