Capítulo 23
—Teresa López fue violada y asesinada en su casa de Whittier —dijo el doctor Bernhardt—. Nikki Brant fue encontrada a cincuenta kilómetros, en su casa, cerca de un parque público. Si supiéramos dónde han ocurrido los anteriores asesinatos, asumiendo que hayan ocurrido, entonces podríamos especular sobre la procedencia de este individuo y en qué parte de la ciudad se puede estar centrando. Hasta entonces o hasta que ataque de nuevo, me temo que todo lo que tenemos son pinceladas de su personalidad basada en su comportamiento psicopatológico.
Todo el equipo al completo estaba sentado en la mesa de conferencias de la oficina del capitán junto con Barrera y el subdirector Albert Ramsey: el aliado más cercano al director y el segundo oficial de mayor graduación del Departamento. Eran las ocho y media de la mañana. Aunque Ramsey había tenido el detalle de no decir una sola palabra desde que había entrado en la sala, su presencia alteraba un poco el ambiente. Lena le sentía a sus espaldas, sentado en la mesa del capitán de forma que podía ver bien a todo el mundo sin siquiera mover la cabeza. Ahí estaba la burocracia, en pleno apogeo.
—Le gusta hurgar en las cosas —decía el psiquiatra—. Disfruta examinando y torturando a sus víctimas. Y cuando ha terminado con ellas, le gusta crear un efecto adicional, con una puesta en escena pensada para el que encuentre el cadáver. A Teresa López la dispuso en forma de cruz. Nikki Brant apareció inundada en un mar de sangre. Estamos frente a un tipo cuya intención demente va más allá de la mera locura. Eso sí, todo empieza en su pene. En la mente de este Romeo su pene y las armas que decide usar se han convertido en lo mismo.
Era la segunda vez en la última media hora que el doctor Bernhardt había llamado Romeo al asesino. Se preguntó si sería un mote que utilizarían a partir de aquel momento. Por la cara que ponía Barrera probablemente fuera así.
Romeo.
—Creo que buscamos un hombre blanco, entre veinticinco y treinta y cinco años de edad —dijo Bernhardt—. Un voyeur que ha pasado de la violación al asesinato.
Lena tomaba notas mientras escuchaba, aunque sabía bien que lo que les estaba contando el doctor no era sino el retrato robot de un asesino en serie. Alguien de quien han abusado de pequeño sus padres. Alguien que probablemente era cruel con los animales en la adolescencia. Una antigua víctima en quien nadie se ha fijado y que ha llegado por fin a la fase de contraataque.
—Probablemente ha sido víctima alguna vez —decía Bernhardt—, ha sido herido de alguna forma o ha tenido que afrontar algún trauma emocional grave que no ha sabido entender o superar.
Miró a Lena durante un instante y volvió rápidamente a sus notas.
El doctor Andy Bernhardt era un hombre grande y fornido de vivaces ojos grises, barba recortada y cabeza bronceada. Se habían conocido poco después de la muerte de su hermano, cuando su jefe la envió al despacho del psiquiatra para lo que él había denominado un «chequeo». Algo rutinario. Una oportunidad para alejar las penas sin la presión del trabajo. Pero no importaba cómo lo quisieran llamar, Lena sabía que había quedado reflejado en su expediente como lo que era: una baja involuntaria por estrés.
Se repitió aquella frase mientras recordaba cómo había sucedido.
El doctor Bernhardt había querido saber más sobre ella que sobre cómo había vivido la pérdida de su hermano. Quería un retrato psicológico completo para su evaluación. La lista entera de golpes, obstáculos y zonas oscuras de su vida.
Las sesiones habían durado seis semanas. Una hora, cada martes y jueves por la tarde, en su despacho de Chinatown. Lena aguantó lo que pudo hasta que se negó a continuar. No porque hubiera nada raro en el doctor Bernhardt. A pesar de su tamaño, era un hombre de maneras suaves y voz calmada que, con el tiempo, Lena aprendió a admirar. Lo que le preocupaba era el hecho de que trabajara para aquel departamento; que en su función de psiquiatra tuviera que colaborar con la Oficina de Estándares Profesionales, de los que Lena no se fiaba; que la idea de que cualquier cosa que pudiera decir fuera escrita y guardada en un fichero y usada en su contra en un futuro.
Aunque el doctor Bernhardt trató de asegurarle que su fichero era personal —es decir, privado—, Lena se fijó que los muebles donde guardaba los archivos eran tan viejos como los de Parker Center y no tenían candado. Además, le aseguró al psiquiatra que creía que todo el mundo tiene a lo largo de su vida una crisis existencial clave. Ella se sentía capaz de superar este mazazo, al igual que lo había hecho siempre. El hecho de volver al trabajo la ayudaría a estar concentrada en otras cosas y aceleraría su recuperación. Al final, el psiquiatra estuvo de acuerdo, llegaron a un punto medio de entendimiento y las dos últimas semanas de sesiones fueron de hecho bastante productivas.
