Capítulo 43

El verdadero nombre de Barbie Beckons resultó ser Esther Ludina. Era una mujer de veinticuatro años que había emigrado desde Moscú a Tijuana y que ahora vivía en un apartamento de dos habitaciones en la confluencia de las calles Eleventh y Ocean Park en Santa Mónica. Pesaría unos cuarenta y cinco kilos de peso y mediría poco más de un metro cincuenta, y eso, con un par de tacones de aguja. Llevaba puestos unos vaqueros ajustados y llevaba bordado su nombre artístico en una blusa de generoso escote semitransparente.

Se había mostrado deseosa de hablar con ellos extraoficialmente y con una franqueza que Lena no esperaba. Aunque ambos detectives estaban de acuerdo en que la descripción física de Romeo que habían preparado mientras conducían para verla merecía la pena ser contrastada, Ludina no les pudo ayudar mucho pero se ofreció a bajarse la blusa y enseñarles la cirugía estética de su pecho.

Ella conocía a muchos hombres que estaban metidos en ese mundo y que tenían lo que ella llamaba «piel de niña». Era parte del trabajo, dijo. Además, casi la mitad de ellos tenían nombres americanos y eran hombres altos. Pero ninguno de ellos era calvo, también por exigencias del trabajo. Una cabeza rapada podía ser sexy en la vida real, pero reflejaba demasiado la luz de las cámaras. Era algo de lo que se había dado cuenta a lo largo de su carrera como actriz, pero también como directora de su primera película X: Barbie y los tres Kens. Era algo que distraía la atención del espectador. Nada bueno, dijo con acento ruso. La única razón por la que los hombres compran toda esta basura es para ver bien a la chica.

Lena tachó su nombre de la lista y volvió al coche. Mientras se incorporaban al tráfico, fue mirando el fichero de Burell y encontró otra modelo. Le dio a Novak la dirección. Exceptuando unas pocas, la mayoría de las veintitrés mujeres de la página Web vivían en la zona de confort de Romeo o cerca de ella.

Repasaron a fondo la lista, y al final del día habían conseguido descartar a la mitad. Encontraron en sus casas a cinco mujeres. Seis contestaron al teléfono móvil y accedieron a reunirse con ellos con tanta premura que a Lena le pareció que estaban esperando la llamada. Todas quisieron hablar con ellos. Para cuando llegaron a la duodécima modelo, Lena vio lo que estaban poniendo en la tele y se dio cuenta del porqué de tanta colaboración.

Las cadenas televisivas competían unas contra otras por ganar más audiencia y habían comenzado a lanzar alarmas a cuenta del caso y a especular sin ninguna base que el asesinato de Burell podía tener algo que ver con lo que ya llamaban los «Crímenes Pasionales de Romeo».

A nadie se le escapaba que los cadáveres empezaban a acumularse. Ya había tres mujeres muertas a las que ahora se añadía un sórdido empresario del porno. Romeo ya no era una simple historia. Se había convertido en una franquicia. Ocupaba los primeros quince minutos de las noticias de las seis, con actualizaciones a lo largo de la tarde e incluso cobertura especial en las noticias de las once. Lena dejó de escuchar cuando un presentador aventuró su teoría de que quizá todo había empezado cinco años antes con el asesinato de David Gamble; el reportero meneó su cabeza hueca y dijo: «el tiempo lo dirá».

El móvil de Novak comenzó a sonar. Miró a la pantalla, murmuró las palabras «mi exmujer» y aparcó delante de un bloque de apartamentos medio derruido a una manzana hacia el este de la calle Main, en el barrio de Venice. Eran las once y media de la noche. Lena oía la lluvia repiquetear contra el techo del coche y notaba las ráfagas de viento racheadas golpeando el coche con fuerza. A pesar de ello, Novak le hizo un gesto y salió del coche teléfono en mano.

Lena se acomodó contra el asiento y dejó vagar la mente mientras veía a su compañero intentar ponerse a resguardo en el alero de un garaje.

Desde que James Brant dejó de ser sospechoso del asesinato de su mujer, todo el mundo consideraba a Romeo como el clásico asesino en serie que seleccionaba sus víctimas al azar. Aunque pensaba que las agresiones sexuales podían haber sido al azar, y a pesar de que hasta el mes pasado Romeo era considerado un violador en serie, Lena creía que los asesinatos significaban algo diferente. Algo que no había salido a relucir hasta que Burell fue torturado y asesinado.

Lena le daba vueltas al asunto en la cabeza mientras miraba a través de la ventana. La muerte de Burell había sido un castigo. Romeo podía ser un psicótico enfurecido, pero asesinó a Burell por un motivo concreto. Una razón palpable y clara que Lena podía entender.

Oyó cómo se abría la puerta y vio a Novak, con la cara mojada por la lluvia, ponerse de nuevo al volante. Cuando la miró, Lena pudo notar en su rostro un gesto de tristeza, de preocupación.

—¿Qué quería?

Puso el limpiaparabrisas en marcha y se incorporó a la carretera.

—Se trata de Kristin. Ha vuelto a las drogas.

Siguieron unos momentos de silencio. La hija favorita de Novak había descarrilado de nuevo. Cuando Lena la vio aquella noche, pensó que no le iba tan mal. Novak torció a la izquierda en Lincoln para poder tomar la autopista que quedaba a unos ochocientos metros de donde estaban.

—Han discutido —dijo—. Kristin se ha escapado y entonces ella ha registrado su habitación.

—¿Qué ha encontrado?

Novak, pensativo, hizo una pausa.

—Creo que coca. Pero necesito asegurarme. ¿Qué te parece si lo dejamos por hoy?

Ella asintió. Era demasiado tarde para seguir trabajando con el listado de Burell.

—¿Quién tiene las llaves de la casa de Holt? —preguntó Lena.

Él se giró intentando adivinar sus intenciones.

—No estoy cansada, Hank. Y la autopsia es por la mañana. Me fui pronto de la casa de Holt, ¿te acuerdas?

—Las tiene Rhodes. Si quieres podemos pasarnos por su casa de camino al centro. Entraré yo, para que no tengas que vértelas tú con él.

Ella pensó en cómo había pasado el día Rhodes, cargándole el asesinato de su hermano al cadáver de Tim Holt. Habría estado pensando en si todo cuadraba a la perfección o si harían falta algunos retoques para que todo encajase bien.

—No, déjalo —dijo ella.

Él se encogió de hombros y se concentró en la carretera. Cuando las luces de un coche que les adelantaba iluminaron la cara de Novak, Lena se dio cuenta de que también él estaba entablando una lucha interna consigo mismo.

—Ha sido un día largo —dijo él.

Ella asintió.

—El típico día que solía acabar con una copa —dijo él.

Ella captó su sonrisa amarga.

—¡A la mierda! —dijo él—. Yo tampoco estoy cansado. Si te encargas tú de las llaves, yo me acerco al escondite de mi hija y en una hora me encuentro contigo en la casa de Holt. ¿Qué opinas?

—Que te compró una Coca-Cola Light.