Capítulo 33
No podía hacerlo. Aunque Novak insistió en que se marchara, se tomara el día Ubre y descansara un poco, no podía irse a casa. Había visto las lágrimas en los ojos de su compañero, había oído cómo se quebraba su voz y pensó que tenía razón. Aun así, no podía hacerlo.
No podía porque era en su casa, en la casa que había compartido con su hermano, donde estaban todos sus recuerdos.
El semáforo se abrió en Franklin con Gower. Tenía que tomar una decisión. Alguien tocó la bocina. Decidió girar a la derecha y siguió colina abajo hacia Sunset.
Todavía temblaba, incapaz de concentrarse en el presente. De alguna forma sus recuerdos ya habían dejado de ser algo del pasado para convertirse en un presente al que debía enfrentarse en aquel momento. Su pasado acechaba en la oscuridad, esperando a volver a hacer acto de presencia de un momento a otro.
Tim Holt se había mudado a Los Ángeles, había comprado la casa de los García. Ahora él y su novia estaban muertos.
Cruzó Sunset y aparcó en Gower Gulch. El tiempo transcurría lentamente. Fluían los segundos mientras compraba cigarrillos en una tienda, minutos enteros que parecían tener vida propia mientras esperaba que le sirvieran un café en Starbucks.
Tenía que decidirse. Podía emborracharse en el Cat N’Fiddle hasta perder el conocimiento o podía afilar la mirada y forzarse a encarar la herida. Sin apenas darse cuenta, se encontró a sí misma de nuevo en el coche conduciendo calle arriba por Gower antes de girar a la izquierda en Hollywood Boulevard y por fin a la derecha hacia Vista del Mar.
A su hermano David le habían pegado un tiro en Vista del Mar. Un solo tiro en el centro del pecho.
Levantó el pie del acelerador y avanzó sigilosamente. A su izquierda pudo ver un aparcamiento vacío. A mano derecha había un taller de reparación de coches rodeado por una verja con cadenas y alambre de espino. La carretera se perdía al pie de una pequeña colina donde se alzaba una pequeña capilla abandonada cuyo suelo estaba repleto de jeringuillas usadas; restos de trapicheos y viajes galácticos en busca del Santo Grial.
Aparcó y quitó la llave del contacto. Se reclinó en el asiento y quitó la tapa del café. El aroma caliente le inundó la cara calentándole las mejillas y la boca mientras daba el primer sorbo y saboreaba la fuerza del café. Al cabo de un rato se permitió levantar la mirada de la taza y mirar más allá del coche. Se dirigió al otro lado de la calle y poco a poco, con gran esfuerzo, consiguió fijar la mirada en el punto exacto donde había encontrado muerto a su hermano, cinco años antes.
Dejó que la calma la invadiera a oleadas: una tras otra hasta que por fin permitió que volviera la pesadilla.
Aquella noche Lena había estado de guardia, patrullando el bulevar con su compañero cuando sonó la radio. La recepción de la comisaría de Hollywood en Wilcox había contestado directamente una llamada anónima que se había saltado el teléfono de emergencia y los contestadores que la podían registrar.
A pesar de la oscuridad, Lena recordó haberse fijado en la marca y modelo del coche. Las ruedas delanteras estaban sobre la acera. Tenía las luces puestas y el motor encendido. Aunque la puerta del copiloto estaba abierta, las luces del interior estaban apagadas y no podía distinguir ningún detalle. Pero sí se acordaba de aquella sensación de terror punzante que la atrapó cuando encendió la linterna y se aproximó al coche. También de aquella puñalada en las entrañas cuando el rayo de luz iluminó a la víctima y pudo distinguir un rostro, una identidad.
Sintió una opresión en el corazón y se quedó sin respiración.
Estaba colocado en posición fetal sobre el asiento delantero y a primera vista podría haber parecido que dormía, hasta que se fijó en el agujero del pecho y el charco de sangre. Pero lo que Lena no era capaz de olvidar eran las manos. Sus dedos largos, elegantes. Estaban entrelazados y recogidos entre los muslos, de la misma forma que los ponía cuando era pequeño y le dolía la tripa. La muerte de su hermano no había sido ni pacífica ni rápida. En el momento de su muerte, David sabía lo que estaba ocurriendo y era consciente del dolor.
Lena no se acordaba de mucho más. El doctor Bernhardt lo había denominado amnesia retrospectiva en sus sesiones: todo permanecía confuso y tardarían años en aclarar y ponerlo en su lugar. Según el doctor, esa amnesia podía deberse a cualquier acontecimiento traumático y podía borrar hasta tres o cuatro días de la mente. Desgraciadamente nadie era inmune. Podía ocurrirle a un trabajador de emergencias o a un policía con la misma facilidad que a los familiares y amigos de víctimas. Era producida por la conmoción del impacto emocional, por esa repentina sobrecarga que cortocircuitaba el sistema nervioso.
