Capítulo 37
Durante la última hora había visto cómo Harriet se trabajaba a Burell. Estaban sobre una toalla bajo las estufas de gas que había junto a la piscina. Ella no parecía sentir ni cansancio ni frío. Y tampoco parecía que se hubiese llevado el resto de la lasaña a su casa para meterse pronto en la cama.
En cambio, Harriet estaba aquí, con ese bastardo, arrullando como un pajarillo.
Al principio, Fellows no podía ni mirar. Cuando se dio cuenta de que era ella, realmente ella, se apartó pensando que iba a vomitar. Fue un momento, nada más, un par de segundos. Luego se volvió hacia ellos, fascinado por el espectáculo, con la mirada clavada en los dos.
Pensó que el mundo podía ser un lugar horrible. Pensó en todo lo que la gente es capaz de hacerse los unos a los otros para conseguir lo que quieren. Lo que necesitan para estremecerse de emoción.
Fellows sabía bien que él mismo había experimentado esos sentimientos anteriormente. Y también que, con el paso de los años, se había vuelto un experto en recobrar la compostura. Un maestro en mantener a raya su extraordinaria fuerza interior. Agazapado en lo alto de la colina que daba al jardín trasero de la casa, encontró un lugar donde esconderse y poder disfrutar de unas buenas vistas. Cuando vio a Burell quitarle la ropa a Harriet, cuando miró su cuerpo desnudo a la luz de la luna, cuando fue testigo de cómo aquel viejo verde besaba y manoseaba los pechos de su querida Harriet, permaneció inmóvil. Cada músculo, cada hueso, perfectamente inmóviles. Tan solo le quedó aquella espantosa sensación en el estómago. Se le revolvían todos los humores internos como una tormenta a punto de estallar. Algo que consiguió domar gracias a su enorme fuerza de voluntad.
Según veía y escuchaba iba grabando cada detalle en su cerebro. Las imágenes eran tan vividas que sabía que no iba a ser capaz de olvidarlas y que no necesitaría anotar nada en su diario para recordar cómo Burell se trabajaba a Harriet. Y Harriet se trabajaba a Burell. Un espectáculo que le hería hasta lo más profundo. Y cuando por fin Burell la penetró por detrás como si fuese un perro, cuando Fellows escuchó a Harriet gemir de placer y creyó que el cielo se caía y el mundo se acababa, entonces, dio las gracias por una cosa, una sola. Su amigo y ayudante no podía ver aquello. Finn estaba de guardia en algún lugar del jardín delantero de la casa.
Respiró profundamente, rebobinando las imágenes en su cabeza mientras veía a Burell quitarse su estúpida peluca y servir una copa de vino tinto a Harriet. Incluso desde aquella distancia pudo ver la marca y supo que se trataba de una botella barata de los supermercados Trader Joe’s. Cuando por fin acabó el espectáculo, Burell se levantó y cogió un albornoz mientras Harriet seguía remoloneando en la toalla. Fellows se detuvo en aquella imagen porque le resultaba sumamente inquietante. Aquella mirada de desilusión en su cara. Podía ver que no quería que Burell se hubiese marchado tan pronto y se imaginó que habría querido acurrucarse un rato con él.
Podía notar el corazón a toda máquina al observar cómo Burell la ignoraba. Notó su sangre en efervescencia cuando por fin la vio levantarse y cojear hasta la silla, cuando vio la mueca de dolor en su cara mientras alcanzaba su ropa.
Fellows pensó en la copia de su ficha laboral que había robado de la oficina, en su historial médico, que estaba en la página dos. Aunque las piernas de Harriet eran arrebatadoras, una era unos tres centímetros más corta que la otra. No era un defecto congénito, sino el resultado de una operación que le hicieron al romperse una pierna cuando era una adolescente. Cuando Fellows le preguntó por aquello, ella le dijo que se había caído por unas escaleras. Quizá era aquel brillo en sus ojos cuando hablaba del accidente. Quizás era la manera en que siempre trataba de cambiar de tema lo que le hizo dudar. En cualquier caso, y después de haberla sondeado lo más delicadamente que pudo, Fellows llegó a sospechar que alguien la había empujado. Más triste aún, el sospechoso número uno era su padre, a quien Harriet nunca mencionaba y con el que no se hablaba desde hacía tiempo. Sabía que había crecido en una familia religiosa muy estricta. Que era de la Nebraska rural, y que de niña Harriet apenas podía jugar con sus amigos del colegio. Después de enterarse de su doble vida en la Web de Burell, aquel retrato se completó y Fellows se convenció de que habría sido víctima de abusos de pequeña.
