LA TAPADA
La tapada es la mujer que rompe su clausura—Ipsipila que rompió la crisálida—y, harta de aguardar vanamente el amor tras las tapias y rejas de su retiro, se lanza decidida a buscarlo, encubriendo su audacia con algún pretexto plausible.
La tapada es un misterio; puede ser una jovencita que nunca todavía conoció el amor y puede ser también una casada insatisfecha o una mujer caprichosa, una anormal del erotismo, una sádica, una vampiresa, como decimos hoy. ¿Quién sabe lo que puede ser una tapada ni adónde puede conducir al hombre que siga la indicación de sus medias miradas y sus medias palabras?
La tapada puede ser esa mujer «peregrina» que Salomón nos pinta en sus Proverbios, saliendo, como una meretriz entre las sombras del véspero, al paso del bello e incauto adolescente, para invitarle a compartir su perfumado lecho, con la insistente cantilena: «Ven, gocemos hasta el alba; estoy sola en la casa; mi marido salió y no volverá hasta que amanezca...»
Pero también puede ser una virgen intacta, una prometida del ensueño, que, como la esposa del Cantar, sale a buscar por la ciudad, entre la muchedumbre, al esposo que desvela sus noches y no llega a llamarla, golpeando en su puerta.
La tapada es un misterio. Bajo su largo velo puede encubrirse un hada o una bruja.
Sobre la tapada gravita siempre la sospecha de la «buscona», ese otro tipo clásico de nuestra novela. Pero seria un error el asignarle una significación rotundamente peyorativa, como hace Adolfo Reyes en sus Ensayos moriscos, al estudiar ese tipo de mujer en nuestra novelesca. No siempre la tapada es una mujer fatal, interesada o de erotismo pánico, instintivo, sin un ideal ni una voluntad de elección; una escapada de las antiguas pandemias, una ninfómana o una trapisondista.
Hay casos en que así es, pero hay también otros en que es todo lo contrario; una idealista del amor, una soñadora que, en sus andanzas por calles y zocos, va buscando un tipo determinado de hombre para darse a él por entero, y pone en ello un tino y un cuidado, una sagacidad que maravillan, y hacen pensar que, al dejar su jaula ese pájaro humano, ya llevaba su ideal erótico forjado en el fuego de una soledad ardiente y pura.
Hay, en general, un legítimo anhelo de afirmación personal, de reivindicación feminista, en el gesto de esas mujeres que pugnan por evadirse de sus doradas cárceles; son las precursoras de esas desenchantées de Loti, de esas jóvenes turcas que, en nuestros días, reclamaron y obtuvieron el derecho de la mujer moderna a vivir su vida.
Hay dos tipos de tapada y de los dos hallamos personificaciones abundantes en estas historias miliunanochescas: la tapada lúbrica, perversa, que colecciona amantes y sensaciones de placer, en la Historia del médico, el judío (Noches 31 a 33), que prostituye a su hermana menor y luego la asesina, celosa, y la joven soltera, huérfana y rica, cansada de esperar, que, con el alma y el cuerpo encendidos en honrado fuego de naturaleza, corre calles y zocos en busca del amante soñado, como la Sulamita del Cantar en busca del suyo, real y momentáneamente perdido.
Esta última variedad de tapada representa, en rigor, el recurso heroico y lícito a que apela una soltera en Oriente, y en Occidente también, para pescar novio, saltando por encima de los prejuicios sociales que dificultan o retardan su arribo, entorpeciendo arbitrariamente el juego natural de los sexos; son mujeres que se plantan en un plano de naturaleza y cuya descalificación solo dimana de su actitud de rebeldía ante las llamadas buenas costumbres por la sociedad.
Otro tanto puede decirse de la viuda joven que no se aviene a dar por terminada, a la muerte del esposo, su vida erótica y a morir con él, en suicidio moral. Tales mujeres serán perfectamente comprendidas y no moverían a nadie a asombro ni escándalo en nuestras progresivas sociedades modernas en que la mujer ha reivindicado su paridad con el hombre y redimido por el trabajo su antigua servidumbre.
