LOS ALFAYATES O SASTRES

Tienen los sastres, en el folklore universal, la nota de hombres bonachones, pacíficos, sedentarios y algo femeniles, en razón a la vida tumbona a que los obliga su oficio, y también porque algo se les pega de estar entre mujeres y manejar la aguja.

Ellos, sin embargo, están muy engreídos con su profesión, pues saben por instinto la importancia del arte sartorial, aunque no hayan leído el Sartor resartus de Carlyle, que puede transformar al hombre y convertirlo de mendigo en príncipe, pues el traje es por naturaleza un disfraz, una máscara, y todo el mundo va al sastre, como al fotógrafo, en súplica de que le favorezca al hacerle su envoltura de crisálida, y solo el sastre sabe lo que bajo ese disfraz se oculta, sobre todo en Oriente, donde las amplias túnicas pueden disimular una joroba, una mano cortada de ladrón y hasta unos pies torcidos.

Los sastres son, por todo ello, y porque desde luego llevan el mejor traje, hombres presumidos, frívolos y un poco ilusos también, que no en vano, mientras le dan a la aguja, dejan libre la imaginación y pueden hacer viajes maravillosos sin moverse de su tarima oriental ni descruzar sus piernas. Los sastres son de suyo soñadores, como las mujeres, y, como ellas, curiosos, y desde el fondo de su tienda atisban a todo el que pasa y se entregan sin querer al hilo de sus meditaciones con olvido, a veces, del otro hilo de su aguja. ¡Quién sabe el anagrama psicológico que encierra un hilván mal hecho, un respingo en la tela!

Esa circunstancia de tener las manos ocupadas y la imaginación libre hace de los sastres hombres a un tiempo picaruelos y bobalicones, que por un lado están en todo y por otro no están en nada, pues no pueden apurar nunca el hilo de una meditación, tienen que interrumpirse a cada paso para enhebrar la aguja y saltan de una cosa a otra y padecen de esa dispersión de la atención que impide el encadenamiento lógico de las impresiones.

De ahí que el sastre, filosófico en potencia, hombre de medida y número, que conoce, además, el derecho y el revés de las cosas y posee una psicología empírica de sus clientes, no pueda llegar nunca a formarse una teoría, un sistema filosófico, y solo sea, como el barbero, un archivo de anécdotas e impresiones aisladas; su filosofía es puramente empírica, fragmentaria, y en último término se reduce a encogerse de hombros y dejar correr la hebra del tiempo y condescender con los caprichos de los parroquianos, que nunca tienen los mismos gustos.

El sastre acaba por ser un hombre amable, social en grado sumo, transigente, que así tiene que serlo quien, por razón de su oficio, se ve obligado a agacharse todos los días más de una vez, y ese aire de superioridad que adopta al tomar las medidas del cliente, cual si fuese a tomarle su ficha antropométrica, es pura pose, y el metro en su mano es tan inofensivo como las tijeras, que solo son agresivas en lo de sisarle tela al parroquiano; el sastre es un hombre tan buenazo e ingenuo como el barbero, de cuya locuacidad participa, resultando, como él, entremetido y molesto de puro oficioso y servicial.

El sastre, que viste al desnudo y practica, al fin y al cabo, aunque sea por su por qué, una obra de misericordia, no puede sustraerse del todo a esa semblanza filantrópica de su oficio, y así es corriente que fíe y se avenga a cobrar a plazos y hasta los hay que, como el proverbial sastre del Campillo, no cobran la tela y todavía ponen el hilo.

Los sastres de Las mil y una noches no desmienten su fama folklórica; son hombres buenos y de buen humor, sociables, hospitalarios, prontos a acoger en su tienda al peregrino y ayudarle, y hasta a hacer en su favor de Celestinos, poniéndose las medias azules o buscando quien se las ponga.

Varios son los sastres que aparecen en Las mil y una noches, mostrando perfiles parciales de la profesión; el primero en hacerlo es ese sastre del cuento del jorobado, el judío y el corredor de comercio cristiano (Noches 25 a 27), que, en compañía de su mujer, sale a dar un paseo vespertino por las calles de Bagdad y se tropieza con ese jorobeta borracho, que es el bufón del jalifa, y por instigación de la esposa lo lleva a su casa, para divertirse con él, y lo obsequia con una cena, en el curso de la cual la sastra lo atraca tanto que da lugar a que se atragante y se le quede atravesado en el gaznate una raspa de pescado, que al parecer le ocasiona la muerte, lo que da pie para la serie de aventuras tragicómicas en que unos y otros sucesivamente se van echando el muerto, que por ventura no lo está.

