LOS «AFARIT» O GENIOS
No es muy fácil formarse una idea clara de lo que son estos afarit de la mitología islámica, seres de naturaleza compleja, entre ángeles y demonios, superiores en un aspecto al hombre e inferiores a él en otro, dotados de poderes teúrgicos y del don de hacerse visibles o invisibles a voluntad, y que comparten con los espíritus puros esas propiedades de claridad, agilidad y sutileza que les atribuyen los teólogos.
Indudablemente se trata de uno de esos conceptos complejos, elaborados por el sincretismo árabe, y en el que se han fundido elementos de muy distinta procedencia. Lo más general es considerar a los afarit o chinn—que de ambos modos se les designa (lo que también parece marcar cierto matiz)—como equivalentes semíticos de los Jinas indos, que pasaron a la mitología griega con el nombre de genios y a la china con el de kuei, y que representan una categoría de espíritus elementales, esparcidos por toda la creación como una suerte de microorganismos o bacterias psíquicas que intervienen en todos los procesos vitales.
Son, para decirlo en una palabra, los «espíritus» de la superstición popular y, en este sentido, se relacionan con esas entidades misteriosas que en la mitología grecolatina llevan los nombres de lémures, lares, penates, etc., que pueden verse en cualquier enciclopedia, como el Diccionario infernal de Collin de Plancy.
Así considerados, los afarit o genios de los árabes resultan de fácil clasificación. Son sencillamente los «espíritus» del folklore universal. Como ellos, permanecen habitualmente invisibles a los ojos de los hombres; pero pueden manifestarse y dejarse ver cuando lo desean, asumiendo entonces todas las formas imaginables, humanas o zoológicas, risueñas o espantables, según su humor o mal humor y el grado de simpatía que sienten hacia el mortal al que se muestran y la naturaleza del mensaje que han de transmitirle. Porque esos espíritus—y aquí tenemos una tangencia con el otro concepto de «espíritus de los difuntos», que también tienen eco en la imaginación popular—, esos genios actúan de intermediarios entre los dos mundos y transmiten a los hombres avisos y comunicaciones telepáticas del invisible.
A los espíritus de los muertos se asemejan también en lo de ser evocables por el hombre y hasta haber de acudir a sus llamadas, aunque no quieran, obligados por la fuerza irresistible de sus conjuros, aunque entonces lo hacen de mala gana, en forma de gigantones imponentes, de trasgos o vestiglos, que ponen pavor en quien los mira y, por lo general, surgen de la tierra, como Mefistófeles ante Fausto, a modo de humareda que lo llena todo y luego se condensa y adquiere el volumen deseado.
Los afarit pueden cubrir y nublar todo el horizonte con su volumen gaseoso y también encogerse hasta el punto de caber en una redoma de hierro o de cristal. Y pueden, asimismo, asumir la semblanza de mujeres bellísimas, como el simulacro de Helena, que Mefistófeles muestra a Fausto en el poema de Goethe. Todas esas magias les son posibles a los afarit genios en virtud de su naturaleza etérea, inmaterial, que puede materializarse por un esfuerzo de concentración psíquica y producir ectoplasias y demás fenómenos de esos que registran los anales de la Metapsíquica moderna.
Pero todo esto es tópico y queda siempre por puntualizar la verdadera naturaleza de los afarit islámicos, desde el punto de vista teológico, es decir, del de su relación con los ángeles o demonios de la escatología musulmana, que son los consabidos agathodemos y kakodemos de la mitología. Como los ángeles, se dividen en dos categorías de buenos y malos y, sin embargo, parecen todos ellos demonios, por estar privados de la vista de Dios y habitar en regiones subterráneas o submarinas, es decir, infernales. Aunque tampoco en esto puede puntualizarse, pues los hay que viven en la región aérea, propia de los ángeles.
Hay una casta de afarit buenos y malos, que viven de un modo estable, por decirlo así, sobre la tierra, y afectan habitualmente forma enteramente humana, con su correspondiente división en sexos y organizados en monarquías permanentes, como las que fundan los mortales; hay que distinguirlos, pues, de esos otros afarit, errabundos y solitarios, que solo se manifiestan ocasionalmente y que son de naturaleza francamente demoníaca, perversa. La filiación de estos últimos viene directamente de Iblis o Schaitán, el demonio del Génesis, que se rebeló contra Jehová y por ello fue lanzado a los infiernos o chehennams de la Biblia y el Corán, en cuyo fuego viven habitualmente, no saliendo de él sino para tentar y perder a los hombres; son los clásicos demonios de las escatologías de todas las religiones.
