EL PERSA

Dos razas hay que aparecen igualmente calumniadas, deformadas por el prejuicio religioso y étnico de los compiladores árabes de Las mil y una noches: la persa y la judía, y a la verdad que no se acierta a decir cuál de las dos sale peor librada de este tribunal del odio, pues si a los persas se les reconoce valor intelectual, don innato de inventores—véase la Historia de los sabios que inventaran un pavo real, una trompeta y un caballo (Noches 240 a 249)—y dominio de la medicina, en cambio se les marca con la nota de magos, hechiceros, secretos adoradores del fuego y raptores de niños musulmanes para inmolarlos en sus ígneos ritos, con lo que resultan más odiosos todavía que los judíos, a quienes la pasión sectaria no llega a imputar el crimen ritual de que se les acusó en Occidente.

Sería lo más justo decir que la actitud de los narradores árabes ante esas dos razas, la una francamente heterodoxa, pero consanguínea—la hebrea—, y la otra, ortodoxa nominalmente y alienígena, es fluctuante y ambigua, como lo es también la de Mahoma en el Corán respecto a los gentiles y señaladamente a los judíos.

El profeta, en efecto, según hacen notar con el natural énfasis sus impugnadores, entre ellos el español fray Manuel de Santo Tomás de Aquino (Verdadero carácter de Mahoma y de su religión, etc. Madrid, 1793), unas veces recomendaba no se hiciese fuerza a los idólatras (cristianos y judíos) como en las suras II (La vaca), L (Kaf) y LXXXVIII (El encapuchado); en otras, como en la IX (La contrición), exhorta a aniquilar por las armas a los que se negaren a admitir la ley islámica, aunque, a fuer de comerciante, admitía el término medio, o sea el rescate de la pena mediante el pago de un tributo.

Esa misma actitud fluctuante respecto a los gentiles se observa en los redactores de estas historias, los cuales nos presentan ejemplares buenos y malos, así de persas como de judíos, y de estos últimos precisamente nos trazan las figuras de santos varones y virtuosas mujeres en anécdotas edificantes que semejan haggadas talmúdicas y sin duda son paráfrasis arábigas de textos rabínicos.

Los persas inspiraban a los árabes un complejo de amor resentido; formaban el principal núcleo de población del Irán por ellos conquistado y convertido al Islam a punta de espada, y nunca estuvieron muy seguros de la sinceridad de esa conversión forzosa.

No era posible, en efecto, que ese pueblo iranio que contaba con una historia y una tradición cultural antiquísima, cuando ellos se presentaron allí en plan de conquistadores, jóvenes y bárbaros, sin más cultura que la teológica de su Corán y con una fe de iluminados que juzgaba necesaria toda ciencia que no fuera la derivada de la revelación, se aviniese de buen grado a renunciar a su lengua pehlevi y a su religión zoroástrica para hablar árabe y adorar al Dios único de los desiertos.

El sentimiento de independencia nacional y de raza uníase al sentimiento religioso para engendrar en los espíritus un pathos de rebeldía, solo contenida por el temor, y el presentimiento de esa rebelión interior hacía suspectos para los árabes a esos parsis arabizados que solo aguardaban un momento propicio para quitarse su máscara coránica y mostrar su faz irania, como ya lo hiciera en otras ocasiones de su historia ese pueblo fénix, varias veces resucitado entre sus cenizas.

Así ocurrió cuando, debilitado, en el siglo IX (de nuestra era), el poder temporal y espiritual de los jalifas, fuéronse emancipando poco a poco las antiguas satrapías y Persia se fraccionó en una constelación de estadillos autónomos, gobernados por príncipes en cuyas cortes, que rivalizaban en esplendor con la de Bagdad, se hablaba el persa y en esa lengua se rimaban poemas de estro nacional tan considerables como el Shah Bamáh o Libro del rey, del gran Firdusi, el cantor de las antiguas glorias iranias, ese Virgilio persa, que tuvo por Augusto al gran sultán de Gasna, Mahmud.

Nunca fue completa la sumisión de los persas al dominio de esos árabes, inferiores a ellos en cultura y a los que Firdusi llama despectivamente «tragalagartijas». Esa rebeldía del espíritu nacional persa se manifestó, dentro del credo islámico, en el cisma de los schiíes que, como hace observar el historiador Luis Dubeux, tenía un carácter más político que religioso, pues ponía en entredicho la legitimidad de los jalifas sucesores de Mahoma, por la línea de su suegro Abu-Bekr. Para los sunnies o tradicionalistas del Islam, esa era la línea legítima, mientras que los schiíes, renovando el antiguo pleito que ya se planteara a la muerte del Profeta, opinaban que el verdaderamente llamado, en derecho, a suceder a Mahoma, no era Abu-Bekr, su suegro, sino su yerno Alí, casado con su hija Fátima. y tenían por usurpadores no solo a Abu-Bekr, sino a los que le sucedieron en el jalifato, a partir de Omar y Otsmán, que lograran el poder por la violencia.

