LOS OPIOMANOS
Entre los bufones y los locos deben ubicarse estos semilocos y semibufones que constituyen la plaga social del Oriente, donde abundan tanto como los alcohólicos en Occidente.
Los comedores o fumadores de opio y sus derivados—banch, kif, etc.—viven en un estado de semilucidez habitual, como nuestros alcoholizados, sin que ello les impida hacer su vida corriente y mezclarse en la de los demás.
Los opiómanos son apáticos, semiconscientes, abúlicos, pero se mueven con un automatismo que engaña, y, cuando no están públicamente reconocidos como tales, pueden dar la sensación de hombres normales, discretos y hasta sabios.
El opiómano, por otra parte, es inofensivo, carece de agresividad y resulta un personaje simplemente cómico, que a veces se engaña a sí mismo como un poeta. Tal el opiómano de Las mil y una noches, pescador de oficio, que toma un reflejo de la luna llena por un lago y se pone a pescar.
Lo temible es las consecuencias que puede acarrear, las complicaciones en que el opiómano se mete y mete a los demás, si le dan crédito a sus alucinaciones. El opiómano es capaz de perder un pueblo y en ese sentido representa un enemigo público, como hoy se dice.
Inducido por su habitual condición de visionario, se lanza de buena fe a las empresas temerarias, de las que suele salir bien librado, porque goza de la inmunidad de los locos y bufones y también porque, a veces, su propia excitación cerebral le inspira aciertos sorprendentes, cual si estuviese dotado de una suerte de videncia.
Así ocurre en el caso de esos tres compadres que, conducidos ante un sultán, irritado por el alboroto que arman a las puertas mismas de su palacio, se hacen pasar respectivamente por genealogistas de piedras preciosas, de caballos y de personas, sin tener la menor noción de esas materias.
Como es natural, el sultán los somete a una prueba difícil, notificándoles que, si no salen de ella airosos y acreditan sus habilidades, serán condenados a muerte.
Cualquiera pensara que aquel sería el fin de sus travesuras; pero no hay tal, pues los tres aciertan, cada cual en lo suyo, por arte de birlibirloque, y el genealogista de seres humanos adivina el origen adulterino del monarca, que al conocer que es bastardo, en virtud del testimonio irrefragable de su propia madre, baja del trono, sienta en él al opiómano y, vistiendo hábito de dervisch, deja su corte y emprende vida errante y mísera. Historia del hijo adulterino (Noches 951 a 956).
El fumador de opio sale siempre bien parado de todos sus enredos, pues aparte de que sus cosas hacen reír, cuenta también con la solidaridad de sus congéneres, que tienen representación en todas las clases sociales, en la judicatura y en las altas esferas del gobierno.
El uso de los estupefacientes en todas sus variedades—alhaschische, opio, daturina, kif, etc.—ingeridos en forma de píldoras o fumados en pipa, como el tabaco, es general en todo el Oriente, empezando por China, donde la pintura de sus funestos estragos ha inspirado toda una literatura altamente patética.
El uso continuo de la droga desorganiza la vida moral del individuo y provoca graves disociaciones de la personalidad, creándole al sujeto un mundo fantástico en el que acaba por disolverse la noción de su yo.
En Las mil y una noches el complejo psicopático originado por el estupefaciente no alcanza proporciones tan graves y el fumador de alhaschische no pasa de ser un personaje cómico y no mucho más visionario que un poeta, y como allí todo el mundo es un poco opiómano y un poco poeta, es preciso que el fumador de alhaschische haga algo muy gordo para que se haga notar.
A la cuenta del alhaschische hay que cargar buena parte de esas cosas inverosímiles que los personajes miliunanochescos nos cuentan como sucedidas; Simbad, el marino, muestra a veces una fantasía excitada por el alhaschische, y, en términos generales, todas las historias del libro parecen embebidas en una atmósfera opiácea, gracias a la cual alcanzan ese grado de poder sugestivo, ese hechizo especial de que carecen nuestras literaturas, hechas a base de café y tabaco.
