Capítulo 47
Fellows se retorció con regocijo al ver cómo los focos de un coche pasaban por delante del suyo. Dejó pasar un instante antes de arrancar el Taurus y seguir a aquel coche colina arriba.
Sabía quién era: Lena Gamble. Ya había leído sobre ella en el periódico y la había visto en televisión, pero cuando la vio en carne y hueso al entrar en la casa de Vista Road fue como una revelación.
Él se encontraba en el cuarto de estar cuando ella entró en la cocina. Se había escondido entre las sombras, enfadado por aquella inoportuna visita, hasta que vio quién era. La siguió por toda la casa, aspirando su fragancia. Encandilado por toda su persona, por aquella visión.
Supuso que de pequeña habría sido rubia y le gustó la forma en que su ondulado pelo castaño le caía ahora por los hombros. Sus ojos soñolientos eran tan claros como una cascada al amanecer. Pero por encima de todo le impresionó su figura, lo bien que se cuidaba y las curvas que podía adivinar con solo cerrar los ojos.
Conducía un maltrecho Honda Prelude. Cuando giró a la derecha en Mullholland, Fellows disminuyó prudentemente la velocidad, porque el Crown Vie había tomado un desvío a la izquierda y ahora eran los únicos dos coches que quedaban en la carretera. En unos pocos minutos, la vio girar de nuevo a la derecha y avanzar colina abajo en dirección a Franklin.
Pensó en tocarla. Fue preciso que hiciera uso de su enorme fuerza de voluntad para no hacerlo. Todavía podía verla de pie junto a la puerta del dormitorio mientras él se escondía en el armario ropero vacío que había justo detrás de ella. Podía escuchar su respiración mientras apreciaba los distintos olores que emanaban de su cuerpo. Quería poseerla ahí mismo: en el suelo de una casa donde se había cometido un asesinato; en la oscuridad y en el silencio total donde podía pensar con claridad y ser él mismo. Se la imaginó gimiendo, susurrándole al oído.
Romeo. Romeo.
Lo mejor era que ella sabía que él estaba ahí. Estaba seguro. No hacía más que apuntar hacia la entrada con su linterna. Miraba en la penumbra como comprendiendo. Podía imaginar sus pensamientos: sabía que él estaba allí, aunque no le podía ver. No podía sentirle deslizándose de una habitación a otra; era tan solo como si percibiera su presencia; como si tuviera la sensación de que estaban juntos y solos y, por primera vez, muy cerca el uno del otro.
Fellows se dio cuenta de repente de su erección apretando contra el cinturón. Un escalofrío surgió entre sus omoplatos justo antes de que su cuerpo entero se estremeciera. Sonrió ante esa sensación placentera sin perder de vista el coche de delante.
El Prelude cruzó bajo la autopista 101 y giró a la izquierda en Gower para dirigirse de nuevo hacia la montaña.
«Se va a casa», pensó, «la noche no ha terminado».
Tras el stop el camino se hizo más empinado. Cuando el coche de Lena desapareció tras la primera curva, Fellows apagó las luces del suyo y condujo unos cien metros antes de volver a encenderlas de nuevo. Era una técnica que utilizaba cuando seguía a alguien colina arriba, algo que había aprendido de Mick Finn, que una noche le explicó que todo era una cuestión de percepción. No de la propia, sino de la persona a la que seguía. Cada vez que apagaba las luces, era como si desapareciera y se tratara de un coche que había salido de la carretera. Cada vez que las encendía era un coche que se había incorporado. Un coche nuevo, distinto. Alguien inocente que casualmente utilizaba el mismo camino.
Fellows supo que el truco había funcionado cuando Lena Gamble metió el coche en el camino de acceso y, antes de que él pasara de largo por delante de la casa, salió del Prelude y se dirigió a la puerta principal.
Sentía la adrenalina circulando por sus venas. Se aferró al volante y avanzó por la carretera hasta la casa contigua. Encontró un sitio para aparcar y volvió a pie. Esa noche había algo en el aire, una especie de electricidad que no podía definir. Todo lo que sabía era que el viento soplaba contra su cuerpo, pero no conseguía aplacar su ardor.
Como poco, necesitaba verla de nuevo. Necesitaba más tiempo para observarla, estudiarla, pensar en cómo sería cuando estuviesen juntos. Imaginar un mundo en el que Harriet Wilson no le rechazaba, sino que él era el que dejaba a Harriet por otra mujer. Por esta, por la del pelo ondulado.
Rodeó el peñasco y comenzó a bajar por el camino de acceso. Escogió una ventana para espiar mientras soñaba que estaba en el paraíso. Era la ventana de su dormitorio, una habitación de la primera planta que daba a una sala de estar. Podía verla sirviéndose un vaso de vino y cruzar la sala hasta el equipo de música. La vio sentarse en el sofá y quitarse las botas. A pesar del viento, podía escuchar la música del saxofón que inundaba la casa.
Durante un instante escuchó el sonido oscilante y vacilante del saxo mientras devoraba la escena con la mirada. De pronto, se dio cuenta de que la mujer que observaba, aquella visión que había perseguido hasta su casa, estaba sufriendo. Lo podía ver en sus ojos turbios, en la forma en que abría la boca. En los frecuentes sorbos de vino. Escuchaba música, algo sobre el dolor. Cuando la canción terminó, el dolor no se fue, sino que se hizo más grande.
Se separó de la ventana y echó un rápido vistazo a la casa en busca de un punto débil. Necesitaba entrar. Necesitaba aproximarse. La noche no había acabado aún.