La ironía era que había ocurrido allí mismo, a las faldas del edificio de Capitol Records, al otro lado del aparcamiento.
Apartó la vista del aparcamiento mientras tomaba el café y abría el paquete de cigarrillos. Lena y David Gamble habían formado un buen equipo desde siempre, desde muy pequeños.
Su madre se había fugado justo después de que David naciera y se quedó sin conocerle ni saber qué sería de sus hijos. Les crio su padre, él solo en su casa de Denver, sin ayuda de nadie.
A pesar del abandono de su madre, la mayoría de los recuerdos que Lena tenía de su infancia eran agradables. Su padre era un soldador muy solicitado por su habilidad para trabajar con mucho viento en alturas elevadas. Casi todos los edificios altos de Denver construidos entre 1976 y 1990 habían sido modelados gracias al trabajo de su padre. Le recordaba riéndose una noche que había fuegos artificiales en la ciudad. La sostenía en brazos y las explosiones descollaban por encima de los edificios como si se trataran de las chispas que había visto salir del soplete. Cuando se lo mencionó, él la abrazó fuertemente y la besó en la frente mientras decía que aquella exhibición era obra de su «soplete mágico».
Habían sido muy felices. Y nunca les había faltado dinero. Al menos no hasta la recesión que tuvo lugar al principio de la década de los noventa, cuando ya a nadie parecía interesarle construir ningún otro rascacielos. Los horarios cambiaron y empezó a tener trabajos a jornada parcial. Aun así conseguían sobrevivir. Lena tenía entonces dieciséis años y cuidaba de su hermano pequeño todas las noches, aunque lo único que hiciera fuera escuchar música y tocar la guitarra. De alguna manera, todo marchaba bien hasta una noche que llamaron a la puerta y el mundo se transformó en tinieblas.
Vinieron dos hombres a darles la noticia. Dos hombres feos de pelo blanco y narices hinchadas y rojas que llevaban cortavientos con el logo de una empresa que nunca había visto y que apestaban a alcohol.
Al parecer, su padre había sufrido un accidente. Eso le dijeron, un accidente que no tenía muy buena pinta.
Cuando llegaron al hospital ya había muerto y Lena se dio cuenta de que los dos hombres la habían mentido. Su padre había estado haciendo el turno de noche en una fábrica que producía tuberías. Cuando la cinta transportadora le succionó el brazo, se desangró antes de que un compañero se diera cuenta y le diera al botón de parada. Según una tercera persona, un abogado que conocieron en el hospital, el accidente había sido debido a algo que llamaron error humano. Los días siguientes Lena se enteró de que había habido muchos accidentes similares. La fábrica había sido denunciada por violaciones de la seguridad, pero había atribuido todos los accidentes a un error del operario para no tener que desembolsar ningún dinero. Como su padre trabajaba a jornada parcial, la indemnización sería escasa, si es que recibía alguna. Peor aún, como Lena y David eran menores de edad, estaban bajo la tutela del Estado y el Departamento de Servicios Sociales se encargaría de llevarlos a una Institución hasta que fuesen adoptados o alcanzasen la mayoría de edad.
Lena reclinó la cabeza hacia atrás mientras pensaba en la fotografía de Nikki Brant saliendo del orfanato. La desechó y miró a través del parabrisas hacia la destrozada capilla que había en lo alto de la colina. El chapitel estaba caído en el suelo. Dentro había un drogadicto, mirando por la ventana, observándola. Su cara se había marchitado. Sus ojos tenían esa mirada hueca que solo podía significar que estaba solo y a pocos pasos del final.
Lena y David Gamble habían formado un equipo, sellaron un pacto y se dieron la mano antes de escaparse de su casa para evitar que los Servicios Sociales les arruinara la vida.
Habían conducido en dirección sur primero y hacia el oeste después. Evitaron las autopistas principales hasta que consiguieron salir de la ciudad con todas sus pertenencias en la parte trasera del Chevrolet Suburban. En dos días llegaron a Los Ángeles. Al cabo de una semana ambos habían encontrado trabajo. Después de seis meses habían ahorrado lo suficiente para pagar el alquiler de un apartamento pequeño al que se mudaron después de haber estado durmiendo en el coche durante todo aquel tiempo.
Al pensarlo le resultó incluso más desolador de lo que había sido en realidad.
Por alguna extraña razón aquellos seis meses en los que habían vivido en un coche le solían dibujar una sonrisa a la cara. Era un sentimiento de satisfacción y agradecimiento. David siempre decía que lo habían superado porque no tenían alternativa. Si hubiesen tenido una red protectora, alguien que les diera dinero siempre que lo necesitasen, habrían mordido el anzuelo y no habrían sido capaces de madurar. Que el truco estaba en que se tenían el uno al otro y no perdían tiempo pensando en el pasado.