Según escuchó la voz de Novak aquel recuerdo se desvaneció. Su compañero le estaba preguntando al psiquiatra por qué creía que los modus operandi eran diferentes en el caso de Teresa López y en el de Nikki Brant.
—Su método ha variado porque se está haciendo más sofisticado —dijo Bernhardt—. Está evolucionando.
—¿Hacia qué? —preguntó Novak.
—Se está convirtiendo en alguien que no puede controlarse a sí mismo, detective.
—¿Qué me dice del dedo del pie?
El doctor Bernhardt meneó la cabeza.
—Le gusta lo que está haciendo. Lo medita todo bien. Está aprendiendo sobre la marcha. El problema es que no puede controlar su sed de sangre. Su comportamiento es la reacción a un impulso primario. Creo que considera el dedo como un trofeo o un recuerdo.
Lena pensó en los medios de comunicación. Cuando aquella mañana leyó el The Times el periodista que trabajaba en el caso todavía barajaba la idea de que fuese Brant quien asesinó a su esposa.
—¿Qué va a suceder cuando esto salga a la luz? —preguntó.
—No lo tengo claro —dijo Bernhardt—. Creo que el asesino podría seguir cualquier dirección. O bien le gusta porque por fin se le está dando publicidad y de repente es el rey del mambo, es famoso aunque nadie sabe quién es. O bien le da por cabrearse porque parte de su secreto ha salido a la luz y le gusta trabajar en el anonimato. Me hace dudar lo de las cartas que ha mencionado y el diario de Teresa López, pero también la forma en que dispuso los cuerpos.
—Porque le gusta inmiscuirse en la intimidad de la gente y destrozarla —dijo Sánchez—. Y por la disposición impactante de los cadáveres.
Bernhardt asintió.
—En cualquier caso me temo que existe una posibilidad de que la publicidad le haga cometer más asesinatos.
El teniente Barrera interrumpió la charla.
—Que todo el mundo compruebe su correo antes de abrirlo. Si no reconocéis el remitente, abrid el sobre con cuidado y utilizad guantes.
—Estoy de acuerdo —dijo el psiquiatra—. Hay motivos para pensar que querrá ponerse en contacto.
Rhodes dejó caer su bolígrafo sobre la mesa y se empezó a masajear las sienes. Al igual que el fiscal adjunto no había abierto la boca desde que entró a la reunión.
—Ya sé que no disponemos de suficiente información —dijo finalmente—. Pero tengo dos preguntas. Dos problemas que no consigo entender y por eso los pongo sobre la mesa. No entiendo por qué se queda un rato en el lugar del crimen después de los asesinatos. No creo que sea para leer los diarios de las víctimas únicamente. Y si resulta que le va el porno, ¿por qué lo ve desde esos sitios? ¿Por qué se la juega en vez de irse a casa?
—A mí también me preocupa ese punto —dijo Bernhardt—. Lo único que se me ocurre es que probablemente eso le añade emoción. Pero también apunta a un cierto grado de arrogancia por su parte. ¿Qué más le preocupa, detective?
—Intentó limpiar el rastro de semen —dijo Rhodes—. Aquello ya era bastante extraño cuando pensábamos que era Brant, pero ahora no tiene ningún sentido. Si le preocupa dejar rastro, ¿por qué no utiliza un preservativo? Si es lo suficientemente inteligente como para borrar archivos de un ordenador, entonces también debería saber que es imposible limpiar un cuerpo completamente para no dejar rastro de su ADN.
Rhodes había puesto aquellas dos preguntas sobre la mesa. Dos cuestiones espinosas. El doctor Bernhardt parecía estar incómodo y tardó unos momentos en contestar.
—Creo que la respuesta a tu segunda cuestión es la misma —dijo finalmente—. No utiliza condón porque se trata de la emoción. Quizá cree que es posible que el rastro de ADN se deteriore. Pero lo más probable es que sea tan arrogante que le importe todo una mierda. Cree que nos puede ganar y que nunca le pillaremos, así que va dejando rastros poco a poco. Lo que es importante que entiendas es que el hombre que buscáis es un monstruo descomunal. Alguien tan consumido por su propio odio que ha perdido su condición humana. Si quiere un símil con la naturaleza le diría que funciona como un tiburón enloquecido. Romeo mata para vivir tanto como vive para matar. Cuando está saciado se calma y se deleita en la siguiente vez que podrá nadar hasta la costa y atacar de nuevo.
Lena escuchó un ruido. Era alguien moviendo una silla.
Se volvió hacia el subdirector Albert Ramsey, que se dirigía hacia la puerta. Pudo escuchar su respiración cuando pasó a su lado y el sonido de sus pisadas sobre la fina moqueta azul. De alguna forma su pelo canoso parecía un poco más blanco y su mandíbula más firme que una hora antes. Salió de la sala y cerró la puerta sin hacer ruido. Lena se imaginó que había llegado el momento de que Ramsey pusiera al corriente del asunto a su jefe. Había llegado la hora de contarle las andanzas de Romeo ese violador malnacido, y también que el caso se complicaba.