Los schiíes hacían de Alí su patrono espiritual y lo consideraban como un mártir, juntamente con sus dos hijos Hasán y Husein, a los que Omar, actuando de Herodes, mandara dar bárbara muerte, sin respeto a su infancia. La pasión y muerte de Alí y sus dos hijos era objeto de conmemoraciones anuales, que constituían una suerte de Semana Santa islámica, en que los fieles dejaban correr, en honor de los tres mártires, no solo sus lágrimas, sino también su sangre, lacerándose la cabeza con hachas y puñales, al modo de los saisanas marroquíes, en la exaltación de su fervor religioso, y en esa época de luctuoso y cruento rito se celebraban también representaciones teatrales, poniéndose en escena los famosos Misterios de que nosotros hemos dado una versión española, en cuyo prólogo tratamos más a fondo del tema. Pero no era esta la única secta en que se manifestaba la rebeldía de los persas frente a sus mediadores. Había también otra, muchísimo más peligrosa, la de los batinies, que atacaba al dogma por sus bases, es decir, por su letra revelada, e interpretaba el Corán con arreglo a una cola esotérica.

Los batinies, o entrañables, del árabe batin—entraña, vientre, interior—, pretendían haber penetrado en el sentido íntimo la entraña del Corán y desnaturalizaban por completo los principios y preceptos del libro, acomodándose a sus antiguas creencias zoroástricas. Los batinies eran, en el fondo, un partido político, cuyos adeptos formaban una verdadera masonería internacional, reconociendo a Hasán-ben-Sabah, hombre, según dicen, versado en toda ciencia y, sobre todo, en la magia, como su gran maestre.

Había también en la Persia islámica esos dervisches o frailes mendicantes y troteros que formaban unas como órdenes menores dentro de la ortodoxia y recorrían las ciudades, pidiendo limosna, con una (voz) rosa o una ramita de mirto en la mano y se mezclaban con las masas del vulgo y se introducían en las casas, haciendo catequesis religiosa y propaganda política, nacionalista, por lo que los jalifas reaccionaban algunas veces contra ellos en forma violenta y los mandaban prender y decapitar en su presencia como agitadores públicos.

Por todo ello los musulmanes de raza árabe consideraban en general a todos los conversos persas como a idólatras encubiertos, secretos adoradores del fuego zoroástrico, y los miraban con la natural desconfianza y recelo, aunque por su superioridad intelectual no podían prescindir de su colaboración y los jalifas solían llamarlos a sus consejos y nombrarlos sus visires, echándose enteramente en sus brazos, como hicieron Harunu-r-Raschid y su padre con los Barmeki, esa poderosa familia de abolengo iranio, que contó tres generaciones de grandes visires y llegó a ser tan poderosa que Harunu-r-Raschid acabó por sentirse amenazado y decretó el exterminio total de todos sus miembros, según el primero de los abbasies, As-Saffah, El Sanguinario, hiciera con los umeyas destronados, para dormir así sueños tranquilos.

Châfar-ben-Yahya, el último de esos barmekies, hermano de leche de Harunu-r-Raschid, fue siempre tildado de idólatra, lo que en lenguaje político significaba separatista, y los poetas no se recataban para lanzarle sus saetillas epigramáticas, pese a estar amparado por la égida del jalifa; Châfar, por su parte, daba pie para ello, pues su casa de Bagdad era, según ya hemos indicado, centro de reunión y tribuna para toda suerte de librepensadores y en ella se expresaban las opiniones más audaces y opuestas a la tradición ortodoxa. La casa de Châfar era un motivo de escándalo para la beatería bagdadí, que no respiró ni durmió tranquila hasta que el jalifa la mandó demoler.

No dista mucho de ser un enigma histórico la cuestión del verdadero motivo por el que Harún mandó exterminar en un mismo día, mejor dicho, noche, a su gran visir y a todos sus consanguíneos, ya que a la razón política se mezcla la sentimental, o sea que el jalifa se consideró traicionado por su visir al enterarse de que este casara secretamente con una hermana suya, en la que tuviera hijos que ya eran mayorcitos cuando Harún hizo ese descubrimiento; es lo más prudente admitir que ambas razones se fundieron en un complejo pasional para provocar la ruina del omnipotente visir, que por su influjo sobre la masa irania venía a ser, quieras que no, el caudillo de las aspiraciones nacionales de los persas y posible candidato al trono de Raschid, al que, por razón de su cargo, le andaba tan cerca.