De ahí que Tomás de Quincey y Baudelaire, en el siglo XIX y quizá bajo la sugestión de Las mil y una noches, recurrieron al opio en demanda de esa exaltación, que se refleja en los Recuerdos de un opiófago, del primero, y Los paraísos artificiales, del segundo.
Digamos, de pasada, que en ese promedio del siglo XIX a que nos referimos el opio y sus sucedáneos estuvieron de moda en Europa entre los escritores y los buscadores de sensaciones raras como algo más excitante y provocador de delirios más inéditos y exquisitos que los del alcohol, siempre de un matiz más plebeyo, aunque en Poe—es verdad—el delirio alcohólico engendre sueños tan originales y prodigiosos. Pero es que Poe, por lo menos espiritualmente, había fumado opio miliunanochesco en sus lecturas.
El conde de Montecristo, que se firma en ocasiones «Simbad, el marino», fuma opio y se lo da a fumar a sus amigos.
Pero el opio y sus derivados no ha llegado a aclimatarse nunca en Europa, donde el alcohol y el tabaco han sido los excitantes habituales del hombre corriente y del escritor; su verdadera patria es el Oriente, pues por la inevitable paradoja es en esos países donde los hombres, soñadores ya por naturaleza, se han provocado siempre sueños artificiales.
Pero es que la vida en esos países de gobiernos despóticos fue siempre dura y el opio es el anestésico de todos los dolores, la completa y dichosa amnesia.
Baudelaire llamó a los ensueños opiáceos «paraísos artificiales», y ellos son necesarios al hombre cuando la tierra en que vive es un infierno.
Pero la frase de Baudelaire nos pone en relación con el mito del famoso Viejo de la Montaña, ese personaje semifabuloso de la época de las Cruzadas, jefe de la secta de los haschuschin o «asesinos», que en su castillo roquero embriagaba a los cruzados cautivos con alhaschische y les hacía ver el paraíso mahometano y gozar del amor de las huríes, sumiéndolos en tal estado de enervamiento que acababan por apostatar.
Por donde vemos que el alhaschische ha sido en Oriente un arma política, en cierto modo comparable con el «aqua tofana» de Borgias y Médicis, aunque de efectos más benignos; el narcótico que, sin ser mortal, libra por lo menos temporalmente de un enemigo y lo pone en estado de sueño, parecido a la muerte.
El narcótico juega un gran papel en los enredos cortesanos de la Edad Media y hasta en la Moderna; en Las mil y una noches es el medio que emplea sitt Sobeida, la esposa y prima de Harunu-r-Raschid, para deshacerse de las rivales que estima peligrosas.
Los árabes que invadieron España fumaban alhaschische y de ellos aprenderían su uso los cristianos, según lo prueba la forma romanceada de alhaschische con que se le menciona en los escritos antiguos.
Pero su uso no llegó a generalizarse entre los indígenas, que hasta el nombre de la droga olvidaron, imponiendo la necesidad de una nota explicativa en los libros de viajeros que en siglos posteriores lo mencionan.
En el siglo XIX se habla sobre todo del opio y la morfina como anestésicos de uso legal, y de opiófagos, opiómanos y morfinómanos, como de individuos que de ellos abusan.
En el presente siglo la literatura orientalista, inspirada por Marruecos, introduce la voz «kif» con la misma connotación estupefaciente y excitante que el alhaschische, y Valle-Inclán titula La pipa de kif uno de sus libros de versos.
Por lo demás, la moda de esos estupefacientes orientales ha pasado en Europa, tanto en la vida como en su reflejo, la novela, pues a todos los ha destronado ese poderoso alcaloide, ese demonio seductor y terrible: «cocó».
El hombre y la mujer modernos toman «cocó» cuando pueden—por las dificultades de su adquisición—y cuando no, coctel y whisky and soda.