Capítulo 44
Rhodes deslizó las llaves por encima de la mesa.
—Cógelas, Lena. Haz lo que quieras. He perdido una noche de sueño con lo del revólver y no tengo fuerzas para discutir.
Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia atrás contra la silla. Estaban sentados en el despacho de su casa, un porche reconvertido que caía sobre una pendiente abrupta, a medio camino de Beachwood Canyon en Glen Alder. Lena se fijó en su cara, en sus ojos oscuros, y pensó que no estaba admirando la vista del letrero de Hollywood o las luces que recorrían la bahía y que llegaban hasta el centro de la ciudad. Rhodes se mostraba hermético con ella, tan frío y distante como lo había estado cuando Lena ascendió a la División de Robos y Homicidios.
Rhodes aplastó el cigarrillo en un cenicero lleno de colillas. Esa mañana Lena se había fijado en el paquete de tabaco que sobresalía de su bolsillo, aunque nunca le había visto fumar, como tampoco recordaba que su aliento o su ropa oliesen nunca a tabaco. Estaba pálido y parecía extenuado. Duro como un autómata. A pesar de la cazadora de cuero que tenía puesta sobre la camiseta, se le veía más chupado. Incluso la cicatriz que le había quedado de un pendiente parecía más pronunciada que uno o dos días antes. Lena no pensaba que la culpa de su mal aspecto la tuviera la mala iluminación o la falta de un día o dos de sueño, sino la tensión nerviosa acumulada y el haber perdido unos cinco kilos.
Lena dirigió la vista hacia los papeles que había sobre la mesa. Tenía el expediente de su hermano dividido en secciones que había sacado de la carpeta y apilado en montones sobre la mesa. Tenía tres cuadernos, que Lena se figuró serían los diarios de Tim Holt, junto al teléfono. Cuando llegó, el primer diario estaba abierto. Rhodes había marcado la página para continuar luego y lo había apartado rápidamente.
—¿Por qué haces esto? —le susurró con voz ronca.
—Se acabó, Lena. Holt disparó a tu hermano. Caso cerrado.
Ella notaba un fuego quemándola por dentro, algo distinto esta vez, y se preguntó si no tendría una úlcera. Tito Sánchez podía ser lo suficientemente novato como para tragarse la historia, pero Rhodes no. Era un detective con mucha experiencia; frío, calculador, imaginativo, con un sentido de humor que solía hacerla reír.
Su desencuentro de unos años antes, ¿había sido cuestión de inoportunidad?, ¿o había sido realmente una suerte que no pasara nada? Observando el aspecto hosco de Rhodes, no terminaba de estar segura.
—No entiendo por qué —repitió.
Él mantuvo la mirada fija en la ventana.
—Al fin y al cabo, parece que eres igual que los demás.
—¿Qué significa eso?
—Todo el mundo tiene una opinión, Lena. Especialmente estos días. Todo el mundo quiere contarte lo que piensan. Me parece bien, siempre que no crucen la raya, que no crean que tienen derecho a decidir sobre los hechos objetivos. Hechos que no tienen nada que ver con lo que queremos pensar, con nuestras opiniones. Los hechos son los hechos y en el caso de tu hermano, no hay vuelta atrás.
—¿Crees de verdad que Romeo escogió al azar la casa de Holt? ¿Qué salió de su casa y por pura casualidad mató a esa chica?
Él no la miró ni tampoco contestó.
Lena presionó.
—Con todos estos años de trabajo en la División de Homicidios, ¿no eres capaz siquiera de admitir la posibilidad de que algo no encaje?
—Los hechos son los hechos. No los voy a edulcorar y no los puedo cambiar. Cuando lleguen los resultados del ADN, quizá incluso tú puedas ver la luz.
—¿Quién está empeñado en esto? ¿Barrera? ¿El director? ¿O eres solo tú?
Él consiguió esbozar una sonrisa. Se inclinó hacia delante y levantó un poco la ventana. Cuando habló, lo hizo despacio, de manera estudiada.
