LOS MERCADERES DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»

De la Arabia a la China, sobre la tierra «aún húmeda del diluvio», que dijo el gran Hugo, los mercaderes trazaron los primeros caminos, que eran sendas de amor y comprensión entre los hombres.

En su libro El porvenir del siglo XIX ha hecho resaltar Eugenio Pelletán, con su prosa inspirada y elocuente, de orador y poeta, la importancia del comercio en los orígenes de nuestra civilización. Y antes de él reconoció Goethe la función humanística de los comerciantes, equiparándoles en categoría civilizadora con los exploradores y los misioneros.

Los mercaderes son los hombres pacíficos que persiguen el lucro lícito por medio del trueque de valores, en vez de buscarlo por la violencia, como los guerreros y los bandidos. Puede que a veces se valgan del engaño y aun del dolo, según dieron a entender los griegos, dándoles a Hermes por patrono; pero aun así, siempre el comercio representa una forma atenuada, cortés, de la rapacidad del conquistador y el bandolero.

Pero precisamente por su pacífica condición en la India brahmánica, la casta de los sudras, o mercaderes, se inscribe debajo de la del chatriya o el guerrero, según corresponde al espíritu aristocrático de aquella sociedad, aunque quede por encima de la del paria o trabajador manual, viniendo a ser un término medio entre ambas castas extremas.

En la India es el brahmán el que señorea la escala social, como en China el mandarín el dignatario; pero taoteu, el mercader chino, es uno de los elementos reconocidos como sostenes del Estado, que es allí pacifista y se rige por la moral de los filósofos.

En los pueblos occidentales, indoeuropeos, de tipo aristocrático, como los persas y los propios griegos (ya sabemos a qué atenernos respecto a la democracia griega, esa igualdad política entre los grandes), el prejuicio contra el mercader se ha mantenido hasta época relativamente moderna; el comerciante ha sido siempre suspecto de dolo por una parte, y por otra, de cobardía.

Igual prejuicio rige entre los antiguos hebreos y árabes, hasta el Evangelio y el Corán; en la Biblia actúan sobre todo el levita y el guerrero, y es en el Evangelio donde adquiere el mercader categoría literaria y social en parábolas y alegorías.

Entre los árabes, el mercader, por su calidad de hombre pacífico, es mirado con desdén por los grandes señores del desierto, que viven de la franca rapiña; pero en su Corán Mahoma, el Profeta, que en su juventud fue mercader, hombre de transacciones pacíficas, cortés y persuasivo, rehabilita implícitamente al comerciante, reconociendo los fueros de la ganancia lícita, y él mismo ennoblece personalmente, por haberla ejercido, la condición mercantil.

En uno de los cuentos de Las mil y una noches se cita un significativo hadizs del Profeta, que dice: «La mejor ejecutoria de la nobleza es la hacienda.»

A partir de la era islámica, el mercader goza de absoluta responsabilidad en el seno de esa sociedad fundada por un ex mercader y son solamente los beduinos montaraces, los restos irreductibles de la antigua era anárquica, individualista, los beduinos del desierto, los nómadas, que aún siguen viviendo bajo la tienda de campaña, como sus abuelos, y manteniéndose del pillaje en todas sus formas, los que continúan abrigando ese prejuicio despectivo hacia el mercader apacible y sedentario, que habita en las ciudades, muestra en su cara fina una palidez de eunuco, es un obeso prematuro, engaña a las gentes sencillas y es, en suma, un hombre corrompido y vicioso.

Todas las reacciones del puritanismo religioso en el Islam han salido del desierto como estallido de la lucha siempre latente entre campo y ciudad.

En Las mil y una noches el mercader, como clase, aparece dignificado, constituyendo un elemento reconocido y respetado de aquella abigarrada sociedad medieval, con sus gremios, su lugar de actuación en los zocos; su scheij o síndico, sus marchantes o corredores y sus subastadores, por decirlo así, colegiados.

