Capítulo 30
Había tardado unas cuatro horas, pero por fin había terminado con su lote de expedientes: ciento cuarenta y una agresiones sexuales de mujeres entre los dieciséis y los ochenta y cuatro años, residentes en el condado de Los Ángeles. Había sido agotador, otra noche entera de trabajo.
Abrió el frigorífico y se sirvió una copa de vino. Le dio un pequeño sorbo antes de mirar al contestador del teléfono. Cuando llegó a casa había visto que tenía un mensaje del ayudante del fiscal del distrito, Roy Werner, y le seguía pareciendo inquietante. Era un mensaje lleno de rabia, sin sentido, un mensaje que Werner nunca habría dejado en el contestador del trabajo. Al principio, había creído que se trataba de una regañina por haberle dejado fuera de juego con la información del ADN. Pero a medida que se fue calentando y comenzó a proferir gritos, Lena se dio cuenta de que la estaba culpando por haber perdido el caso López. Hacia el final de su perorata se atrevió incluso a insinuar que todavía podía encarcelar a López, a pesar de la evidencia científica que lo exculpaba. Cuando comenzaron los insultos Lena apretó el botón de parada.
Desgraciadamente, la Oficina del Fiscal del Distrito de Los Ángeles llevaba un registro de casos ganados frente a perdidos. Contaban el resultado final de los casos y era un tema importante que sacaban a colación el día de las elecciones a la fiscalía. Era una estadística peligrosa porque empujaba a gente como Werner a querer ganar por encima de todo. Además, no tenía sentido, y muchas ciudades ya no lo hacían. Se preocupaban sencillamente de hacer bien las cosas. Para Lena llevar la cuenta de ganados frente a perdidos era la cara más desagradable de su trabajo. Había hablado muchas veces de ello con su colega de la Unidad de Casos Cerrados.
El análisis del ADN en casos que se habían cerrado antes de la utilización de la tecnología indicaba que en un veinticinco por ciento de ellos se había condenado a un inocente. Las razones eran diversas. Unas veces eran problemas surgidos en la investigación, o fallos en la defensa o en la fiscalía, un informante o testigo que había mentido, o simplemente se habían equivocado. O bien podía haber habido un mal jurado o un juez incompetente. El caso es que los problemas eran constantes y frecuentes. Aunque todos los reclusos que había conocido Lena proclamaban su inocencia, ahora resultaba que uno de cada cuatro podía estar diciendo la verdad.
Werner estaba fuera de sí. Y puede que mereciera la pena guardar su mensaje.
Sacó la cinta de la máquina y le dio la vuelta. Rebobinó la cara Dos hasta el comienzo. Al ir a cerrar la tapa se fijó en un número que había anotado en la libreta que tema junto al teléfono. Intentó acordarse de quién era. Tardó unos instantes en recordar el mensaje que había escuchado el sábado por la noche: Tim Holt, el compañero de su hermano que quería quedar con ella. Lena había estado demasiado ocupada para devolver la llamada.
Comprobó la hora: pasada la medianoche. Era probable que Holt estuviese fuera de casa, bien de copas o bien tocando en algún club. Era la hora perfecta para dejar un mensaje. No tendría que hablar, y así evitaría tener que negarse de nuevo cuando Holt le volviera a pedir que reabriese el estudio de su hermano. Marcó el número. Después de cuatro timbrazos saltó el contestador. Holt sonaba igual de bien que lo había hecho dos días antes, cuando dejó el mensaje. Parecía limpio de drogas, y de pronto Lena se sintió culpable por no querer hablar con el mejor amigo de su hermano.
—Tim, soy yo —dijo después del pitido—. Siento no haberte podido contestar el otro día. Estoy trabajando en un caso, pero puede que nos podamos ver la semana que viene. Intentaré volver a llamarte mañana a la hora de comer. Si no, ya hablaremos durante el fin de semana.