Esa clase de afarit trae su genealogía de Eblis o Iblis, y así lo indican a veces sus nombres, como el del que aparece en la historia del segundo zâluk, y que se presenta él mismo como Chorchis, hijo de Rachmús, hijo de Eblis; pero no puede extenderse tal concepto demoníaco a todos los afarit o chinn, pues aun dentro de esa especie de genios errabundos, precitos al parecer, los hay que eluden la clasificación teológica y la descendencia directa de Eblis, incorporándose más bien a la casta de los genios de las mitologías extraislámicas, a los espíritus de los cuatro elementos.
Hay, pues, que distinguir en el concepto del afarit una línea teológica que arranca de la versión bíblica de la caída de Luzbel y otra puramente mítica, que viene del fondo pagano occidental; según la primera, los afarit serían simplemente ángeles caídos y no habría más que hablar, aunque sí habría que hablar también, pues dentro de esa línea luciferiana nos encontramos con genios buenos y genios malos, lo que induce a suponer que parte, por lo menos, de aquellos ángeles que siguieron a Lucifer en su rebeldía se arrepintieron luego y volvieron a la gracia divina, ya que el Corán nos habla de genios creyentes, musulmanes, que temen y acatan a Alá y creen en su mensaje, aunque este no está en realidad destinado a ellos, sino al hombre.
Todo se vuelve dificultad cuando queremos apurar el concepto, aun teológico, del efrit o chinn, pues en el propio Corán se habla de ellos en términos ambiguos, reticentes y contradictorios, lo que indica que el propio Mahoma no tenía una idea muy clara sobre el particular, pese a haber hecho aquel famoso viaje nocturno a los empíreos, jinete en el corcel volador Al-Borak, que era, por cierto, un efrit con cara de mujer y cuerpo de caballo y dotado de habla, por lo que es preciso acudir en demanda de información a las muchas tradiciones que suplen su silencio.
Según una de ellas, que Guillen y Robles recoge en el prólogo al tomo I de sus Leyendas moriscas, hay una inmensa variedad de afarit o genios. «La mitología musulmana—dice el arabista español—es tan fértil en creaciones del mundo sobrenatural como la helénica... En sus dominios hay chines, varones y hembras; unos, burlones, como los duendes de nuestros pueriles cuentos, se complacen en mortificar a los humanos; otros, benéficos, se apiadan de sus desventuras, los socorren en sus infortunios y unen fieles amantes, separados por los rigores de su malaventurada estrella... Hay diuses, espíritus gigantes; gulas y afrietes (alifrites o efrites), que son las Medusas, Furias y espectros griegos; cotrobes en forma de gatos; iblises moradores de los mares; maradas pobladores de las islas; sílahses que se ocultan en las grietas de las montañas; gulas que viven en las ruinas, y saharas y uahantes o serpientes que con sus anchas alas surcan los aires...»
Fácil es ver que en esa nomenclatura hay toda una teodicea pagana endemoniada, así como también una zoología prehistórica de saurios gigantescos y reptiles alados, convertidos en genios.
En el mismo prólogo de Guillén y Robles encontramos también líneas de una genealogía genial, según la que, luego de crear la tierra, «Dios la pobló de chines—seres intermediarios entre el hombre y el ángel—, espíritus en estado de merecer o desmerecer; catorce mil años señorearon nuestro planeta y dos mil después de ellos otros genios llamados peris (avatar persa de los devis o diuses indos—añadimos nosotros).
Mandábalos Chia-ben-Chian; pero fueron tales los crímenes de los chines y peris que Dios decidió aniquilarlos. «A este fin se sirvió Al-Lah de Háritus, un espíritu creado del fuego que se enciende entre los remolinos del simún, el cual dio la batalla a los chines y peris y los venció, relegándolos a montañas e islas desiertas e inhóspitas, salvándose solamente de la ruina cierto número de ellos que se pasaron al bando de su vencedor. Este, o sea Háritus, que no es otro que Iblis, se envanece luego de su triunfo y se niega a prosternarse ante Adán, cuando Al-Lah se lo ordena, alegando en su orgullo ser superior a aquel, hecho de barro, en virtud de su naturaleza ígnea, por lo que la tradición coincide y enlaza con la versión que del mismo episodio da el Corán en su sura segunda: La Vaca.»
