EL CRISTIANO
Esa misma ambivalencia de efectos se observa también en el caso de los cristianos, francos o rumíes, que figuran en estas historias, y sobre todo en ese gran epos del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos, eco patente de las luchas de los primeros judíos con el emperador bizantino Heraclio, que sirvieron de argumento a un sinfín de leyendas.
El odio racial y el fanatismo religioso de los musulmanes se desahoga allí con una violencia de sarcasmo que hace pensar en el Voltaire de La doncella y del Diccionario filosófico, con su interpretación chabacana y aviesa de los ritos y símbolos de las religiones. Baste recordar que el sectario árabe convierte en excremento la unción, el carisma que el gran Patriarca de Constantinopla administra a sus guerreros para animarles al combate.
Es esa una carga satírica que sobrepasa incluso a las que Luciano de Samosata dedica a los últimos paganos de su tiempo. Todos los personajes, príncipes, reyes o patricios del bando ortodoxo que figuran en el poema se nos muestran caracterizados deliberadamente, aquejados de todos los vicios y designados con nombres grotescos; el caso se repite en la Historia de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492), y tan incapaces y torpes, que obran a impulso de esa vieja petera, llamada Zatu-d-Dahuahi o La Calamitosa, traidora, astuta, pedorra y tríbada, para que nada le falte, y que es la verdadera alma que los anima y el resorte que los mueve a la acción y los maneja a su gusto como muñecos, con el alhiguí de un triunfo que naturalmente se trueca en su ruina.
La única criatura que resplandece entre esa turba, maligna y grotesca con fulgores de santa y mártir, es la reina Abrisa, cuyo encanto legendario debió ser harto fuerte para que la respetase el rapsoda.
Ese epos de la lucha entre las huestes de la Cruz y de la Media Luna es un documento interesantísimo, de información psicológica, al par que una obra maestra en su género tragicómico, que recuerda a un tiempo mismo a Ariosto y al Tasso.
Una cosa, nada baladí, se advierte en él y que significa una pleitesía en esa diatriba a la raza de los infieles, y es el honor que el rapsoda rinde a la mujer cristiana, tocante al capítulo del pudor y la honestidad conyugal, no solo en la pintura que hace de la princesa Abrisa, sino en el elogio que incidentalmente tributa a Zafiya (Clara o Pura), la consorte cristiana del rey Omaru-n-Nômán, madre de los cuasi gemelos Noshetu-s-Semán y Zu-l-Mekán, esos dos ejemplares hermanos, proclamándola la más recatada de las esposas del lascivo déspota.
Una casi réplica de esta historia la tenemos en la de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera, en que también luchan guerreros de la Cruz y del Islam, describiendo el narrador a los primeros con trazos de caricatura y motes grotescos; como es de rigor, salen aquellos derrotados y es la propia Maryem quien vence y mata a sus tres cabecillas, que son sus hermanos, consumando un triple fratricidio, que, según el cuentista, redunda en su honor, pues la heroica joven profesa en secreto el Islam y su lucha personal con sus tres hermanos infieles viene a ser un episodio de la guerra santa.
Esta historia, como también la de Alí, el de los lunares, que es una variante del mismo tema, tiene, además, el interés de mostrarnos el trato que los monarcas católicos daban a los cautivos musulmanes y que, por cierto, no era muy duro (para los que se salvaban de la muerte inmediata), pues los destinaban al servicio de los monasterios.
En esas páginas que indicamos se advierte cierta admiración del rapsoda a la mujer cristiana como amante y esposa, superior a la musulmana, según debe ser efecto de su educación más libre, y, al mismo tiempo, más cohibida por los principios religiosos; toda religión ya sabemos que en esencia es una Erótica, y hay que reconocer que el amor en el monógamo Occidente es más ambicioso, libre y sublimado que en el polígamo Oriente, donde la dispersión afectiva se opone a la concentración amorosa en un solo objeto y solo se logra en casos excepcionales.
El harén tendrá siempre algo de burdel y por eso los turcos regenerados lo han abolido de raíz.