PROCESO DE ARABIZACION DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»

Pero hasta en la forma de presentarse el libro se refleja el carácter particular de esos árabes, hombres de psicología poética, descuidados y desdeñosos de lo menudo y circunstancial, faltos de ese espíritu de crítica que desde un principio distingue a los hombres de Occidente, a los griegos; el árabe gusta del misterio, de lo impreciso, y ama por instinto las sombras, los velos y las celosías, que son un sedante para su espíritu, lo mismo que para sus ojos deslumbrados.

Todo lo que el árabe trata adquiere un aire de leyenda, hasta la propia historia; la verdad en sus labios o sus plumas tiene un encanto de mentira, y hasta cuando pretende justificarla con datos concretos, reales, la hacen todavía más sospechosa de ficción; sus genealogías, sus «autoridades»—en el sentido erudito—, son todo lo contrario de eso, y sus refrendos son tan discutibles como sus relatos.

Por lo demás, parece importarles poco que los crean o no; ellos se lo creen y basta; proceden como su profeta Mahoma, ese enemigo de los poetas, que fue el poeta más grande de su raza; Mahoma cuenta sus visiones y delirios de epiléptico con absoluta buena fe; a título de revelaciones, se las cuenta el arcángel Gabriel y se envuelve en su albornoz y se echa a dormir.

El Corán es un caso onírico, y en eso se asemeja a Las mil y una noches, que no tienen unidad ni coherencia, y cuyas historias están puestas en labios de esa tercera persona llamada Schahrasad.

Todos los enigmas que Las mil y una noches plantean se derivan de ahí; pero el Corán, por lo menos, se autoriza con el nombre de Mahoma y ha tenido sus revisores y ordenadores en la persona de Otsmán, el segundo jalifa, asistido de un cuerpo de exegetas y de memoriones (haflsun), que han sido para el libro lo que el alejandrino Aristarco fue para la Ilíada de Homero, mientras que Las mil y una noches no han tenido su Otsmán ni su Aristarco y se presentan a la crítica en la misma forma informe, caótica, en que el ingenio árabe las fue elaborando al través de los siglos.

De ese detalle fundamental se desprenden todas las fantasías eruditas a que ha dado lugar el famoso libro y, sobre todo, la leyenda de su antigüedad fabulosa, porque todo lo anónimo y sin fecha, todo lo que carece de historia, gravita por natural instinto a la prehistoria y es un error ingenuo y explicable el que lleva a atribuir al narrador la longevidad de las cosas que cuenta.

Las mil y una noches narran historias muy antiguas que confinan con la prehistoria de la Humanidad; pero ellas mismas, como ya hemos visto, son jóvenes, siglos más jóvenes que el Mahabharata y la Ilíada y el Hitopadesa y están formándose todavía, por el genio de un pueblo joven, cuando ya las literaturas clásicas de Occidente se están descomponiendo, cual las lenguas en que fueron escritas. Schahrasad es una niña que cuenta historias de abuela. Pero por ser una niña puede contar esas historias antiguas, que ha leído en libros viejos u oído de labios de viejas nodrizas, y que ella refiere con dejos de abuela.

Schahrasad no improvisa ni inventa; es solo una recontadora, y sus noches son una colección de analectas incoherentes; ningún plan definido las une ni tampoco ningún orden las encadena, salvo el broche nocturno. Solo se trata en ellas de ir ganando noches a la muerte, de pasar el tiempo.

Hay una despreocupación típicamente arábiga en ese indolente desorden, en esa falta de plan, que no se nota en obras más antiguas de otros pueblos, como el hindú y el griego. La Ilíada, la Odisea tienen un plan, un argumento y un personaje central. En el Hitopadesa sabemos desde el principio de qué se trata: de la educación de los hijos del racha Dudarschana por una junta de sabios pedagogos que preside el venerable y docto pandit Vischnuscharman.

En Las mil y una noches no hay plan preciso, concreto, con principio y desenlace lógico.