Su reproductor de CD pasó de My favourite things de John Coltrane a little Bird de Pete Jolly. Después de colgar escuchó a Jolly tocar el piano y se prometió a sí misma llamar a Holt cuando creyera que le podía localizar en casa. Luego rodeó la encimera hasta la mesa que había junto a la ventana de la sala de estar, tomó otro sorbo de vino y echo un vistazo a los casos que había apartado para repasarlos con más detenimiento. No había pensado que iba a dar con nada interesante y, sin embargo, resultó que tres expedientes le llamaron la atención. En todos ellos, la agresión se había detenido antes de dejar huella de ADN. Las tres mujeres eran menores de treinta y cinco años y vivían solas. Lo que le llamó la atención a Lena fueron los modus operandi: eran un calco de cómo habían sucedido las cosas la noche en que Nikki Brant encontró su muerte.
Todas las víctimas se habían despertado en mitad de la noche porque un hombre había entrado en su dormitorio.
En el primer caso, el perro de la víctima se lanzó tras el intruso. En el segundo, la víctima encendió la luz al oír que se abría la ventana y el hombre escapó. Desgraciadamente, llevaba un pasamontañas y fue imposible identificarlo. Pero el caso más espeluznante era el tercero. El violador se había desnudado y estaba ya metiéndose bajo las sábanas desde el otro lado de la cama cuando la mujer se dio cuenta y escapó de la habitación. Salió corriendo de su casa y empezó a chillar pidiendo ayuda desde el jardín delantero.
Los tres casos presentaban la misma dinámica que los asesinatos que estaban investigando. Era imposible ignorarlo o negarlo, sobre todo después de haber escuchado al doctor Bernhardt aquella mañana: Romeo había pasado de la violación al asesinato y no había hecho más que empezar.
Lena apoyó su vaso en la mesa y colocó los casos en orden cronológico. Al igual que los asesinatos, los tres casos de violación habían ocurrido en un lapso de un mes el uno del otro. Y las tres agresiones se habían producido durante los seis meses anteriores al primer asesinato. Abrió su agenda semanal y pasó las páginas hasta llegar al calendario. La primera agresión sexual se había producido en octubre del año anterior. En noviembre no había ocurrido nada, pero la segunda y tercera se habían producido entre diciembre y enero. Febrero también estaba en blanco, pero Teresa López había sido asesinada en marzo y Nikki Brant había muerto un mes y tres días después. Si los CD que habían encontrado en los escenarios de los crímenes eran una pista significativa, las únicas sinfonías que faltaban eran la segunda y la quinta. Puede que estuvieran entre el montón de expedientes que había repartido Sánchez al resto del equipo.
Lena alcanzó su maletín y sacó una guía callejera que cubría todo el condado. En la parte de detrás de la portada había un mapa que se podía desdoblar y que nunca había utilizado. Apartó la copa de vino y lo extendió sobre la mesa mientras cogía un rotulador. Puede que fuera algo más que una teoría. Puede que no hubiesen estado tan desencaminados o retrasados en la investigación, sino todo lo contrario: parecía que los acontecimientos eran tan incipientes que ni siquiera habían podido establecer un patrón.
Se recordó a sí misma que estaban buscando a un violador en serie que se estaba transformando en otra cosa: Romeo había pasado de la violación al asesinato.
Localizó el lugar donde había ocurrido el primer intento de violación y escribió la fecha junto al nombre de la víctima. Después de los dos siguientes, añadió el de Teresa López y el de Nikki Brant y se alejó del mapa para observar mejor.
El caso López era una anomalía en el patrón. Era un punto aislado, a unos cincuenta kilómetros al otro lado de la ciudad. Se resistía a descartar su relación con los demás, pero no podía ignorar la singularidad de ese caso. El asesinato de Nikki Brant y los intentos de violación habían sucedido a unos tres kilómetros de distancia entre sí, en el Westside. Si unía los puntos, la intersección quedaba justo en Venice Beach.