Comprobó el reloj. Se hacía tarde. Cuando se giró hacia la casa, pudo ver a Harriet acabarse el vino y dirigirse a las escaleras. Burell no le ofreció otra copa ni la acompañó escalera arriba. Al igual que hacían los animales, una vez que se habían aprovechado de las debilidades del otro, todo lo que quería hacer era seguir adelante. Era la ley de la jungla. Había marcado su territorio y había vuelto al día a día. Burell estaba enrollando un cable y guardando la cámara.
La luz del coche de Harriet barrió la casa vecina. Cuando por fin el ruido del motor se desvaneció en la noche, divisó una cara familiar en el jardín contiguo. Era Finn, que le indicaba con un gesto que no había nadie alrededor. Cuando su amigo y compinche corrió hasta el jardín de entrada, Fellows se levantó de su escondite en lo alto de la colina.
Miró su ropa, pulcramente doblada sobre el suelo. Podía sentir sus músculos. El aire frío de medianoche contra su piel afeitada. Movió la cabeza de arriba abajo, para aclararse la mente, y sacudió los brazos.
Sería una venganza moral. Lo había decidido. Como una lección. Parecido a lo que se haría a un caballo con una pata rota. Con su modesta aportación, estaría contribuyendo a la salvación del mundo.
Unos instantes después, se lanzó a la carrera hacia la puerta corredera de la entrada, precipitándose cuesta abajo mientras hundía los dedos de los pies en la tierra. Mientras avanzaba a zancadas captó el aroma de Harriet. Se llenó de aire los pulmones deleitándose con la fragancia de su cuerpo que había quedado en la toalla. Pensó que atravesaba el paraíso. Sintió oleadas de energía recorrer su cuerpo. Enrojeció. Para cuando llegó a la casa y entró de golpe en ella, sus brazos se habían convertido en alas y su cuerpo entero estaba incandescente.
Charles Burell había tenido otro mal día, el segundo de una mala racha, y se preguntaba qué habría hecho para merecérselo. Todo había empezado el día anterior, cuando aquellos dos policías llamaron a su casa y le presionaron para que repasara toda la maldita lista de clientes. Ahora, mientras lanzaba los cables a la balda y miraba en el espejo, pudo ver a un loco, un intruso escondido tras las escaleras, observando todos sus movimientos.
¿Qué más podía pasar?
Aunque no reconoció la cara del extraño, se imaginó que era del barrio. Su sesión de sexo con Harriet había sido todo un espectáculo. Y, la verdad sea dicha, sabía lo que le ponía a esa zorra. A esta hora de la noche se oía todo. El tipo probablemente había estado rondando por el jardín, le vio montándoselo bien y se puso como una moto. Quizá si ignorara a aquel imbécil se le pasaría el calentón y se largaría.
Burell cerró el armario, fue a alcanzar su copa de vino y miró de nuevo al espejo. El tipo seguía allí, con la mirada fija en él desde detrás de las escaleras.
Miró el teléfono mientras calculaba qué opciones tenía. No parecía buena idea llamar a la policía. Los odiaba. En especial la variedad de palurdos locales. Si venían a su casa y veían la planta de abajo empezarían a husmear y querrían saber más cosas de su negocio, como había pasado con aquellos dos detectives. Y lo peor es que estos no se iban a callar, porque no estarían investigando un asesinato. Podía ocasionarle problemas en el vecindario, dañar su reputación y su imagen. Burell había tratado por todos los medios de mantener en secreto su negocio. Todos los patanes que tenía de vecinos pensaban que todavía ejercía la abogacía, solo que se trataba de que era afortunado con las mujeres. El que se las tirara cinco o seis veces por semana, cada vez una diferente, formaba parte de su éxito, lo mismo que el Rolex que llevaba y la flota de Mercedes que conducía.
Sería mejor que manejara la situación él solo. Que persiguiera a aquella rata bastarda fuera de su casa. Dejó la copa y se desprendió de sus modales civilizados. Cuando se sintió preparado, avanzó rápido por el sótano y miró de frente al hombre fingiendo una pequeña sorpresa como de «sabía que esto acabaría ocurriendo».
—Se acabó la fiesta, amigo —dijo—. Coge el camino de vuelta y lárgate.