El libro puede terminar donde se quiera. Por ejemplo, al descubrir los dos reyes misóginos, por el episodio con el efrit y la joven rapsoda, que la infidelidad de las mujeres es universal y no son ellos los únicos cornudos del mundo. La obra podría tener entonces un final filosófico-humorístico, con el consuelo de ambos hermanos y su conformidad panglossiana. Y ese sería el final que un griego le habría dado. Pero también podría tener por final la reacción erótico-homicida de ambos hermanos, más en consonancia con la psicología oriental.

De ambos modos, el libro está ya todo él en esos cuentos primeros que, al trascender a la literatura occidental, formaron un solo argumento en las adaptaciones de los italianos.

Pero los rapsodas árabes no se avienen a abreviar así el número de sus noches y continúan la historia, con el segundo argumento de la curación psíquica del rey Schahriar por el tratamiento literario de la joven Schahrasad, y en ello se advierte una inferencia del libro bíblico de Esther y aun de Judith: la intervención redentora de la mujer. Schahrasad salvaría a las mujeres vindicándolas en el concepto del rey con el ejemplo de su discreción, su honestidad y sus virtudes.

Ese podría ser otro argumento; pero entonces no debería Schahrasad incluir en el número de las historias que cuenta al rey esas anécdotas de carácter libertino y hasta pornográfico en que se pone de resalte la lascivia, falsedad y, en una palabra, toda las marrullerías de las mujeres. Historias como las que se cuentan en las que comienzan con la del Rey Uarduján (Noches 494 a 506), por ejemplo, representan una incongruencia dentro de ese segundo plan de la obra.

Esta no tiene unidad, ni siquiera en lo de dar remate a la misión redentora de la heroína, pues es lo más probable que el perdón que el rey concede a Scharasad sea un aditamento, un pegote muy posterior, y que, como en la versión de Trébutien, el rey Schahriar, aburrido de oír historias, mandase cortar el cuello a la marisabidilla narradora.

Toda esa incoherencia es perfectamente árabe y está de acuerdo con la psicología de ese pueblo, nómada por naturaleza, que va de un lado a otro, plantando y levantando sus tiendas de campaña, y de igual modo arma y desarma el tinglado de sus historias; historias de una noche, que borra la claridad del día.

Nada más contrario a su genio que la estabilidad y la permanencia. Y esa psicología de esquizofrénico se refleja en su literatura.

El árabe nómada y mercader es siempre un transeúnte, que da y recibe, y sigue adelante, en busca de nuevas aventuras y logros. Y lo mismo recoge en los puntos por donde pasa mercancías que historias y poemas, y todo lo junta y mezcla en sus bagajes. Por eso en los libros que compone hay de todo revuelto: leyenda, historia y poesía. Poesía sobre todo.

Así se explica la estructura heteróclita de este libro, hecho con retazos de todas clases y procedencias, que no ha encontrado un ordenador, un Aristarco, que le diese una apariencia coherente, al gusto occidental, como pide Burton, porque tal coordinación lógica, tan de nuestro gusto, sería contraria al gusto oriental.

Por ese procedimiento sincrético y anacrónico se han formado siempre los libros del genio semita, y entre ellos el Corán; obra de creación sucesiva, ocasional, también de noches entrecortadas e intermitentes, pues era de noche cuando el Profeta solía recibir sus inspiraciones y Gabriel le contaba también cuentos, leyendas como las de Scharasad, entreveradas con revelaciones divinas.

Es, pues, inútil buscarle un plan ni un argumento cerrado a este libro sin guardas, en que los temas se repiten y contradicen y hay, en suma, para todos los gustos, pues eso es lo que a los árabes les gusta, aunque nos disguste a nosotros.

Y digamos que el haber seleccionado y ordenado esos cuentos en las dos partes de su versión es lo que formó el éxito de Galland, no anulado por las versiones integrales.