Lena carecía de experiencia en la resolución de crímenes sexuales, pero había trabajado en suficientes robos como para saber que los lugares donde se producen los delitos representan la zona donde el criminal se siente seguro. También sabía que lo que estaba pensando en aquel momento no era una mera conjetura, ni tampoco una intuición o consecuencia del vino que se había tomado.
El asesino había comenzado a actuar en la zona de la playa porque vivía allí. Conocía las rutas de escape que utilizar si algo iba mal. Sabía cuál era el camino más rápido de vuelta a casa si era perseguido. Y por eso, al menos en una de las agresiones, se había tenido que poner una máscara. Había ocultado su identidad porque era vecino del barrio y le podían descubrir. Porque era por ahí por donde andaba por la calle, llenaba el coche de gasolina y empujaba el carrito de la compra.
El asesino, quizá el mismo Romeo, vivía en alguna casa cerca de la playa. Y si fuera realmente el Romeo que pensaban, entonces había sucedido algo dos meses antes que le había empujado al abismo.
Volvió a observar el mapa. Había algo que la inquietaba, pero no daba con ello. Al dirigir su mirada hacia el puerto, se dio cuenta de qué se trataba.
Avis Payton vivía en la zona de confort del asesino.
Aunque Novak también había estado de acuerdo, se preguntaba si había tomado la decisión adecuada. Después de haber confirmado la historia de la mujer con el banco y haber verificado que su padre era policía en Salt Lake City, Lena llamó directamente a la Pacific Division en vez de avisar al equipo de vigilancia de la Sección de Investigaciones Especiales, que era la que les correspondía. No lo hizo porque no solían actuar a no ser que tuvieran un sospechoso concreto que vigilar. Dedicar efectivos a vigilar un domicilio solo con la excusa del robo de un bolso podía parecer un derroche de recursos, pero Lena no podía dejar de preocuparse, ya que había localizado la casa de Payton en el mapa y calculado la distancia que había desde ella a Venice Beach.
En ese momento sonó el teléfono. Era la una de la mañana y pensó que podía tratarse de Novak o incluso Rhodes. Se miró la mano cuando fue a alcanzar el teléfono y recordó lo que había ocurrido entre ellos en el ascensor, la forma en que le había acariciado la mano con la mirada y lo que se le pasó por la cabeza cuando la mirada de él se dirigió hacia su cadera. En el fondo, deseaba que se tratara de Rhodes.
—Siento molestarla —escuchó decir a un hombre—. Espero no haberla despertado. Soy Teddy Mack, del FBI y es la única hora a la que puedo llamarla.
Lena acercó una banqueta de la cocina y se sentó. La brisa que entraba por la ventana abierta jugueteaba con el mapa que había encima de la mesa.
—Le oigo muy mal —dijo ella—. ¿Dónde está?
—En un sido adónde nunca querría venir. Es medianoche y estamos todavía a más de cuarenta grados. Estoy fuera de mi hotel. El único lugar donde consigo señal es aquí, en un área de un metro más o menos en el vestíbulo. Si pierdo la conexión volveré a llamarla.
Sonaba incómodo y tenso. Podía oír el ruido de fondo del revoloteo de papeles movidos por el vendaval que soplaba por la noche. En el desierto hacía falta estar a resguardo.
—¿Ha tenido ocasión de leer el informe?
—He tomado algunas notas —contestó él—. Creo que tienen un problema y quería comentárselo.
El FBI le estaba diciendo que tenían un «problema». Lena echó una mirada rápida a los expedientes que tenía esparcidos por la mesa.
—Supongo que se puede decir que tenemos un problema, sí —dijo Lena.
—Sea lo que sea, sí que veo un problema. Empecemos por la pornografía y por qué se conectó a una página porno desde la casa de Nikki Brant.