El hombre estaba escondido en la oscuridad, pero cuando avanzó hacia la luz, Burell se llevó un susto que no pudo disimular.
El intruso estaba completamente desnudo. Era corpulento como un armario y tan dotado como un caballo. Con todo, lo que más aterrorizó a Burell fue su cara. Sus ojos mirándole como desde otro mundo, ardiendo desde sus cuencas y atravesándole desde el fondo de la habitación. Sin duda alguna ese tipo era un auténtico lunático. Hora de cambiar de táctica y llamar a la policía.
—Demasiado tarde —dijo dando unos pasos hacia su oficina—. Se ha ido a casa. Si quieres mojar, búscate tu propio trofeo. Esta es mía.
El hombre se mantuvo en silencio, pero le seguía observando con aquellos diabólicos ojos. De repente, se lanzó a por él y Burell intentó gritar, aunque estaba demasiado aterrado como para poder moverse. El hombre le agarró por el cuello y lo estrelló contra la pared. Algo sonó a roto y el aire se le escapó de los pulmones. Antes de que pudiera gritar, el culturista le agarró como si fuese un muñeco y le aplastó la cara contra el suelo.
Perdió el conocimiento y todo se fue diluyendo hasta una completa oscuridad.
Un momento después abrió los párpados y vio que aquel gigante sin un solo pelo se alejaba. Intentó recobrar el aliento. Intentó pensar a través de aquel torbellino. Su táctica de abogado le había servido igual de poco que siempre. Necesitaba otro plan. Vio un charco de sangre en el suelo y el Rolex aplastado, roto. Se fijó que le dolía la boca y se pasó el dedo por los dientes. Le faltaban unas cuantas fundas. Dos arriba y tres abajo. Empezó a pensar de manera más clara mientras calculaba lo que le estaba costando aquella noche: unos veinte mil dólares fácilmente. Y tres dólares y diecinueve centavos de la botella de vino.
Necesitaba una escapatoria. Un acuerdo válido para ambas partes.
Sabía por experiencia que el truco de una negociación efectiva era descubrir qué quería el adversario. Miró al hombre. Su cuerpo esculpido y su piel extra suave. Estaba analizando el estudio, pasando por delante de la oficina y los platos de rodaje. Cuando llegó a la falsa sala de hospital y se paró, Burell levantó la cara del suelo y habló.
—Podría convertirte en estrella.
El hombre se dio la vuelta y le miró, pero permaneció en silencio. El corazón de Burell palpitó pero, increíblemente, se repuso lo suficiente para articular otra frase.
—Con ese cuerpo podrías ser el puto amo. Eres un semental y yo te podría lanzar a la fama.
Por fin había conseguido captar la atención de aquel chiflado. Estaba seguro. A pesar de su boca rota y su manera de farfullar había conseguido interesarlo. Si pudiera hacerle morder el anzuelo. Si pudiera conseguir que saliera de ahí.
—Tengo amigos en este negocio. Muchos amigos. Solo necesito hacer una llamada. Puedes tener chicas todos los días que quieras y además ganarías una pasta.
El hombre le sonrió como si fuese idiota. Burell se sentó, agarró el Rolex del suelo y se lo colocó en la muñeca. Le había enganchado. Había picado.
—Haremos una prueba. Tú escoges la modelo. Pagaré todo yo, porque sé cuidar a mis amigos. ¿Qué te parece? ¿No hablas mucho, no?
—No.
—¿Cómo te llamas? Un semental como tú necesita el nombre adecuado.
El hombre permaneció callado. En su lugar, agarró una bata de enfermo del plato de hospital y se la lanzó.
Burell lanzó una risa nerviosa.
—No, esta noche no, conmigo no. Escogeremos una chica y grabaremos mañana. Cuando quieras. Si te van las perversiones, cobran más, pero me lo puedo permitir. Puedo permitírmelo todo.
El hombre le dio una patada.
—Cállate de una puta vez y póntela.
Había sido una patada muy fuerte. Le dejaría un moratón. Peor aún, parecía que el tipo quería tirárselo a él. Burell se dio cuenta de repente de su erección y se apretó el albornoz. No era por aquel culturista. Era la doble dosis de Viagra que se había tomado una hora antes de que llegase Harriet. La tenía tan dura que de hecho le dolía más que la boca. Tardaría otras dos o tres horas en desaparecer el efecto. Lo que le preocupaba de verdad a Burell era lo que podía pensar aquel hombre si se daba cuenta. Lo que le aterraba era que aquel armario con piernas pensara que era él quien le excitaba.
