EL TEMA CAINITA EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
A los grandes amadores de Las mil y una noches opónense los grandes odiadores, generalmente a impulsos de la envidia.
La envidia es una pasión típica de la literatura oriental; el envidioso es en ella un personaje fatídico, siempre al acecho, y del que hay que guardarse con fórmulas de exorcismo, pues no se sabe dónde está ni quién es; pero sí es axiomático que el envidioso existe siempre en las proximidades del dichoso y está siempre tramando su pérdida y haciendo obras de maleficio en su daño.
El envidioso se encuentra al lado de los reyes, a veces a su diestra, mascullando frases mágicas de ruina por entre sus barbas respetables de visir; en toda corte está ese visir, envidioso de sus colegas, de los demás familiares del monarca y a veces del monarca mismo, en cuyo trono ambiciona sentarse.
La envidia es una pasión dominante en esos hombres biliosos, de hígado alterable y de una afectividad que raya en lo morboso; la envidia es un genio fatal y malévolo que anida lo mismo en las cortes que en los hogares modestos y provoca tragedias públicas y domésticas; no hay quien se vea libre de esa plaga en ese Oriente, donde la ley consagra la desigualdad y el privilegio, y la poligamia establece castas distintas entre las mujeres de un mismo marido y los hijos de un mismo padre.
Esas desigualdades dan una como base legitima a esas envidias, a esos odios entre hermanos, a esa pugna intestina por el amor y el patrimonio de los padres, ya se trate de un reino o de una simple tienda de mercader; pero, además, también a una pugna por el amor, por la preferencia afectiva, que lo propio de la envidia es envidiarlo todo. Yago envidia a Otelo no solo su prestigio público, sino el amor de Desdémona.
Hay pugna de amor, a más de pugna de intereses, en el odio que Caín siente por Abel en el Génesis y los hermanos de José por el favorito de Jacob, y esto es lo que hace especialmente complejo el fenómeno de la envidia entre hermanos, de que hay tantos ejemplos en Las mil y una noches, pues no siempre es el primogénito el envidiado, sino que a veces es él el envidioso del segundón (tal el caso de Scharkán y Zu-l-Mekán), y es este, el más pequeño, el que, por la ternura especial que inspira a los padres y que lo convierten en un primogénito del corazón, suscita la envidia de sus otros hermanos, y así sucede en el caso del patriarca José, al que su padre prefiere precisamente por ser el menor, el más dócil y amoroso de sus hijos, la última rosa abierta en la vera de su fecundidad, que ya se seca.
Proverbial es la predilección que los padres sienten por el último vástago, que renueva el goce místico del primer natalicio y viene a ser otro primogénito, si se cuenta al revés, según leen los orientales. Benjamín, el hijo venido en razón tardía, para alegrar con sus sonrisas la vejez de sus padres, ha quedado como símbolo de tales predilecciones paternales.
Toda esa casuística fraternal la encontramos ya dramatizada en la Biblia y de ella hallamos en Las mil y una noches numerosos ecos.
También aquí es unas veces el primogénito y otras el segundón el que provoca la envidia de sus otros hermanos, cual provocó Caín la de su hermano Abel, sin que este le diera el menor motivo, sino porque el propio Jehová le mostraba una predilección que irritaba al primogénito.
En la Biblia, pues, en ese libro que parece tan duro, aparece ya alterada la ley de los hombres por la gracia de Dios y consagrados los fueros de los segundones; con razón se dice que en la Biblia está todo; tan lo está, que entre ese todo se incluye el romanticismo.
En Las mil y una noches, de filiación semítica, encontramos hartas variantes de esas historias bíblicas de odio entre los hermanos, y exaltados románticamente los fueros del hermano menor, en razón a su bondad y riqueza afectiva, a su capacidad de amor y de perdón, que les concede primogenitura moral.
El hermano menor es siempre el más bueno y abnegado, el que echa sobre si el peso de la carga familiar, que debiera gravitar sobre los hombros del primogénito.
Sobeida, la de la Historia del alhamel, que no es la mayor de sus hermanas, se porta como si lo fuese, por su actuación tutelar y acorredora con ellas; tampoco el abnegado Chúder (el pescador) es el primogénito de sus hermanos y, sin embargo, asume de buen grado los deberes de tal y es un dechado de hermanos perfectos.
En cambio Scharkán, el primogénito del rey Omaru-n-Nômán, es tan egoísta y celoso de sus prerrogativas de primogénito que se llena de rabia al saber que su viejo padre ha tenido dos hijos, uno de ellos varón, que podría disputarle la herencia del cetro, y se extraña de la corte por no cometer un fratricidio. Es tal el recelo siempre latente en el corazón de los hermanos de Las mil y una noches, el complejo de desconfianza en el primogénito y de resentimiento e inferioridad en el segundón, que en la Historia del visir Neru-d-Din y de su hermano Schemsu-d-Din, basta que surja entre ellos una discrepancia cómica al tratar de la boda de sus hijos, que aún no existen, y de sus dotes respectivos, para que Schemsu-d-Din, el menor, se extrañe también, como Scharkán, de su patria, por no ver al primogénito, que a su juicio lo ha menoscabado.
Hay que ver lo impresionables e irritables que son esos hombres de Oriente y la prontitud con que reaccionan ante un supuesto agravio, tomando determinaciones que luego han de serles fatales. De esa alocada resolución de Schemsu-d-Din origínanse luego consecuencias funestas que alcanzarán aún a su nieto.
Pero no incurramos en el error de asignar carácter de raza a esa violencia expeditiva de las reacciones psicológicas, pues ¿dónde dejamos a los griegos, esos hombres impulsivos, cuyos gestos impremeditados, pasionales, son la causa de incontables tragedias en los mitos helénicos? La cólera de Aquiles o de Agamenón en la Ilíada es un cataclismo.