Ahora bien: en la Historia de Balukiya (Noches 285 a 295) encontramos más datos sobre los afarit en esa revelación que el rey Sajr, el omnipotente señor de la Tierra blanca, le hace al joven egipcio acerca de sus afines, los genios.
Según esas confidencias, en el origen de los tiempos creó Al-Lah del fuego dos genios, uno macho, Jalit (el león), y otro hembra, Malit (la loba), que engendraron una dilatada progenie de monstruos. Estos serían los genios precitos.
Más tarde creó también Al-Lah siete parejas de genios buenos, entre ellos Iblis, que luego había de rebelarse contra su creador.
Esto es todo lo que podemos saber acerca de los genios o afarit, tocante a su esencia íntima; la información se completa con los datos que, en las mismas fuentes orientales, se nos dan sobre el lugar de su residencia o, mejor dicho, los lugares, pues los hay que habitan en la Tierra blanca, y son los genios buenos como el rey Sajr y los hay que moran en la Tierra verde y son malos, por lo que aquellos les hacen la guerra santa, igual que los musulmanes a los idólatras, y háblase, finalmente, de un país exclusivamente destinado a los chinn, el Chennistán, situado más allá del monte Kaf o el Cáucaso, es decir, en las regiones inexploradas de la geografía antigua.
Podemos sintetizar esas nociones sobre los chinn diciendo que los hay varones y hembras, buenos y malos, estables y errantes o viajeros, y estos últimos, decididamente malos, enlazan con la tradición talmúdica sobre Salomón y sus relaciones con estos extraños seres; tradición que completa los informes sobre ellos, mostrándonoslos en un aspecto inédito, es decir, como elementos constructivos, creadores, que los aproxima a los kabires de la mitología griega.
Según esa información talmúdica, Salomón, valiéndose de sus poderosos conjuros, obligó a esos genios errantes y anárquicos a alistarse bajo su servicio y realizar una obra de utilidad social, de exploración y beneficiamiento de las riquezas naturales de los cuatro elementos, distribuyéndolos en equipos de lo que podríamos llamar obreros cualificados, mineros, buzos, canteros, etcétera, encargados de aportarle cada cual tesoros de sus respectivos dominios, oro y demás metales preciosos, perlas, perfumes, etc., y de cooperar de esa suerte a la obra que sus otros equipos de trabajadores humanos—albañiles, carpinteros, herreros, etcétera—llevaban a cabo con miras a la construcción del templo de Jehová en Jerusalén, ese primer ejemplo de una confederación de trabajadores al servicio de un vasto plan.
Los genios buenos obedecen a Salomón de buena gana y le secundan con celo inteligente, por lo que merecen el favor del monarca, y muestran su natural dócil, disciplinado y su alto grado de sociabilidad, en tanto los otros solo se someten a la fuerza y en su condición de malos trabajadores delatan su mala ralea, su demoníaca soberbia, disolvente y nihilista.
Los genios malos obedecen de mala gana a Salomón, sabotean, por decirlo así, el trabajo de los compañeros y tiran siempre a rebelarse y desertar de su puesto, como malos obreros, incapaces de comprender ni abarcar en su conjunto la grandeza del plan constructivo que medita el sabio monarca. Porque—y este es otro detalle importante de su psicología rudimentaria de salvajes fantaseados—el efrit es, por naturaleza, poco inteligente, corto de luces, lo que se llama un deficiente mental. Por eso, cuando se materializan, lo hacen en forma de un gigantón monstruoso peludo, con jeta de negrazo bestial y exhalando por sus fauces bocanadas de fuego y una risa sardónica, hueca, disolvente, nihilista, y cuando se les reduce a la impotencia, con el poder del exorcismo, se desvanecen y convierten en humo.