Podemos imaginarnos el proceso biogenético de Las mil y una noches enteramente análogo al del Corán; lo mismo que Mahoma al escribir su libro, encontrándose los rapsodas miliunanochescos con un material ya existente que utilizaron para sus fines, y lo mismo que el Profeta, renunciaron a crear y se limitaron a recordar. Ya sabemos que el Corán es un recordatorio (tazkiret).

Y lo mismo que el Corán, Las mil y una noches se fueron formando poco a poco, en aportaciones sucesivas, intermitentes. Ya sabemos que es aventurado fantasear; pero la fantasía, tratándose de un libro fantástico, está permitida. Y en fin de cuentas, preferible es volar, aunque sea con las alas de una mosca, a pisar tierra firme con las patas pesadas y torpes de los elefantes.

En nuestra visión personal de ese proceso genético, la tesis de Gaeje ocupa el primer plano: el libro bíblico de Esther, que es un cuento de noches, es el punto de partida y la motivación de este centón nocturno.

En el principio de todo hay un autor, persa o judío, que se inspira en el libro de Esther, lo recarga de pathos, agrava en adulterio el pecado de soberbia de la reina Vasti y correlativamente agrava el castigo que el rey le impone, elevando el repudio hasta la pena capital y haciendo que el monarca conciba esa misoginia homicida que a Schahriar acomete. Este no se limita, en su reacción vindicativa, a elegir otra esposa, en lugar de la repudiada, de entre las vírgenes de su reino, sino que las va gozando y matando por turno, una cada noche.

Ahí apunta ya el leit-motiv de las noches, que se cuentan por vírgenes y luego se contarán por historias. Ese mismo autor árabe o judío—¿por qué no, desde luego, judío?—combina después con el libro de Esther el otro libro bíblico de Judith e idea la introducción de Schahrasad como domadora del sanguinario rey y redentora de las mujeres amenazadas de total exterminio.

No sabemos a punto fijo con cuál de ambas figuras podemos comparar a Schahrasad, pues tiene rasgos de las dos; por su decisión y arrojo es una Judith y por su belleza y dulzura femenina una Esther. Y ya se ha insinuado la duda de si, al subir al alcázar del rey Schahriar, no llevaría la intención de matar al rey si este no se rendía al encanto de su palabra.

Todo el argumento es hasta aquí el de una haggadah talmúdica, es decir, netamente judía, y que no parece se le pudiera ocurrir a ningún árabe; corresponde a la época de elaboración talmúdica de las tradiciones de la Biblia, y pudiera ser que Las mil y una noches cayesen dentro de ese ciclo talmúdico y se hubiesen escrito en Babilonia, alrededor del siglo V de nuestra era, es decir, un siglo antes de la aparición de Mahoma, que en su Corán recoge gran parte de esa creación de los rabíes exiliados.

Elaborado ya el argumento, elegidos los personajes y localizado el drama en la Persia, solo faltaba llenar con historias esas noches, que no es forzoso suponer fueron entonces mil y una. Ese número se les impondría luego, por imitación quizá de otros libros, por el Hasar Afsanah o vaya usted a saber; acaso por el afán aumentativo propio de los autores. Puede que fuera simplemente el libro de las Noches de las noches, como El Cantar de los Cantares. Es muy posible también que en su texto original todo se desarrollase en una sola noche y una sola historia, y que la idea de prolongar unas y otros fuera obra de persas o de árabes.

Ahora bien: al conquistar los árabes islamizados la Persia, se encontrarían con ese libro o referencias de ese libro, que bien pudo desaparecer en los «lavatorios» purificadores impuestos por Omar a todos los libros antiguos de los persas, y algún escritor árabe hallase interesante el argumento y pensase en ampliarlo a impulsos del genio rapsódico de la raza, y aprovechase el marco de las noches para intercalar en él toda suerte de historias y versos.