—La unidad de Armas de Fuego ha confirmado que el revólver con el que Holt se quitó la vida fue la misma arma utilizada para asesinar a tu hermano. No es una prueba que alguien haya colocado ahí. Holt la compró, tenemos el recibo.
—Ya he oído ese cuento otras veces. Si puedes colocar un arma, también puedes con un recibo.
—Sí, seguro, Lena. Lo mismo que el guante de O. J. Simpson. Escondí el puto revólver cuando nadie me vio.
—Los hechos son los hechos —dijo ella—. Y parece que tú eres su guardián.
—Me da igual si me odias. Me importa una mierda. Me he pasado la tarde hablando con el médico de Holt. Con su psiquiatra de la clínica. Me dijo que la muerte de tu hermano se había convertido en una obsesión para él. Que estaba tan obsesionado que ralentizaba su recuperación. Reunión tras reunión todo lo que quería era hablar sobre el asesinato. Su médico dijo que Holt tenía mucho que sacar de dentro. Mucho de lo que liberarse.
Ella mantuvo la mirada fija en él.
—Como los culpables, ¿verdad?
—No me he inventado nada de lo que me dijo ni tampoco le he intentado manipular. Cuando le llamé y le conté que Holt estaba muerto, fue lo primero que salió de su puta boca.
—¿Qué hay de la identidad de la chica?
Él se reclinó en su asiento, la miró un instante y meneó la cabeza.
Estaba enfadado, intentando de manera ostensible guardar sus emociones. Lena se acordó cuando catorce horas antes vio su firma en el registro de salida de la Central de Archivos de Expedientes. Se acordó de la anciana pasándole el expediente y bendiciéndola a la salida. Se lo quitó de la cabeza cuando escuchó cómo a la novia de Rhodes se le cayó una cazuela en la cocina. Les estaba mirando a través de las puertas correderas mientras lavaba los platos. Lena ya la conocía. Era una rubia de ojos verdes de rostro agradable y silueta curvilínea. Hoy parecía estar de especial mal humor. Cuando sus miradas se cruzaron la mujer desvió la vista.
—Ha sido un día largo —dijo Lena—. Se me había olvidado lo que tú y Barrera habéis dicho esta mañana: que Holt estaba celoso. Supongo que es una razón tan buena como cualquier otra para pegarle un tiro a tu mejor amigo.
Él le acercó el diario y le señaló una frase. Lena observó la página. Se dio cuenta de que era un libro de anotaciones con bocetos más que un diario propiamente dicho. Holt escribía sus pensamientos, pero también había dibujos e incluso recortes que Holt había pegado junto a sus palabras. Lena comenzó a leer y se dio cuenta de que aquella frase la había escrito Holt el día que su hermano le dedicó una balada: la historia de Lena y David Gamble, dos ladrones de bancos que se embarcan en una huida precipitada. Holt describía lo que sintió después de escuchar la canción. Él escribió la letra y entendió de inmediato que los crímenes no eran más que una metáfora de la vida que les había tocado vivir y compartir a Lena y a David. Que, a su manera, era una canción de amor, una historia tan bella que Holt se sintió abrumado y acomplejado por ella. También escribió sobre la ira que se apoderó de él tras escuchar la canción. La sensación de ineptitud que le inundó, la depresión y el impulso de matar el dolor con otro chute en el brazo. La repentina rabia que sintió por su compañero, porque todo parecía resultarle más fácil a David Gamble, mientras que él siempre tenía que luchar tanto por todo.
Levantó la vista del diario. Rhodes la estaba mirando con una dulzura que pronto se transformó en frialdad. Cuando se giró, la cicatriz del lóbulo parecía más marcada, se asemejaba a una equis.
—Esto no significa lo que tú crees —dijo.
Él cruzó las piernas y siguió fumando en silencio.