Dio otro sorbo al café, agradecida de que el yonqui hubiese desaparecido de la ventana y la hubiese dejado de observar.
Se acordaba de cómo había seguido la evolución musical de su hermano. El inmenso placer y orgullo que había sentido al darse cuenta de que tenía verdadero talento y podía triunfar. A los dieciocho, David tocaba la guitarra con músicos muy reconocidos en un estudio. A los veinte conoció a Tim Holt y formaron el grupo. Empezaron a nombrarle en revistas y periódicos y se fueron muchos meses de gira para hacerse un nombre. Unos años más tarde, David firmó un contrato con Blue Moon Records para grabar cinco discos, de los que ya llevaba tres. Lena se había licenciado y había acabado en la Academia de Policía, y además había ganado suficiente confianza como para atreverse con la oposición a detective.
Miró el paquete de cigarrillos que tenía en la mano. Aunque su hermano y Holt fumaban sin parar en el estudio, Lena nunca había fumado. Encendió una cerilla y aspiró el humo. Lo echó por la ventanilla y se dio cuenta de que lo estaba sujetando entre el pulgar y el índice, como si se tratase de un porro.
Habían barajado dos teorías en el asesinato de su hermano. Y quizá por ello, el caso nunca había sido resuelto.
Aquella noche, David tocaba en un club en el Strip. Cuando encontraron su cuerpo, faltaban su cartera y una colección de discos que guardaba en una caja detrás del asiento delantero del coche. Unos pensaban que había conducido hasta aquel lugar para comprar droga y que le habían disparado antes de poder cerrar el trato. Otros, entre los que se encontraban todos sus fans, creían que tenía que ver con su novia Zelda Clemens. Era una rockera que se había arrimado a David para aprovecharse de su éxito. Cuando insistió en irse a vivir juntos, David la dejó.
Pero desgraciadamente Zelda no se lo tomó bien.
Lena podía recordar cómo la mujer no paraba de llamar a la casa y se dio cuenta de que se le había ido la olla. La semana anterior al asesinato, Lena contó ciento diecisiete llamadas. Si contestaba David, se limitaba a colgar. Si era ella, Zelda la llamaba zorra estúpida y le exigía que su hermano-amante se pusiera al teléfono. La noche que murió David, Zelda apareció en el club, se emborrachó hasta perder el conocimiento y montó un numerito cuando le vio salir del club con otra mujer al final del concierto. Fue la última llamada.
Pero al final los detectives que investigaron el caso no pudieron cerrarlo. El arma homicida nunca apareció. Y al igual que muchos otros testigos, la mujer con la que David salió del club aquella noche tampoco dio la cara. Una vez terminados los informes forenses de los distintos laboratorios, la investigación fue languideciendo poco a poco hasta que, finalmente, la tuvieron que archivar por falta de pruebas. O bien David había sido asesinado por un asunto de drogas o Zelda le siguió hasta Vista del Mar, le vio en el coche con otra mujer y apretó el gatillo.
Las dos teorías confundían a Lena lo mismo que a los detectives encargados del caso. David había tonteado con las drogas, pero nunca había sido un consumidor habitual. Aun así, era posible que hubiese llegado hasta aquel lugar para comprar algo. Por otro lado, Zelda había alcanzado un estado de delirio emocional. Tenía un móvil y parecía suficientemente irracional como para haber cometido el crimen. Lena se pasó años dándole vueltas, pero no pudo decidirse por una u otra teoría. Asumir la muerte de su hermano ya era bastante difícil, pero además se vio acentuado por el éxito repentino de Zelda. Para bien o para mal, el asesinato de David le había dado a Zelda la publicidad que había estado buscando toda su vida. En pocos meses se enganchó a otro músico. Y ahora corrían rumores de que iba a ser actriz y tenía un papel en una película.
Lena se encogió de hombros. Quizá, al fin y al cabo, sí que había sido tan horrible como lo recordaba. Le dio otra calada al cigarrillo, una calada profunda que la hizo toser. Cuando notó el sabor amargo en el fondo de la boca, tiró la colilla por la ventanilla y cogió el café. No era el humo. Era el sabor inconfundible de la muerte que se filtraba por su cavidad nasal y le llegaba a la lengua; los sabores y olores de la morgue y el recuerdo de la autopsia de Nikki Brant que había presenciado cuatro días antes.
Se acabó el café para tapar el mal sabor de boca y se dio cuenta de que por fin había dejado de temblar.
¿Por qué la habría llamado Tim Holt?
Al pensarlo comprendió que esa era la razón por la que había conducido hasta aquel lugar. ¿Por qué estaría el mejor amigo de su hermano intentando localizarla?
Puso la llave en el contacto y arrancó el coche. Notó un arrebato de ira subirle desde el estómago. Quería pegar a alguien, romperlo en pedazos. Matarlo. En cambio dio la vuelta al coche y se marchó de allí.