Al proyectar el reflector de la atención sobre los árabes y hebreos no debemos olvidar el inmenso panorama de humanidad que queda en la sombra. Pero el sentimiento cainita parece, sin embargo, más peculiar de las razas hebreo-árabes, donde alcanza, según apuntamos, trascendencia teológica y se relaciona con los tremendos problemas de la predestinación y de la gracia.
En general puede decirse que es raro en Las mil y una noches el caso de hermanos que se lleven bien; siempre hay uno bueno, blanco de la persecución de los otros malos, y como ya sucede en la Biblia, de donde trae su filiación este tema, el cielo se pone de parte del bueno y vierte sobre él sus mercedes y sobre los otros sus castigos.
Siempre—y esto prueba la trascendencia teológica de esas historias—la justicia divina viene, en el trance crítico, en ayuda del inocente, valiéndose de diferentes medios, naturales o sobrenaturales, y, entre estos últimos, de esos famosos genios buenos—los jinas de los teósofos—que poseen poderes sobrehumanos y pueden ejercerlos cuando a bien lo tienen.
Es de notar que siempre el hermano bueno ha hecho, a fuer de tal, algún favor al genio que le acorre y lo ha salvado también de un trance crítico.
Tal sucede en la historia de Sobeida y sus hermanas, en que, la genio que acude a frustrar el fratricidio tramado por aquellas y después las castiga transformándolas en perras, fue antes salvada por Sobeida, cuando un genio malo en forma de dragón trataba de forzarla y estaba a punto de lograrlo. Es la ley taliónica rigiendo aun para el bien; la ley de la compensación, manteniendo en el mundo moral el equilibrio, y, a ese fin, la genio impone a Sobeida el triste deber de azotar a sus hermanas cada noche para que no quede impune su delito.
Contra el mal hermano se sublevan todos los poderes invisibles y jamás quedan impunes, siendo su castigo temporal unas veces y otras definitivo, según la magnitud de su crimen. Las malas hermanas de Sobeida recobran un día su primera forma humana; pero los hermanos de Chúder, que fueron contumaces en el odio fratricida, mueren los dos de un modo trágico.
En la figura de Chúder han vinculado los rapsodas todas las bellezas morales del buen hermano, y en las de sus dos Caínes toda la fealdad monstruosa del mal hermano, que es también, forzosamente, un mal hijo, pues el amor fraternal es, como ya observa Valerio Máximo, de raíz maternal y arranca de la madre, en quien los buenos hermanos se miran y se hallan semejantes aun en el físico y sienten la emoción de su consanguinidad.
El mal hermano es también un mal hijo y, en general, un mal hombre, carente del sentimiento de la solidaridad, y aquejado de ese déficit afectivo que los psiquíatras señalan en el delincuente nato como una herencia regresiva del salvaje; los hermanos de Chúder son unos malos hijos, que vejan y despojan a su madre y la echan del hogar y la obligan a vivir de la limosna, mientras ellos se regalan y refocilan; son unos parricidas en germen, que llegarían a serlo de veras si la madre no se sometiera a todos sus caprichos.
Chúder, en cambio, es el prototipo del buen hijo, que ama a su madre y vela por ella y la venera a tal extremo que malogra una vez la conquista del tesoro de Chamardel, por no poder materialmente avenirse a la idea de dejar al descubierto las vergüenzas de aquel simulacro de su madre, con todo y saber que es solo una sombra, que se le aparece en la cueva donde el tesoro está encerrado.
Pero precisamente por su inocencia y su bondad, es Chúder el predestinado para desencantar ese tesoro, que el mogrebi de la historia ha descubierto, pero no puede captar, porque en tales casos es tradicional que el maestro necesite un acólito y así es Chúder quien lo desencanta y recibe en pago del mogrebi tales riquezas y talismanes, que podría ser con ellos el señor del mundo.
Pero Chúder será siempre un alma generosa, un buen hijo y un buen hermano, y así los dos Caínes logran despojarlo de sus tesoros y su anillo mágico y darle, por último, la muerte.
Perece aquí el bueno, dejando malparada a la justicia inmanente; pero esta se manifiesta en el castigo de los fratricidas, uno de los cuales muere a manos del otro, que, a su vez, sucumbe asesinado por la viuda de Chúder, cuyo luto pretendió afrentar con su lascivia.
Pero Chúder no es, por ventura, el único hermano bueno de Las mil y una noches, pues ahí tenemos esa pareja de mellizos que forman Noshetu-s-Semán y Zu-l-Mekán, que, desde el principio hasta el final y al través de la larga ausencia y de todos los azares que a ambos les ocurren, mantienen una ternura constante y una lealtad que nunca se desmiente con indiferencias ni olvidos, sin que nada sea parte a romper esa cadena afectiva que viene de la cuna.
Ni el amor conyugal ni el de madre pueden entibiar el que Noshetu-s-Semán siente por su hermano, y su corazón vive en pena hasta que no logra encontrar nuevamente a ese hermano perdido, y cuando así ocurre, esa mujer desgraciada se cree la más feliz del mundo.
En Noshetu-s-Semán desarrolla el amor fraterno el máximo potencial de su fórmula específica, más allá del cual su erotismo inocente iría a parar en lo incestuoso, como en el caso de esos hermanos de la historia del mercader Ayub, que se retiran y soterran en una cueva, lejos de los hombres, para entregarse a su nefando amor, y que, en castigo de ello, perecen abrasados y abrazados—por divino fuego.
El amor fraternal tiene sus límites, rebasados los cuales resulta una fuerza retardataria, antisocial, una carga explosiva que se destruye a sí misma.