—Utilizó una tarjeta de crédito robada para acceder a la página —dijo Lena—. Pero no entendemos por qué se queda en las casas después de los asesinatos.
—Ya llegaremos a eso —dijo Mack—. ¿No cree que es extraño que se moleste en usar una tarjeta falsa para hacerse miembro del sitio cuando lo podía haber hecho tranquilamente desde su guarida, sin ningún tipo de riesgo ni mayores consecuencias?
Rhodes había planteado la misma pregunta durante la reunión que mantuvieron con el doctor Bernhardt.
—¿Cree que ha cometido un error? —dijo ella.
—No necesariamente. Creo que puede tratarse de dos motivaciones muy diferentes. O bien está muy metido en el porno o está embarcado en una cruzada contra algo y quiere mantener esa pornografía bien alejada de su casa. Los temas religiosos a los que recurre para colocar los cuerpos me hace pensar que quiere mantenerse distanciado de esas páginas. No las quiere en su casa. Lo que quiero decir es que es posible que Romeo llegara hasta esas páginas por motivos no tan obvios. ¿Dieron con el dueño de la tarjeta de crédito?
Lena le puso al corriente de sus averiguaciones de las últimas cinco horas y le contó que pensaban que Teresa López y Nikki Brant fueron las dos primeras mujeres que Romeo asesinó.
—Volvamos ahora a la forma en que dispone los cadáveres —dijo Mack—. Creo que han dado con algo. Su informe menciona que han repasado los expedientes de homicidios y que nada les ha llamado la atención. Si hubiera algo más, probablemente se habrían dado cuenta. Westbrook está repasando nuestra base de datos también. Espere un segundo.
Escuchó cómo Mack ponía la mano sobre el teléfono y hablaba con alguien en susurros. Regresó al cabo de un momento.
—Disculpe —dijo—. Lo que quería contarle es lo siguiente. Creo que Bernhardt está en lo cierto, pero hay algo más.
Lena alcanzó la libreta que había junto al teléfono y cogió un bolígrafo.
—Adelante.
—El truco de Romeo está en que se trata de un observador. Por la razón que sea, se dedica a espiar.
—¿Cómo llega a esa conclusión?
—Deme un momento.
—De acuerdo —dijo Lena—. La clave de ese tipo es que le gusta observar.
—Eso es. Vive a poca distancia de sus víctimas. De momento, vamos a asumir que tiene usted razón. Los modus operandi coinciden y Romeo intentó violar a las tres mujeres que dice usted. Aunque una violación es un asunto complejo, se trata sobre todo de la sensación de poder. Cuando no pudo controlar la situación, no atacó a la mujer que encendió la luz y no persiguió a la siguiente víctima por toda la casa. Se escapó porque había perdido el control. Por eso los asesinatos significan un cambio patológico, un comienzo nuevo. Está evolucionando hacia la necesidad de cometer la mayor violación de todas: el asesinato. Su deseo es tener un control absoluto, y tenerlo a toda costa. ¿Me sigue?
—Lo estoy anotando, Teddy. Pero me suena mucho a lo que ya ha dicho el doctor Bernhardt.
—Esto es lo que quiero que tenga en cuenta. Están buscando a alguien que puede pasar perfectamente desapercibido en su entorno. Alguien que no destaca en absoluto hasta que lo aíslas y te das cuenta de lo raro que es en realidad.
—Estamos hablando de Venice Beach.
—Ya lo sé, Lena. Pero escuche. El tipo que buscan es una persona herida de alguna forma profunda y está buscando que alguien experimente lo mismo que ha sufrido él. El culmen de su deseo sería cometer un asesinato mientras hubiera alguien observando.
—¿Todo esto lo deduce por la información que le he enviado?
—En parte sí —dijo Mack—. Pero realmente me di cuenta cuando descubrí la razón por la que se queda tanto tiempo en los escenarios de los crímenes después de cometer los asesinatos.
Lena levantó una ceja.