Tal tipo de tapada lo tenemos en la heroína de esa Historia del corredor de comercio cristiano (Noches 27 a 28), huérfana de un padre que fue un alto funcionario y, al morir, la dejó rica, pero pobre de afectos y de porvenir; falta de providente tutela que por ella vele, al llegar a la edad de casarse ella misma vela por sí y trata de resolver su problema y, si incurre en censura por el medio que emplea, y que nos la hace juzgar como una vulgar vulgivaga, termina mereciendo toda nuestra admiración, con esa patética ternura que muestra hacia el amante, que se arruinó por ella y perdió la mano en frustrado intento de robo, para seguirle recompensando sus noches de placer.
La presunta aventurera se crece y agiganta hasta lo más sublime del amor cuando, ante la mano cortada del joven, lejos de sentir repugnancia ni desvío, experimenta una reacción de violenta ternura y, estimando en lo que vale su galante sacrificio, le muestra guardados e intactos todos los regalos que le hiciera y manda a llamar a toda prisa al cadí y los testigos para que los casen y todos sus bienes pasen a ser propiedad del buen amador que se arruinó por ella.
Su muerte, que sobreviene poco después de eso, puede dar fe de lo hondo y sincero de su dolor y del reproche íntimo que sentiría ante aquella mano cortada que, de haber ella hablado a tiempo, no faltaría ahora en el juego de sus tiernas caricias.
Aquel muñón oculto entre los pliegues de la manga amargaría sus noches conyugales, que ya no serían noches de placer, sino de penitencia, en que las caricias irían mezcladas con sollozos: la suprema voluptuosidad sería el llorar abrazados.
Como en otras historias, lo serio en esta se descubre al final, después de un juego que parece frívolo, como si el narrador quisiera confirmar la frase coránica de que esta vida no es un juego, sino una cosa seria.
Pero la tapada no siempre es así: una mujer capaz de tal sublimación erótica; muchas veces es una verdadera meretriz de la peor ralea y con matices de sadismo mortal, y en vez de conducir al elegido a los paraísos del amor, llévalo, como Salomón previene en sus Proverbios, al matadero y al infierno.
En la Historia de Al-Haddar, el hermano del barbero, el segundo (Noches 39 y 40), tenemos un ejemplar de ese sadismo atenuado en aquellas jóvenes bagdadíes que cada noche envían a una dueña en busca de un joven inexperto, a cuya costa se divierten, sometiéndole a pruebas absurdas, sin llegar a darle luego el premio prometido.
Las referidas muchachas, que son unas guasonas de gracia—no se puede negar—, hacen que el hermano del barbero, engolosinado con el endisque de gozarlas a todas, se deje afeitar bigote y cejas y pintar la cara como una mujer, operación que ellas hacen reventando de risa, y luego le obligan a correr en cueros detrás de ellas, también en desnudismo integral, de sala en sala, con promesa de dársele si las alcanza y coge, hasta que de pronto el joven, sin saber cómo, se encuentra en la calle, ya con sol y gente, y es conducido, como transgresor de la moral, en su adánico traje a presencia del guali, que lo manda azotar y, además, lo destierra cual a sujeto peligroso, que compromete las buenas costumbres.
Ese picante episodio, que parece tomado de la crónica galante y libertina del París de fin de siglo, y en que se trata simplemente de unas chicas de buen humor que se aburren, tiene una réplica agravada en ese otro del quinto hermano del barbero (Noches 42 a 44), en que el inocente sadismo de la burla se complica en el expolio y la muerte del burlado.
Allí la casa a que la dueña conduce al inexperto joven es una especie de castillo de irás y no volverás, y la broma termina trágicamente para el invitado en lo mejor del juego, ya que cuando más cerca piensa estar del placer, a una seña de la taimada anfitriona, entra un negro armado de alfanje, que hiere alevoso al huésped y lo precipita en una sima que será su tumba ignorada.
Pero el hermano del barbero, que no es tan tonto como parece, logra evadirse de aquella fosa llena de cadáveres putrefactos y planea su venganza tan hábilmente, que la lleva a cabo según la pensara; disfrazado de persa, hácese conducir nuevamente por la vieja a la casa, llevando el alfanje apercibido bajo la túnica y con él da muerte al esclavo homicida y a su sádica señora, poniendo fin para siempre a sus crímenes.
La historia tiene cierta analogía básica de argumento con La Atlántida, de Pierre Benoit, aunque el novelista francés enriquece su narración con hartas variantes de escenario, tiempo y motivación, y hace que su héroe—un oficial de spahis—, después de evadirse de la fatal guardia, vuelva a ella, no para matar a Antinea, sino para ser uno más en el panteón de sus numerosos muertos de amor, dando ese giro romántico a la tendencia suicida de un complejo de tedio y desencanto, expresivo de su incapacidad de adaptación a la monotonía de la vida de cuartel en una pequeña población de Francia.