Cada gremio mercantil tiene en la ciudad un zoco respectivo; hay el zoco de los vendedores de telas, de los drogueros, de los joyeros, y también—¡oh dolor!—de los mercaderes de esclavos. Las transacciones mercantiles están allí intervenidas, como decimos hoy, por los gremios; la libertad absoluta de comercio no existe; toda mercancía que llegue de fuera ha de pasar por manos de los corredores autorizados, previa la venia del síndico; ningún particular puede vender nada en el zoco por sí mismo; la libertad de comercio solo existe entre los individuos; todo el mundo puede comprar en el zoco; pero nadie puede vender en él, sino los mercaderes.

Cuando el hijo de un mercader llega a la pubertad, que en esos climas precoces se manifiesta a los catorce años y aun antes, su padre lo conduce al zoco, montado, como él, en una mula, precedido y seguido de esclavos, que apartan al transeúnte con sus gritos de Balak!, Balak!, amagándole al mismo tiempo con sus palos, y lo presenta con toda solemnidad al scheij y a sus compañeros de gremio, para que lo reconozcan de allí en adelante como su sucesor en el negocio, con el cual motivo hay su correspondiente intercambio de obsequios y cumplidos y circulan las copas de vino y las bandejas de dulces, como en un bautizo.

El zoco moro es el escenario de la vida social de los hombres de Oriente; algo así como el ágora de los griegos, el lugar donde se dan cita los negociantes y los fulleros, los recitadores de versos y cuentos, los pícaros de toda laya y los simples mirones, desocupados y curiosos o desorientados, a fuer de forasteros.

Todo el que llega por primera vez a una ciudad, después de buscar jan en que alojarse, se dirige por natural gravitación al zoco a vender o compra o pasear entre aquella muchedumbre abigarrada, en expectación de aventuras, que no falta el carcheur o castigador, a la moderna, entre esos hombres de aire tan serio.

Muchas de las historias de este libro tienen su punto de partida en el zoco y allí tropieza más de un viajero con el encuentro que ha de decidir de su destino, porque en esos ricos bazares de Bagdad o Bazra puede hallarse todo y, entre ello, lo que todo lo vale, o sea el amor.

El amor, que no tiene precio, surge muchas veces en el zoco, donde todo lo tiene, y de repente ocurre que el mercader, que solo pensaba en el negocio material, se ve de pronto metido en el otro negocio de mayor importancia, el único que la tiene, pues de él depende nuestra dicha o desgracia en el mundo y, también, quizá en la otra vida la salvación o perdición de nuestra alma, que para el místico sí que constituye el gran negocio, magnum negotium.

Y aquí tenemos ya el sentido simbólico de que es posible la profesión de mercader y la tangencia literal que da paso a la metáfora mística y explica el por qué los mercaderes han dado tanta materia de parábola a los filósofos y a los profetas.

La cosa arranca de los orígenes mismos de la fábula y el apólogo moral; en los Avadaras indios, compilación que algunos consideran anterior a las de Esopo, Fedro y Lokmán, el mercader aparece ya como una figura representativa; Sócrates, en sus Diálogos, se sirve de términos y símiles mercaderiles, y lo mismo hace Jesús en sus parábolas evangélicas.

El mercader y su negocio, encamina do a la adquisición de la riqueza material, con la atención y el afán que en ello pone, sirve de ejemplo y de contraste para el neófito que persigue y anhela la gran ganancia de la vida eterna, del tesoro espiritual o la Sabiduría.

No es menester apelar a las claves teosóficas de Roso de Luna para hacer resaltar el sentido alegórico que puede darse a esas historias en que intervienen mercaderes.

Por la asiduidad, el desvelo y la sagacidad mental que su profesión requiere, es el buen mercader un modelo digno de proponerse a la imitación del aspirante a sabio o santo y exhortarle a tratar el asunto de la salvación del alma como negocio de importancia suprema, por el cual debemos sacrificarlo todo.

Los maestros budistas han organizado de tal modo su catequesis en este sentido, con tan menuda casuística, que sus ejercicios de noviciado parecen haber servido de modelo a las grandes compañías norteamericanas para su plan de recluta y adiestramiento de agentes de venta de sus máquinas registradoras o sus coches en serie.