Esta segunda labor de relleno resultaba muy fácil, por la abundancia de elementos, narrativos principalmente, legendarios en la literatura pehlevi, en la que ya existía la nebulosa poética de donde luego se desprendieron esos astros del Schah-Némeh y el Iskandar-Námeh; todos esos minutos y tradiciones poéticas que irradiaban de la India y se concentraban en esa Persia de la Caldea y Asiría antiguas, en esa Babilonia, lugar de encuentro y despedida de todos los pueblos, apenas diferenciados de entonces, que al separarse después lleváronse consigo jirones de ese patrimonio común de ancestrales recuerdos y poetizaciones de las maravillosas experiencias y emociones de hombre prehistórico.

Encontrándose, pues, los rapsodas árabes con esas historias antiquísimas, de hadas y genios, de hombres y mujeres-peces y hombres y mujeres-pájaros y de monstruos imponentes, entre bestiales y divinos, con todo ese mundo fantástico, que constituye la historia de los tiempos sin historia y refleja la interpretación mística que el hombre primitivo daba a los fenómenos naturales, origen de toda emoción religiosa y poética, que en un principio han sido la misma cosa. En el principio fue la Poesía.

De esos recuerdos de las distintas épocas por que pasó el hombre prehistórico, de esas eras geológicas que hoy estudia la ciencia, de sus espantos y esperanzas ante los varios fenómenos de la Naturaleza que se le presentaban en bloque imponente, de esos recuerdos difusos en aura de emoción, han surgido luego los primeros libros de carácter religioso y los grandes poemas, todos ellos en el fondo cosmogonías, teogonías y genealogías, y entre los cuales no hay más diferencia que la que impone el Legislador—profeta, Zoroastro, Moisés—declarando a los unos sagrados y a los otros profanos. Es el caudillo de cada pueblo el que con su espada opera ese corte en esa masa homogénea de poesía.

Los primeros libros sagrados—Rig-Veda-Zendavesta-Biblia—son compilaciones de leyendas, sometidas a un criterio dogmático, coordinadas y unificadas; pero al margen de ellos los grandes poemas primitivos siguen nutriéndose de esa gran galaxia difusa de que ambos se derivan.

En unos y otros libros encontramos las mismas cosas: cosmogonías y teogonías rudimentarias, recuerdos de acontecimientos memorables como las luchas del hombre con los colosales saurios y diplodocos, y su genealogía, a partir de la primera pareja. Es decir, Génesis.

Los legisladores-profetas, como hemos dicho, son los que establecen la distinción entre ambas versiones de la misma historia, y a partir del Zendavesta, por ejemplo, toda la verdad está en ese libro y lo demás son fantasías de poeta.

Lo mismo que Zaratustra hace luego Mahoma; su Corán, que está lleno de fantasías, es la sola verdad; lo demás son delirios y sueños—achdats ahlam.

Pues bien: los rapsodas de Las mil y una noches recogen esos achdats ahlam para llenar los huecos de sus noches y toman de la tradición ariopersa esas leyendas milenarias, que son en el fondo hermanas de las que Mahoma admite en su libro. Ecos del Diluvio, de cataclismos geológicos, interpretados como castigos divinos (destrucción de Pentápolis y de Babilonia), intervenciones angélicas y demoníacas al servicio de la teología, y una escatología en que juega su principal papel el vulcanismo, así como una mitificación de grandes monarcas como Alejandro Magno y Salomón; todo ello fruto común del genio ario y del genio semita, particularmente activo otra vez en esa Babilonia persa.

Todo eso constituye el fondo de donde los rapsodas miliunanochescos extraen las grandes historias del libro, las principales y las más antiguas, y que en ninguna edición faltan; solo que las mezclan con elementos de su realidad histórica y las autorizan con nombres de sus monarcas famosos, siguiendo una vez más en alto el procedimiento de Mahoma, que en su Corán confunde caprichosamente historia y leyenda. Esta es la verdadera aportación de los árabes al libro, la parte que no puede atribuirse a persas ni judíos.