En esta historia tenemos al sastre, hombre de buen humor, imprudente, pero, sobre todo, calzonazos, demasiado complaciente con la esposa, que lo maneja a su gusto y lleva en aquella casa los pantalones, lo cual es exacto a la letra, pues la mujer oriental viste de antiguo esa falda pantalón que en nuestro Occidente aún asusta a los hombres y a las mujeres gordas; el sastre peca aquí de hombre de poco carácter y demasiada guasa, pero la contrición sincera que luego siente al ver las fatales consecuencias de sus bromas y la prontitud con que se presenta a la justicia para confesar su crimen y evitar que condenen a un inocente, aun sabiendo que no se librará de la horca, pone de manifiesto su buen fondo y lo exime de excesiva censura, pues con ello deja bien parado su nombre y el de todo el gremio sartorio.

Otro sastre figura en la historia de los hermanos del barbero de Bagdad, y este nos muestra ese perfil de ilusa presunción y bobería que antes señalamos; este necio hermano del necio barbero tiene tan alta idea de sí mismo que encuentra la cosa más natural del mundo que la mujer del vecino, cuyo rostro vislumbra a través de una claraboya, se haya enamorado locamente de él, sin que se le ocurra pensar que es una trapisondista que piensa aprovecharse del hecho de que él se haya enamorado tontamente de ella.

No hemos de transcribir aquí la serie de ardides de que la vecina, en combinación con su marido, se vale para despojar y encima vejar al iluso del sastre, empezando, como es natural, por encargarle prendas que luego no le abonan, con lo que el hermano del barbero viene a mejorarle la marca al famoso sastre del Campillo.

Por si fuera poco, marido y mujer planean un chantaje y aquella da al sastre una cita en su casa, de noche, en la que los sorprende el agraviado esposo y, para salir del paso, no tiene más remedio que casarse con una esclava del matrimonio, con la que no le dejan dormir la noche de bodas, que, en vez de eso, es para él noche de tortura, pues lo ponen a mover la piedra del molino de un panadero, que lo arrea como si fuera un mulo.

El presumido sastre pierde en esa aventura todo su dinero y, además, la buena fama, y todo ello sin comerlo ni beberlo, pues ni siquiera le dejaron probar la fruta del cercado ajeno ni del propio.

Este sastre es el más prolijamente diseñado en el libro como escarmiento de vanidosos imprudentes, y fuerza es reconocer que, aunque en cierto modo lo merezca, el bromazo con que paga ese defecto es harto excesivo, pues en el fondo no desmiente la bonachona condición de su clase sartoria y la facilidad con que se deja engañar es la prueba mejor de su inocencia. Como en el caso anterior, el buen nombre de su gremio queda bien parado y él mismo solo peca de ligero.

Esa misma buena pasta fundamental del sastre resalta en las otras historias del libro en que interviene el hombre de la aguja; en la del príncipe Seifu-l-Muluk es un sastre el que facilita al enamorado joven el acceso hasta la bella princesa Bedietu-ch-Chemal, poniéndole en comunicación con quienes pueden llevarlo hasta allí, de suerte que su hilo de sastre es el hilo de Ariadna, que le sirve para que no se extravíe en el laberinto de su pasión.

Esto es cuanto puede decirse en pro y en contra de los sastres de Las mil y una noches, sin entrar en interpretaciones ocultistas como las del teósofo Roso de Luna, para el cual esos sastres no son tales sastres, sino maestros iniciáticos, legisladores, cuyo nombre de sastre deriva del sánscrito «shastra» —artículo de la ley—, siendo ellos los que hilvanan o cosen esos artículos para formar el código de la ley moral.

Roso de Luna funda, como siempre, su etimología en la semejanza fonética y relaciona directamente la voz latina con el vocablo sánscrito, saltando el término arábigo, que no se presta a ese cubileteo y que aquí es hayyata (de donde el español anticuado al-fayate, que perdura como apellido); es muy posible que la tesis del teósofo sea cierta, pero por lo que hace a los sastres de Las mil y una noches no nos parece que puedan ser maestros más que de su oficio ni coser otra cosa que telas, aunque a veces actúen como zurcidores de voluntades.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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