—¿Por qué lo hace?
—La motivación de este hombre es observar, como le he dicho.
—Sí, pero diga. ¿Por qué se queda después de asesinar?
Mack habló en voz baja.
—Lo hace porque quiere ver la reacción del marido.
Pasaron unos instantes antes de que Lena asimilara aquella revelación. La atravesó profunda y súbitamente, al igual que una bala que penetra en la piel y la destroza.
Romeo leía los diarios de sus víctimas, curioseaba sus cuentas bancadas y sus notas personales. Se quedaba un rato viendo pornografía en el ordenador. Escuchaba música y sentía debilidad por Beethoven. Cuando llegaba el periódico de la mañana hacía el crucigrama.
Romeo esperaba a que el esposo llegara a la casa. Disponía a sus víctimas para escandalizar a la primera persona que las encontrara, no para la policía.
Mack carraspeó.
—La reacción del marido hacia su esposa es la clave de todo. Para él es tan importante como la violación o incluso el asesinato. Podría ser la verdadera razón por la que mata en primer lugar. Por eso le he dicho que tienen un problema. Este tipo es de otro planeta. No se le puede comparar con nada conocido.
Lena se quedó unos instantes sin habla. No podía quitarse de la cabeza a José López y a James Brant, lo que tuvieron que ver y nunca podrían olvidar. Quizá por eso, José López quería morir en la cárcel antes que salir de allí. Quizá por eso, Brant falló el polígrafo. Daba igual cómo le plantearan las preguntas: no podía olvidar lo que vio.
Cuando por fin recuperó el habla, la voz de Lena no era más que un susurro.
—Ya veo. Romeo quiere que el marido sufra tanto como ha sufrido él. Por eso tiene que quedarse y verlo con sus propios ojos.
—Sí, por eso les espera hasta que llegan a la casa. Me apostaría lo que fuera a que estaba en la casa cuando llegó Brant y se encontró el cadáver de su mujer.
Mack tapó de nuevo el auricular para hablar con otra persona. Lena podía escuchar el sonido de la línea, unas pisadas y un coche. Mack no iba a dormir aquella noche, se dirigía al desierto.
—Tengo que dejarla Lena.
—Gracias por ponerme al corriente —dijo ella—. Quizá podamos…
La señal se perdió. Lena se quedó mirando el teléfono unos instantes antes de apagarlo. Al cabo de un rato se percató del saxofón que se oía de fondo. Su reproductor de CD había dado la vuelta y tocado cinco discos y había acabado con Winter Moon de Art Pepper. Escuchaba la música, aunque no podía quitarse la imagen de la cabeza. La imagen de Romeo viendo cómo Brant descubría el cuerpo de su mujer. Aquello se salía de los límites de la cordura.
Se puso un jersey sobre los hombros, cogió su copa y salió fuera a tomar un poco el aire. El viento había cambiado y ahora soplaba del este despejando la niebla marina y revelando un cielo sin estrellas. Al sentarse junto a la piscina mientras bebía el vino escuchó algo en la oscuridad y miró hacia el jardín al borde de la colina. Descubrió un coyote que observaba la piscina mientras se relamía. Se quedó mirándola un rato antes de volverse al bosque con la cola baja. Se había quedado sin bebida, al menos hasta que el horizonte estuviera despejado.
Se giró hacia la ciudad, y siguió las luces con la vista hasta detenerse en Venice Beach, a unos veinticinco kilómetros de allí. Miraba el territorio conocido de Romeo: la zona en la que se encontraba cómodo y conocía todas las vías de escape y la manera más rápida de llegar a su casa.
Se aferró al jersey y terminó su bebida.
Aquella noche no encontró nada en aquellas vistas que le resultara especialmente reconfortante. Únicamente la quietud, la brisa fresca y la promesa de otro vaso de vino para poder quizá conciliar el sueño en algún momento y abandonarse luego a un descanso reparador.