Pero aún hay otro elemento que les pertenece en absoluto: todas esas silvas de anécdotas históricas o semihistóricas de la obra, que sin duda sacaron de crónicas y anales referentes a los jalifas, y a la vida de los árabes anteriores al Islam, como la Historia de las abbasies por Ibn-Kutaiba y las obras de polígrafos como Ibn-Jalikán, Al-Masûdi, etcétera.

En toda esa labor se les fueron esos tres siglos largos que los eruditos asignan a la labor de gestación del libro—del VIII al XI de la hechra—, aunque su punto de partida inicial haya que situarlo mucho más atrás, probablemente en el siglo I de la hechra, cuando las academias judías que elaboraron el Talmud estaban en plena actividad creadora.

Dígase lo que quiera, el Talmud tiene en Las mil y una noches tanta parte o más que la tradición ariopersa. Y en general, el libro árabe acusa, ya lo hemos dicho, un proceso de elaboración talmúdica.

Toda su línea inicial es semítica, no aria. Sírvenle de base los libros de Esther y Judith; empieza con un hecho pasional que nunca se les habría ocurrido a un hindú ni a un iranio y acusa un feminismo típicamente hebraico, pues son los hebreos el único pueblo oriental que siempre honró y dignificó a la mujer y el primero en abolir la degradante poligamia. Las mil y una noches siguen esa misma tendencia apologética de la mujer, por más que en él se inserten historias antifeministas, que sirven para efectos de contraste, pues también en la Biblia hay ejemplos de ello, y al lado de Débora y Judith hallamos las Dalilas enervadoras de los héroes, como las Circes griegas.

Hay que tener en cuenta también que esas historias, marcadamente antifeministas, como la de la joven raptada por el efrit y la silva concerniente a las malicias y engaños de las mujeres, son inserciones posteriores en el libro, tomadas de fuente aria la primera y la segunda de fuente persa, el famoso Libro de Sendebar.

No tienen Las mil y una noches en su origen la paladina intención didáctica de moral racional o empírica que el Calila y Dimna, con que se le ha comparado; es un libro desde el primer momento pasional, emotivo, al modo hebraico; una haggadah talmúdica, no un tratado de moral razonable, a estilo indio o griego; se encara desde luego con el fondo pasional del hombre y en ese terreno plantea el conflicto.

Hay que admitir, pues, que el primer autor es un judío o un persa o, en todo caso, un individuo ajeno al Islam, y que es el último colaborador o compilador el que le ha puesto la cabeza y el pie coránicos y lo ha islamizado retrospectivamente, hasta convertirlo en una versión profana de su libro sagrado.

Y con esa máscara islámica ha llegado hasta nosotros. Pero fácil es ver que bajo ella se trasparenta la cara no islámica del libro y que este es, en suma un palimpsesto de doble escritura.

Eso es lo que autoriza las tentativas de interpretación esotérica, realizadas por Roso de Luna, que presiente un cuerpo real detrás de ese cuerpo aparente y lo busca, aunque lo haga a tientas como un vidente ciego.

Resumiendo lo dicho, volvemos al punto de partida, es decir, que Las mil y una noches, sea por lo que fuere, son hoy un libro misterioso sobre cuyo origen y elaboración no sabemos nada cierto, a pesar de los trabajos de eruditos como Littmann y Goester y Krimsk, cuyas literarias historias de Las mil y una noches no son sino andamiajes de hipótesis que gravitan en los aires, telarañas prendidas en la selva de la inducción subjetiva, y que, en pretendiendo puntualizar lo que a primera vista se advierte, es decir, el triple plasma sanguíneo que forma su vida, ya se cae en lo fantástico y se escribe un cuento más.

Hay que atenerse a la forma actual en que se nos presentan Las mil y una noches y aceptarlas como un libro árabe, escrito en árabe, y estudiar en ese respecto su lengua y su estilo.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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