Los críticos que han tildado La Atlántida de Benoit de ser un plagio de She, de Rider Haggard, no han tenido en cuenta este precedente oriental, que muy bien podría haber influido en la concepción de ambos autores, aunque después de todo la cosa viene rodando de la Odisea y el prototipo de esas mujeres fatales es Circe, la encantadora.
Estas mujeres son las que contaminan de sospecha a la tapada, bajo cuyos velos podrían ocultarse, por lo que seguir a una tapada es jugarse la vida a un naipe aventurado; la tapada lo mismo puede llevaros a la gloria que al infierno y hacer que toda la vida os alegréis u os doláis de haberla seguido.
Pero no se puede generalizar el anatema contra una clase de mujeres entre las que se encuentran heroínas como la hija del emir Barakat y Schemsu-n-Nehar, que, en vez de matar, muere de amor.
La tapada más peligrosa no es la que sale ella misma en busca de aventuras, sino la que se vale de la «dueña», como de cebo; la dueña, esa vieja desencantada y resentida con el hombre, que ya no se fija en ella; esa vieja oriental, tan fuera ya del sexo que hasta la ley le exime del velo, cuando más necesario sería para encubrir su fealdad; esa cuasi eunuco, en cuyo complejo pasional solo pervive la avaricia y el ansia rencorosa de perder a quienes a ella se confían; esa dueña barbada, celestina en potencia y bruja por esencia, es peligrosa como cimbel de incautos.
De ella arrancan todos los males y ella es, por regla general, la inductora de la joven ingenua o venal que la envía a la caza de víctimas; esa vieja que, por serlo, tiene toda la ciencia del diablo es la que urde todos esos enredos y la que, con su sádico gozo, se complace en llevar a la ruina a los jóvenes enamorados, por odio senil a la juventud, la belleza y el amor.
En todos estos enredos eróticos siempre anda de por medio una vieja; ella es la que en la trágica Historia de Amina (Noches 18 y 19) induce a la blanda esposa del hijo del jalifa a dejarse dar del mercader, a cambio de unas telas, aquel beso de marca, requintado fatídico.
Ahí vemos ya en cierne a la Celestina de Rojas, que no hay que olvidar era un judío converso, y, a fuer de tal, conocedor de las literaturas orientales.
Reunid todos los rasgos psicológicos y todas las hazañas de las mil celestinas desperdigadas por Las mil y una noches; fundid en una sola pieza a la vieja Zatu-d-Dauahi, a Dalila la ladina, la madre de Seineb, la trapisondista; a la vieja del cuento del quinto hermano del barbero y a la del de Sobeida, que da lugar a un crimen pasional milagrosamente frustrado, y tendréis la Celestina, con mayúscula antonomásica, de Rojas.
A los rapsodas árabes les faltaron alientos para llegar a esa gran figura representativa y se quedaron en aproximaciones; pero no les faltaron piezas y elementos para forjarla.
La Celestina española, con aleaciones latinas, está en potencia en esas viejas taimadas, enredadoras e inquietas de Las mil y una noches, y con nombre de «dueñas» han pasado a nuestra literatura del Siglo de Oro.
La dueña sigue a la tapada como la sombra al sol; es su inseparable, su demonio, la voz de su subconsciente reprimido, la psicoanalizadora de sus complejos y la inductora de sus actos.
La dueña con la tapada—o viceversa—han pasado a nuestra literatura por mediación de la morisca, la mora conversa, que comunicó a nuestras mujeres esa costumbre de taparse, que las venecianas tomaron probablemente de las turcas, y de correr las calles, seguidas de una dueña; la tapada y la dueña fueron personajes reales de nuestra vida nacional, y por eso en ninguna otra literatura se produjo ese arquetipo perfecto y definitivo de la Celestina de Rojas.
La tapada y la dueña, de abolengo morisco, arraigan tanto entre nosotros, que llegan juntas hasta el siglo XVIII y dan materia a Goya para llenar cartapacios de láminas satíricas. Luego, la libertad de las costumbres ahuyenta esos fantasmas; pero aún hay una supervivencia de ellos en la dama que coquetea cubriéndose la cara con el abanico y en la señora de compañía, en la «carabina» de la novela rosa.