—Mi hermano solía decir lo mismo de él —dijo—. Que todo parecía resultarle tan fácil a Holt y que él tenía que trabajar muy duro para estar a su nivel. Se empujaban el uno al otro.
El teléfono comenzó a sonar. Rhodes respondió la llamada, saludó y poco más. Fue un monólogo que comenzó con un «no» —lo que quería decir que no estaba solo—, seguido de un «sí» —lo que indicaba que no podía hablar porque tenía compañía—. Lena siguió leyendo el diario, ojeó las páginas hasta que encontró la primera anotación tras la muerte de su hermano. Habían pasado tres semanas. Comenzó a leer y se dio cuenta de que no eran las palabras de Holt lo que había anotado, sino un diálogo sacado de El Halcón Maltés de Dashiell Hammett. Sam Spade hablaba del significado de la amistad mientras interrogaba a Brigid O’Shaughnessy, una mujer a la que había amado hasta que se enteró de que había asesinado a su compañero.
«Cuando asesinan a tu compañero, tienes que hacer algo».
Era una frase cargada de significado. Cuando vio que Rhodes colgaba el teléfono, cerró el diario y lo devolvió a la mesa.
—Tengo que ir a hacer compra —dijo él.
Se miraron y Lena supo que había quedado con alguien. Estaba segura de que no había escuchado nada de lo que le había dicho y que en cualquier caso no tenía ningún interés en lo que le podía decir. Rhodes estaba usando el diario como prueba del porqué y del móvil que se había inventado para el asesinato. Ignoraba cualquier idea que refutara esa explicación.
Rhodes comprobó su reloj y se guardó el paquete de cigarrillos en el bolsillo.
—Holt menciona una púa —dijo—. Alguien se la dio a tu hermano como regalo. Alguien famoso.
Lena se encogió de hombros.
—¿Quieres decir que Holt también le odiaba por eso?
—No suena a que le sentara demasiado bien. Tu hermano consiguió la púa. Él no. Y lo menciona en el diario.
La rubia de ojos verdes empezó a hacer ruido de nuevo. Rhodes miró hacia la cocina un momento antes de volverse hacia Lena.
—Sabe lo nuestro —dijo él.
—¿Qué es lo que sabe? No pasó nada.
Él la miró detenidamente antes de coger sus llaves.
—De acuerdo, Lena. No pasó nada. Lo que tú digas.
Lena estaba harta. Cogió las llaves de la casa de Holt y se levantó.
—No hace falta que me acompañes.
Empujó las puertas de cristal, vio a la rubia darle la espalda desde la cocina y salió sin despedirse. Tenía el coche aparcado al final de la cuesta, frente a un chalé con tejado a dos aguas. Mientras bajaba fue contando los pasos. Había setenta y dos pasos entre la calle y la entrada de la casa de Rhodes. Cuando llegó a la acera, se detuvo un instante y miró hacia la casa, prácticamente colgando del precipicio. Había dejado de llover y se había formado una capa brillante sobre la tierra húmeda que resaltaba bajo la luz que salía de la ventana del chalé.
Lo que Rhodes denominaba el porqué y el móvil eran irrelevantes. La historia está plagada de artistas que compiten el uno con el otro para mejorar. Le vinieron a la mente rápidamente Lennon y McCartney. Pero también van Gogh y Gauguin se retaron y habrían formado parte de esa lista. Si alguna conclusión se podía sacar del diario de Holt era que lo anotaba todo, que escribía con regularidad. Si se hubiera suicidado, si hubiera estado involucrado en el asesinato de su hermano y hubiese querido desahogarse, lo habría dejado escrito. Sin una nota, el suicidio no tenía sentido. Si los remordimientos le hubiesen estado persiguiendo, escribir una nota habría sido su única oportunidad de explicarse y aportar algo sobre cómo iba a ser recordado.
La cuestión era, ¿por qué Rhodes no lo veía claro?
Algo raro le pasaba a aquel hombre. Algo que Lena no quería imaginar, adivinar o inventar. Pero estaba ahí.