Se sonrojó y empezó a sudar al pensarlo.
No había tenido nunca esos pensamientos, se consideraba el típico galán heterosexual. Aunque era verdad que se la había chupado a su mejor amigo cuando tenían once años, solo había sucedido aquella vez. Algo que le había comido la moral, había disminuido su confianza con las chicas cuando era adolescente y había intentado olvidar desde entonces. No quería que aquel hombre le jodiera aquella noche. Ni aquel tipo escalofriante ni ningún otro.
El tipo le dio otra patada. Tan dolorosa que pensó que le había roto la pierna. Profirió un gemido, aunque intentó olvidar el dolor mientras procuraba ponerse de pie como podía. Le temblaban las piernas y casi se murió de vergüenza al descubrir su cuerpo trémulo al quitarse el albornoz. Podía notar que el hombre le estaba observando, midiéndolo, sin quitarle los malditos ojos de encima.
Se preguntó si lo que estaba a punto de pasar sería catalogado de violación. Estaba seguro de que sí. Si pudiese hacerlo sin sacar nada a la luz, perseguiría a aquel podrido hijo de puta hasta el final. Pero mientras se ponía la bata, consciente de que tenía una abertura por detrás que le dejaba el culo al descubierto, emergió un débil rayo de esperanza. El hombre cogió el frasco de Viagra. Leyó la etiqueta mientras barruntaba algo que Burell no acababa de entender.
—Si quieres ese frasco, llévatelo —dijo—. Invita la casa, amigo. Tengo una caja llena en la oficina. La consigo barata por Internet. Es tan fiable como una póliza de seguro, pero necesita su tiempo. Al menos una hora, a veces dos.
«Al menos una hora, a veces dos». Tendría tiempo suficiente para imaginar cómo escapar de esta.
El hombre mudó la sonrisa de la cara, como si hubiese tomado una decisión. Acto seguido empujó a Burell hasta el escenario de hospital, le lanzó sobre la cama y se empezó a reír.
A Burell le entró pánico mientras se agarraba a las sábanas y lloriqueaba con frenesí.
—Lo haremos mañana —soltó—. Si no te van las chicas, buscamos un tipo. Otro semental como tú. Hay gente para eso también. Todavía podrías ganar mucha pasta.
El hombre no parecía enterarse de lo que le decía. Todo lo que hacía era reírse. Era una risa estridente, sin control. Una risa atolondrada y repugnante al mismo tiempo. El sonido más espeluznante que jamás había oído Burell.
Entonces fue cuando el hombre, de pronto, hizo un gesto inesperado. Sin avisar, el culturista le metió una píldora a Burell en la boca. Burell farfulló. Cuando por fin, en medio de su confusión se dio cuenta de que era Viagra, intentó escupirla. Podía verse la cara en el espejo que había junto a la cama. Las manos inmensas apretándole la garganta. Podía notar sus dientes rotos y los picos que sobresalían en sus encías, el estremecimiento de sus mejillas enrojecidas. Su cuerpo entero como un manojo de nervios a punto de estallar.
Se la había tragado.
Intentó apartar la cara pero notó que le metía otra pastilla en la boca. El dedo le provocó arcadas, pero también se la acabó tragando.
Se retorció y miró al monstruo, rogando en silencio mientras se cruzaba con su mirada. Demasiadas pastillitas azules y tendría un ataque al corazón.
Bajó los ojos y se fijó en que el tipo ahora llevaba puestos unos guantes de vinilo. Burell se dio cuenta de que aquel gigante desnudo no había venido a su casa porque estuviera cachondo o quisiera convertirse en una estrella del porno.
El truco en cualquier negociación estaba en entender qué quería realmente el adversario.
Había calculado mal. Lo había estropeado todo. Sintió una enorme tristeza y se apoderó de él una ola de desesperación.
Necesitaba idear otro plan y sabía que necesitaría por lo menos al geniecillo de la lámpara maravillosa para salir de aquella. Algo que incluyese tres deseos y una mujer bella que le sirviese, como en aquel viejo programa de televisión. Todavía mejor, podía ser que al final aquel hombre se volviera razonable y le ofreciera un poco de clemencia.
En cambio, el cabrón sacó una tercera pastilla del frasco y se la metió en la boca mientras le decía:
—Espero que tengas hambre, pedazo de mierda.