LA MONTANA MAGNETICA
En esta región del mito se sitúan también, a modo de barreras que impiden su acceso, mares interiores de difícil navegación, montañas abruptas, tribus antropófagas, ciudades de hechiceros y selvas—la jungla de Kipling—llenas de grandes serpientes, simios feroces y toda esa fauna fabulosa que se nos describe en las historias de Hasán el de Bazra y en la relación de los siete viajes de Simbad, el marino.
Entre esos accidentes geográficos descuella, en primer término, la famosa montaña magnética, que aparece ya en la historia del tercer zâluk, el primero de los personajes de Las mil y una noches, que aborda a esos parajes.
En la Historia del alhamel y las mocitas nos cuenta el mismo zâluk cómo el barco en que navegaba hubo de estrellarse contra la referida montaña, que, con su poder magnético, atrajo a sí al navío, provocando su desintegración.
La montaña magnética, o montaña-imán, era, según esa referencia del príncipe náufrago, una negra montaña en cuya cumbre se alzaba un caballero de bronce, jinete en un corcel del mismo metal, y que en su pecho ostentaba una gran plancha de plomo, con una inscripción mágica, en la que se decía que allí habrían de estrellarse todos los navíos mientras el tal jinete se tuviese en pie sobre su cabalgadura.
Como es natural, todo alrededor de la montaña veíanse restos de embarcaciones, cuyos clavos y herrajes saltaran y se desprendieran por efecto de la acción de aquella mole de piedra imán.
Esta es la primera noticia que aparece en el libro sobre esa fabulosa montaña, que el primero en mencionar fue Ptolomeo al hablar de las islas Maniolei, en la India extragangética, y que luego, en la Edad Media, pasa a figurar en la literatura caballeresca de Occidente, encontrándosela por ejemplo en la Historia del duque Ernesto de Baviera, compuesta a fines del siglo XII por el poeta alemán Enrique de Weldeck, y en la novela francesa titulada Descripción, forma e historia del noble caballero Berino y del valiente y muy caballeresco campeón Aigres del Imán, su hijo.
También Rabelais se hace eco de esa leyenda y asegura que el ajo es poderoso a neutralizar el efecto desintegrador del imán.
Pueden relacionarse, asimismo, con estas montañas magnéticas las montañas de diamante que Mandeville describe, y la roca magnética de Puttock, en su Peter Wilkins.
Silvestre de Sacy, en su Disertación, que sirve de prólogo a la versión alemana de Gustavo Weil, considera indiscutible el origen oriental de la leyenda, aunque no da detalles acerca de su elaboración ni base natural que pudiera servirle de punto de partida.
Tenemos, pues, que contentarnos con los parcos datos que sobre ella nos dan el tercer zâluk y Simbad, el marino, sin pretender ahondar más en la materia.
Solo diremos que en el siglo XVIII, cuando se tradujeron a lenguas europeas Las mil y una noches, coincidiendo con la atención que entonces dedicaban los hombres de ciencia al magnetismo, la montaña-imán impresionó grandemente las imaginaciones y suscitó debates sobre la posibilidad de su existencia.
En las Memorias de mi vida, de Goethe, podemos ver cuánto impresionó esa leyenda la imaginación infantil del gran escritor, que ya entonces, es decir, en su niñez, se preocupaba por los fenómenos científicos y hacía pequeñas experiencias de magnetismo con una piedra imán.
La piedra imán estuvo muy en boga en todo el siglo XIX y raro era el niño que no tenía entonces ese juguete científico y no hacía con él pequeños experimentos como el gran Goethe, en tanto los sabios los hacían en grande en sus laboratorios.
A la piedra imán atribuíansele virtudes mágicas, profilácticas y terapéuticas, y con ella se fabricaban talismanes y cinturones, que daban la buena suerte y la salud.
Hoy la electricidad ha eclipsado al magnetismo y la piedra-imán ha perdido interés, siendo sustituida por la pila eléctrica, con la cual se siguen elaborando, no obstante, análogos talismanes y cintas, que comunican energía y salud a quienes los llevan. Al menos así lo aseguran los anuncios.