Todo este fermento nacionalista se agitaba en el seno de la sociedad islámica, manteniendo contacto de enlace con esa otra masa de creyentes en la antigua fe de sus abuelos que, al producirse la invasión de Persia por los conquistadores árabes, optaron por el exilio antes que la conversión y emigraron en verdadero éxodo, primero a la provincia de Kohistán, y luego, hostigados allí por sus perseguidores árabes, como los israelitas por los egipcios, se trasladaron, costeando el golfo Pérsico, a Ormuz, hasta que, no sintiéndose allí tampoco seguros, resolvieron expatriarse y penetraron en la India, donde el rachá de Guzarate, dando muestras de comprensión y tolerancia, les permitió establecerse y practicar libremente sus ritos zoroástricos. Y esos persas, expatriados voluntariamente de puro querer a su patria, viven todavía al cabo de los siglos en esa India hospitalaria que los acogió, donde son conocidos con el nombre de parsis, conservando entre musulmanes e idólatras su lengua y su fe nacionales, que les sirven de lazo con sus hermanos que quedaron en Persia.

Esos persas que se retiraron a lugares abruptos del país, huyendo de la riada árabe, aparecen en las historias de Las mil y una noches con la nota de salvajes, brujos y, en último extremo, de seres teratológicos y demoníacos. Los árabes transfirieron a ellos la leyenda infamante de que los antiguos iranios, al invadir el país, procedentes de la India original, rodearon a la primitiva población turania, que también se retiró a las regiones montañosas y selváticas. Esos turanios, deformados por el odio religioso y racial, son los devis que figuran en la epopeya de Firdusi, criaturas diabólicas, engendradas por Ahrimán, el espíritu de las tinieblas, según el Zendavesta, cuya misión consiste en hacer el mal y contra los cuales luchan los héroes, mandatarios de Ormuzd, el dios de la luz, el padre de los ángeles, que con su antagónico Ahrimán forma en la dualista teología zoroástrica la pareja correspondiente a la de Brahma y Siva en la teología indostánica.

Todo esto hay que tenerlo en cuenta para explicarse la tendencia a denigrar a los persas que se advierte en las historias de Las mil y una noches, y al servicio de la cual ponen los rapsodas árabes paradójicamente elementos tomados del propio fondo tradicional de los parsis, pues aplican a estos el mismo trato que ellos emplearan antes con los turanios aborígenes, y aparecen contaminados de su mismo error dualístico o maniqueo al admitir esos dos principios en eterna pugna, el del bien y el del mal, aunque siempre, como buenos musulmanes, den el triunfo a Al-Lah sobre Iblis, porque el solo hecho de ponerlos a ambos frente a frente ya constituye herejía.

Pero no es todo, sin embargo, vejamen para los persas en Las mil y una noches, muchos de cuyos cuentos se escribieron probablemente sobre viejos argumentos iranios y por literatos persas arabizados, o al revés, de los que frecuentaban las cortes de los sultanes semiemancipados, como el magnífico Mahmud de Gasna; es frecuente, por ejemplo, que los rapsodas realcen el prestigio de sus protagonistas, haciéndolos descender de linaje de reyes persianos, del Jorasán o el Fasistán, y es muy significativo que así ocurra en el caso de los personajes más tiernos y delicados de esas historias, como el de Alí-ben-Bekkar, el muerto de amor por Schemsu-n-Nehar, la bella favorita de Ar-Raschid. La Persia es el fondo de donde los narradores árabes toman los títulos de nobleza con que realzan a sus personajes y el nimbo de poesía con que los transfiguran, y en ello podemos ver un homenaje al antiquísimo abolengo iranio y a la milenaria cultura de un pueblo que en muchos sentidos les sirvió de maestro a esos árabes conquistadores, que al llegar allí no tenían más riqueza que su espada ni más saber que el del Corán.

La literatura árabe se refina al contacto con la persa, bajo el influjo de esos poetas impregnados de misticismo, como Hafiz, Nizami, Sâdí y Chami, que trabajan su verso con un preciosismo y una delicadeza ingrávida, y le infunden el alma sutil y evanescente de sus rosas y crean figuras de una levedad impalpable y angélica, y es natural que los escritores miliunanochescos sitúen en ese reino poético del viejo Irán sus más lindas fábulas y sus más delicadas criaturas. Esos seres que parecen cernerse en el aire y borrarse cuando cierran sus ojos.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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