Los mercaderes de Las mil y una noches son tanto más dignos de servir de modelo a los místicos que anhelan granjearse el amor divino cuanto que, por lo general, son hombres que niegan la condición de mercader y están dispuestos a dar graciosamente todo lo que poseen, a cambio del amor, en cuanto este se presenta en su tienda; son mercaderes con alma de príncipes y a veces de verdad, como Alí-ben-Bekkar, el que muere de amor por su Schemsu-n-Nehar, la esclava del jalifa; pero aunque no sean príncipes de la sangre (que eso sea quizá un encarecimiento literario), lo cierto es que, en tratándose del amor, se portan como tales y se desprenden de todas sus riquezas con una facilidad que hace pensar no les costaron nada.

Cierto que son jóvenes, y esto explica su facilidad para enamorarse; pero precisamente en el amor es donde se acredita la calidad de las almas y esos jóvenes mercaderes orientales ponen en el amor una delicadeza, una exquisitez y una esplendidez que los sublima a héroes de poema romántico.

Aun en la escala de la simple sensualidad, del capricho erótico, proceden como en el plano de la gran pasión, y ese mercader de la historia de Amina, la estigmatizada, paga con una fortuna ese único beso que da a la joven en su tienda y que es causa de su desgracia conyugal; ahora que ¡hay que ver qué beso fue ese, tan absorbente y voraz, cual beso de vampiro, de un sadismo voluptuoso y refinado, como de un maestro que poseyese toda la ciencia práctica del Kamasutra indio y no hubiese hecho otra cosa toda la vida que besar! Beso fatal y memorable, por no decir sonado, de esos que dejan huellas indelebles, hacen correr la sangre y son al modo de un sacramento demoníaco.

No es de extrañar, pues, que Amina pierda el sentido bajo la impresión de ese cauterio y vuelva a su casa como una posesa.

Los mercaderes de Las mil y una noches son hombres que no parecen tener otro negocio que el negocio del amor; sus tiendas y trastiendas son escenarios de galantes citas y trampas disimuladas donde teje su tela la araña del amor; los ricos tejidos de Cachemira o de Mozul, las joyas salidas de manos de los orfebres persas, las perlas prodigiosas que acaso han costado una vida de buzo, son solo un pretexto, un anzuelo para atraer al amor, y cuando este llega en figura de una linda tapada, que por debajo del velillo les deja ver uno de sus ojos de almendra y les sonríe, pone a sus pies graciosamente todo cuanto poseen y, luego que ella se aleja, dan por terminados aquel día sus negocios, cierran la tienda y se van, a seguir la línea del destino, bueno o malo, que les marcan sus huellas...

El comercio en Oriente es una profesión noble, ejercida por hombres de noble abolengo, muchos de los cuales, como el suegro de Abu-Monhammed-l-Kaslán, el perezoso célebre, ostentan titulo de scheij y se jactan de ser descendientes en línea recta del Profeta; forman una clase social poderosa y respetada, quizá la más descollante en esa organización política del Islam, donde no hay militarismo ni casta guerrera, propiamente dicha, ya que, llegado el momento, todo musulmán se convierte en soldado; los mercaderes, dueños de las riquezas materiales, lo son también de la cultura; poseen una esmerada educación literaria, saben historias y poemas y son poetas ellos mismos, poetas que improvisan bellos versos cuando les inspira la emoción; el zoco les sirve de escenario para poner de relieve sus dotes sociales, tratan sus negocios en forma fantástica, caprichosa, y los rematan después de un largo regateo, a impulsos de una corazonada, del arrechucho pasional, de la simpatía, en contra de sus intereses, pues son capaces de arruinarse antes que parecer tacaños o quedar vencidos en un torneo de rumbo; muchos de ellos han viajado en su juventud, como Simbad, y corrido toda suerte de aventuras y así, cuando llegan a la madurez, son hombres de experiencia en todas las cosas de la vida y a ellos acuden todos en los casos difíciles, dispuestos a acatar su fallo equitativo con preferencia a los cadíes, siempre suspectos de venalidad; son los hombres buenos, los amigables componedores, respetados por su saber y hasta por su riqueza entre esos musulmanes que miran los bienes materiales como un don de la gracia divina, y así esos scheij de los zocos, con su gran turbante y sus amplias túnicas de mangas holgadas, vienen a ser estampas patriarcales, nobles y evocadoras, en las ilustraciones de estas viejas historias.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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