Capítulo 15
Lena vio a Brant salir del cuarto de baño. Tenía la mirada despejada y la cara relajada. A pesar de su vestimenta arrugada y la barba de dos días, tenía buen aspecto.
—Mi cliente está preparado —anunció Paladino.
Lena no reaccionó ni dijo nada mientras caminaban por el pasillo en dirección al ascensor. Eran las seis y veinticinco de la tarde, más de seis horas después de lo que habían acordado inicialmente, y a estas alturas Lena se consideraba ya inmune a los encantos personales de Buddy Paladino.
El abogado les había estado dando largas desde el mediodía con diversas de excusas.
Al principio, pensó que el retraso se debía a un intento legítimo de Paladino de disuadir a su cliente. Brant no tenía obligación alguna de someterse a la prueba, y los resultados podrían perjudicarle más que si no lo hiciera. Pero una hora antes, Lena perdió la paciencia y convenció a los de Científica para que enchufaran la cámara de la sala Dos. Cuando salió el técnico, Lena le dio «accidentalmente» al micro y encendió el sonido.
Paladino estaba sentado a la mesa manteniendo una entrevista por teléfono mientras le daba sorbos a su Coca-Cola y se ajustaba la corbata de trescientos dólares. Su cliente estaba desparramado en el suelo, con la boca abierta y los ojos cerrados, disfrutando de lo que parecía un sueño profundo e imperturbable.
Aquella espera había sido una jugada, una actuación. Habían perdido un día entero para que Paladino pudiese dar su versión de la historia a los medios de comunicación y para dar a su cliente la oportunidad de descansar.
Media hora más tarde, el abogado salió de la sala con la exigencia de que la prueba se realizase en terreno neutral. Su teléfono, aparentemente, se había quedado ya sin batería. Otro juego. Después de recorrer todo el Parker Center y no encontrar nada que se asemejase a un terreno neutral, Paladino accedió por fin a realizar la prueba en una de las salas de examen de la cuarta planta. Cesar Rodríguez, el psicólogo clínico de la Oficina del Forense, no puso ninguna objeción. Su equipamiento era digital y constaba de un ordenador, dos tubos de goma con unos fuelles que calculaban el ritmo de respiración de un individuo, una simple banda para medir el ritmo cardiaco y la tensión arterial y dos pletinas para medir la humedad de la piel de los dedos. Tenía una versión portátil de ese equipo que cabía perfectamente dentro de un maletín. La prueba se podía llevar a cabo en cualquier lugar.
Lena acompañó a los hombres hasta la sala de examen y les presentó a Cesar Rodríguez, quien les dio la mano y les saludó con una afable sonrisa. Rodríguez era de estatura media y tenía un aire callado, casi paternal, que hacía que la gente se sintiera tranquila a su lado. Al cabo de los años había examinado a multitud de individuos. Era metódico, le gustaba explicar el procedimiento mientras trabajaba y tema la reputación de siempre apoyar a los que pasaban la prueba, si estaba seguro de que no habían mentido.
Pero también era conocido por ser extremadamente concienzudo. Y tenía que serlo, pensó Lena, por todas las argucias que utilizaba la gente para engañar a la máquina. Algunos utilizaban desodorante para evitar la transpiración en las yemas de los dedos, antihistamínicos o sedantes para elevar o disminuir la tensión arterial, tacos en los zapatos que pisaban a cada pregunta para equilibrar la respuesta fisiológica. Desde que las empresas habían empezado a utilizar el polígrafo con sus empleados, habían surgido en la Red un montón de sitios donde se explicaba qué medidas tomar a quienquiera que estuviese en un lío y tuviera que enfrentarse a ese aparato.
Rodríguez señaló una silla al otro lado de su terminal de trabajo, se quitó las gafas y buscó un pañuelo en el bolsillo. La habitación no era mucho más grande que la sala de interrogatorios, pero desde luego era mucho más cómoda. La iluminación era más suave y la silla del interrogado era acolchada y reclinable.
—Vamos a dedicar una hora más o menos a conocernos —le dijo Rodríguez a Brant—. Es ahora cuando me tiene que contar cosas sobre usted. Es su oportunidad para contarme su versión de los hechos, James.
Brant se acomodó en la silla, visiblemente ansioso, aunque con actitud decidida.
—Después de conocernos haré una lista de preguntas. La lista será corta. Diez, quince preguntas como mucho. Luego las repasaremos una a una antes de la prueba, hasta que los dos nos encontremos preparados.
—¿Antes de la prueba?
—Sí. La manera de articular las preguntas es tan importante como las preguntas en sí.
Brant parecía confundido. Rodríguez empañó la lente con su aliento y luego la limpió.
—Digamos que le pregunto a alguien si alguna vez ha tomado cocaína, James. Vayamos más allá. Digamos que les pregunto algo más general y dicen que no, porque en realidad nunca la han probado. Pero digamos que esa pregunta les trae algún recuerdo. Dos años antes, en una fiesta, vieron a unos amigos drogarse. En este escenario, el solo hecho de pensar en la fiesta les hace sentirse incómodos. Si no hablásemos de ello antes de la prueba, si yo no supiera de esa experiencia, hay muchas probabilidades de que el resultado de la prueba fuese un falso positivo. En otras palabras, no se mintió al contestar la pregunta, pero pareció que sí. Eso no ayuda a nadie. ¿Entiende lo que quiero decir?
Brant asintió mientras miraba el ordenador que había sobre la mesa. Rodríguez había guardado de nuevo su pañuelo en el bolsillo y continuó.
—No haremos la prueba hasta que hayamos repasado las preguntas y establecido su nivel de comodidad con ellas. Después, ya estaremos listos. Yo le pregunto, usted contesta lo mejor que pueda y ya está. Es así de sencillo, James, así que, quítese los zapatos y póngase cómodo.