El genio malo representa la ferocidad del poder unida a la incomprensión más brutal; esta incomprensión se vuelve a veces en su contra, pues lo hace fácilmente captable por el hombre inteligente, y entonces su poder resulta utilizable para fines superiores, constructivos; el mared es intelectualmente un infrahumano dotado de un poder sobrehumano, y, sometido a la voluntad del hombre inteligente, resulta el servidor más provechoso y útil. Solo que hay que someterlo a la fuerza y valiéndose de fórmulas mágicas, como lo hacia Salomón, y el hombre que lo logra puede considerarse entonces dueño de todos los tesoros de la Naturaleza. Su efrit servidor podrá trasladarlo por los aires en un momento de un extremo a otro de la tierra, labrarle en un santiamén un alcázar magnífico, traerle del fondo del mar corales y perlas para ornar los cuellos delicados de sus amadas, suprimir a sus enemigos y realizar en su favor todos esos prodigios que nos cuentan estas historias, porque el efrit—y este es otro detalle importante que lo relaciona con estos espíritus elementales, ya aludidos, del mito de Vulcano, con los kabires— posee la técnica de los oficios y las artes.
Eso explica el empeño de los magos y ocultistas de toda laya por descubrir fórmulas bastante poderosas para someter a su voluntad a esos rebeldes utilizables, y a ese fin los vemos construir anillos mágicos y talismanes de toda suerte, al modo del anillo y la estrella de seis puntas y la clavícula que, según la leyenda talmúdica que pasó al Corán, poseía Salomón.
En la Historia de Balukiya (Noches, 285 a 295) vemos al mago Iffán intentar la temeraria empresa, que le cuesta la vida, de llegar hasta el lugar inaccesible allende los siete mares, donde reposa Salomón en su trono real, vestido con sus hábitos regios, cual si estuviera simplemente dormido, y arrancarle el poderoso anillo que conserva en su dedo y con el cual podrá realizar prodigios semejantes a los que obraba el gran rey, pues tendrá a su servicio a todos los genios y estos le facilitarán el dominio sobre todos los hombres.
Como se verá, el efrit, en ese aspecto, representa alegóricamente al salvaje primitivo, irreductible a la solidaridad de la civilización, y puede considerarse también como la proyección al exterior de ese elemento psicológico, anárquico, en la naturaleza del hombre, contra el cual han luchado de consuno el legislador y el sacerdote, realizando esa doble doma de que nos habla Nietzsche. El mared o el rebelde, el caprichoso, el egoísta y personal, viene a ser, en este concepto, ese elemento misterioso que Sócrates llamó daimon, atribuyendo uno a cada hombre, y cuya importancia en la vida y el destino humano hizo resaltar tanto Goethe. Y aquí, como vemos, se produce otra tangencia entre el efrit y el demonio.
No hemos de insistir sobre esos afarit o genios malos, indisciplinados y errantes, que no tienen particular interés, pues solo ocasionalmente aparecen en Las mil y una noches; los que si interesa estudiar son esos otros, ya mencionados, que figuran en ellas como organizados en sociedades estables y habitando en países de nombres concretos, aunque estos sean tan fantásticos como la Tierra blanca y la Tierra verde o las siete islas de Al-Uaku-l-Uak; esos afarit se desvían ya de la línea teológica y mitológica para caer dentro de la antropológica, pues en ellos debemos ver, más que nada, la alegorización de elementos aborígenes, irreductibles a las conquistas de invasores exóticos, más civilizados, algo así como los pieles rojas o los siux americanos, según lo da a entender lo arcaico de sus instituciones políticas, que frisan con el matriarcado, y las sociedades de tipo lacustre o troglodítico, cuya leyenda fantaseada ha dado origen sin ninguna duda en todo el folklore a la creación del mito del hombre y la mujer-pez y el hombre y la mujer-pájaro.
Casi todos esos afarit son de una u otra clase, y así se les designa en estas historias; mujer-pez es la princesa Gulinar, y mujer-pájaro, la princesa Menaru-s-Sunná, esas insignes heroínas de amorosos poemas, y esa duplicidad de naturaleza las relaciona con los mitos de las sirenas y las hadas, planteando un problema de morfología, al mismo tiempo que de teología, cuando se trata de examinarlas en su relación con los seres humanos y los afarit del Corán. Aunque, en términos generales, el problema se plantea para todos los genios, cuya naturaleza presenta contradicciones lógicamente inconciliables. Hay que hablar, pues, de la paradoja de los «genios».