Brant se agachó para desatarse los cordones.
—Me gustaría poder repasar esas preguntas —dijo Paladino.
Rodríguez acompañó al abogado y a Lena hasta la puerta.
—Podrá repasarlas, abogado, podrá repasarlas. Cuando hayamos terminado, será todo un placer imprimirles una copia con los resultados.
Rodríguez sonrió y cerró la puerta. Durante las siguientes dos horas estuvo trabajando a solas con Brant. Al quedarse a solas con Paladino, Lena se giró hacia él y pudo distinguir un leve signo de miedo en sus ojos. Duró solo un instante, pero aun así lo vio. Fue como un pequeño rasguño en la inmaculada carrocería del abogado y un recordatorio del riesgo que había tomado al aceptar la prueba. Enseguida se encogió de hombros, se excusó y, a paso rápido, avanzó por el pasillo hacia los ascensores.
Lena eligió las escaleras que estaban en dirección opuesta. Al entrar en la sala de detectives y aproximarse a su escritorio vio que Rhodes la observaba desde el otro extremo de la sala. Hablaba por teléfono en voz baja. Probablemente con su novia. Lena le devolvió el saludo y se giró sin apenas disimular un bostezo.
La sala estaba vacía.
Barrera y Werner se habían marchado después de la reunión y habían requerido los resultados del polígrafo una vez estuviesen disponibles. Novak y Sánchez habían ido a por algo de comer y no protestaron cuando Lena pidió dos cafés del Blackbird. Pensó que se extrañarían, dado que, a pesar de estar cerca del Parker Center, el Blackbird no era exactamente un favorito de los polis. El café se llenaba de artistas que acudían a la zona en busca de lofts donde trabajar a buen precio. Había sobre todo músicos que trataban de encontrar un lugar tranquilo para tomarse un café y hablar con luces tenues. Siempre que Lena entraba en el café percibía el ramalazo de marihuana proveniente del callejón, aunque siempre había decidido ignorarlo. No estaba segura de cómo reaccionarían Novak y Sánchez, aunque eran conscientes de la reputación del café y sabían que los iban a identificar como policías en cuanto entrasen.
Comprobó su reloj y pensó que tardarían unos diez minutos. Contuvo como pudo otro bostezo mientras se daba cuenta de que llevaba cuarenta horas sin dormir: la jornada laboral de una semana entera para muchas personas. Necesitaba algo en lo que ocupar la mente durante aquel rato, mientras esperaba el chute de cafeína. Algo para contrarrestar el sueño que le cerraba los ojos. Se sentó en la silla y miró el expediente de Nikki Brant. Había, además, otra carpeta azul recostada contra el monitor, etiquetada de manera similar, aunque con el nombre de otra víctima: Teresa López.
El caso todavía llamaba su atención. El estado en que encontraron el cadáver aún se colaba en sus sueños. Teresa López había sido empleada de Global Kitchen & Bath durante diez años. Era un proveedor de sanitarios y fontanería situado a unos cinco kilómetros de su casa, en Whittier, junto al río San Gabriel. Su marido, José, era conductor de autobuses metropolitanos y había empezado por asegurar que, la noche del asesinato, se había visto obligado a quedarse un rato más en el trabajo.
Sin embargo, no había hecho falta utilizar un polígrafo para cambiar su versión. La confirmación de la infidelidad de su mujer finalmente había hecho mella en él. Durante el interrogatorio, le habían mostrado las declaraciones de muchos compañeros de trabajo de Teresa que aseguraban que a ella le gustaba tontear. También rumores de otros vecinos con los que habría tenido una aventura, aunque no se atrevían a hablar. Un análisis de laboratorio que demostraba que el semen encontrado en el cuerpo de su mujer era de una tercera persona. Y un testigo que aseguraba haber visto al amante saltar por la ventana de su dormitorio al llegar José de trabajar más pronto de lo habitual. Al parecer, el hombre que había salido corriendo era Terril Visconte, el jefe de Teresa. Desgraciadamente, Visconte estaba casado y Lena no contaba con que quisiera cooperar antes del juicio. En el escenario del crimen encontraron un reproductor de CD sobre la mesilla con la Sexta sinfonía de Beethoven, junto a una copia de The Times. El crucigrama estaba a medio completar. Durante el interrogatorio en su empresa, Visconte admitió que, aunque le gustaba la música y los crucigramas, no estaba dispuesto a destrozar su matrimonio y admitir algo que no había hecho por mucha prueba que hubiese.
Al fin y al cabo no fue necesaria su declaración.
López había confesado. Lena todavía se acordaba del momento en que lo hizo como si no hubiese pasado el tiempo. Estaban en la sala número Uno con López y su abogado. Novak sacó del expediente una foto del crimen y la dejó caer sobre la mesa. Mientras José miraba la foto de su esposa degollada, Novak le dijo que el caso era muy simple. Tan simple como típico. Teresa López era una mujer atractiva llena de vida y aquella noche José la había descubierto con otro hombre. Cuando se dio cuenta de que los rumores eran ciertos, cuando vio con sus propios ojos que su mujer era una zorra, su odio alcanzó cotas tan elevadas que estalló.
Todo había sucedido en un instante, le había dicho Novak.
López había sufrido una sobrecarga emocional, una momentánea desesperación, así que no era de extrañar que hubiese perdido el control. Era un crimen pasional y su mujer había cometido un gran pecado. Algo que cualquier hombre casado tenía que entender. Por eso había usado el cúter de la caja de herramientas de su mujer y había pintado una cruz en la sábana con su propia sangre.