EL SINO

Bajo la rúbrica de este apartado parece oportuno incluir a esa entidad mítica que a todas las demás entidades míticas o reales preside y gobierna en el mundo islámico, como el Deiván de los hindúes y la Moira, Anangé o Fatum en el mundo de la paganía clásica; el Sino todopoderoso, para el que los árabes tienen tres nombres: al-meniya, al-kadr y al-kaziya, cada uno de los cuales encierra un misterio teológico. Al-meniya deriva de menn, dádiva, dispensación; al-kadr es el poder, y al-kaziya, el decreto o la sentencia, de suerte que cada uno de los tres alude a alguno de los atributos divinos: la generosidad, la omnipotencia y la justicia.

Esto indica ya que el Sino no tiene en la teología islámica la omnipotencia absoluta que en la pagana, donde domina y señorea a los propios dioses, incluso al más grande de ellos, a Jove «pater hominumque deorum». En la tragedia griega los dioses lloran, lo mismo que los hombres, su triste dependencia del Sino, que dispone de antemano lo que ha de ocurrir, y respecto a los hombres señala a las Parcas la longitud del hilo de sus vidas, que han de hilar en sus ruecas. Los dioses no tienen sobre los humanos más privilegio efectivo que el de su inmortalidad, que a veces es para ellos una desdicha más, como en el caso de Calipso, esa suicida intencional del libro de Fenelón.

En la teología musulmana no es así; el Sino es un mero servidor de Al-Lah, como todos los seres, y no obra sino por orden suya, sin que pueda hacer nada por cuenta propia. Viene a ser simplemente el ejecutor de sus justicias, como esos maceras de los jalifas que aguardan una señal del soberano para esgrimir su alfanje.

A esa diferencia fundamental respecto al Hado de los griegos y latinos únense otras como la de no tener forma visible; nada la tiene en el Islam. Pero cuando los persas, menos ortodoxos, lo representan en forma de vieja desdentada y renqueante, confundiéndolo en realidad con Kronos, el Tiempo (Dar Kalas de los sánscritos), con el que verdaderamente tiene gran analogía, ya que son las vicisitudes del tiempo, o de los tiempos, las que traen las mutaciones de las cosas y determinan la cambiante suerte de los hombres. Y como esas vicisitudes de los tiempos las determinan a su vez las rotaciones de los astros, no es de chocar que en la mitología irania aparezca la suerte, o el Sino, representada también por el Firmamento (Felek), es decir, por todo el cosmos sideral.

Es indudable que de ahí se deriva la idea que el vulgo islámico se ha formado del Sino; este se halla escrito desde el principio en las estrellas, por lo que también se llama mektub (escrito) y pueden descifrarlo los astrólogos; ahora bien: es el dedo de Alá quien trazó esa escritura fatídica, que por eso se tiene que cumplir, a menos que Alá disponga lo contrario, porque Alá es poderoso sobre toda cosa, según el Corán, y también sobre el Sino. Esto deja abierta para el musulmán la puerta de la esperanza, poniendo en sus manos la llave de la oración y de la Fe.

De ahí que se admita por algunos teólogos (los kadríes) la posibilidad de vencer al Sino, lo que otros (los motaziles) niegan resueltamente, y de ahí la pugna en el Islam de esas dos tendencias, que también se manifiestan en todas las teologías y filosofías teorizadas por los hombres. Milenario es ya el pleito entre predestinación y libre albedrío, antinomia que se pretende resolver siempre reservando a Dios la regia prerrogativa de la gracia; no vamos a referir aquí las incidencias de ese debate, que en nuestros días continúa fuera del terreno teológico, como conflicto entre voluntad y carácter, si se emplea la fórmula psicológica, o entre herencia y evolución, dicho en términos de biología.

Limitémonos a las indicaciones expuestas, añadiendo solamente que en Las mil y una noches hay huellas documentales, que oportunamente señalamos —Historias de Simbad, el marino (Noches 317 a 335), y del «scheij», el de la mano pródiga (Noches 628 a 633)—, de esa discusión teológica que apasionaba a los espíritus en los siglos medios del Islam, dividiéndolos en esos dos bandos de motaziles y kadríes, entre los que se interfieren los místicos, que, como Al-Ghazâli, saltan por encima de todas esas cuestiones para unirse directamente con Dios.

Es Dios—Al-Lah—quien dota de una determinada suma de poder a sus criaturas, las «apodera» (keddara) y les señala un plazo determinado de vida —dyalo, cumplido el cual se acaba aquella y esos autómatas animados recaen en su inercia primera, como muñecos a los que se les acabó la cuerda y solo vuelven a animarse el día de la Resurrección—kiyamat—, literalmente del Levantamiento. Esa ley del kadr, o del áyalo, rige lo mismo para los individuos que para las razas y los pueblos y los mismos mundos. Todo tiene marcado de antemano su plazo y su duración, y seres y sucesos cambian y se suceden sin cesar. Solo Alá es eterno e inmutable.

Fácil es ver cómo, en este sentido, el Sino se confunde con la Fortuna del Olimpo clásico. La fuerza, el poder y el imperio están pasando continuamente de unas manos a otras, y en ese juego del anillo todos lo tienen alguna vez en la suya y todos pueden esperar volver a tenerlo. De ahí esa conformidad de los musulmanes ante la desgracia y esa finura con que saben perder, como decimos hoy. Esos árabes que, según la frase del poeta andaluz, todo lo ganaron y todo lo perdieron, no desesperan nunca de volver a ganarlo, y así lo dan a entender esos moros tetuaníes, descendientes de granadinos, que aún conservan las llaves de sus antiguas casas andaluzas con la ilusión de poderlas usar un día. Todo es posible si Alá quiere. Y esa es la fuerza psíquica admirable que se deriva de esa creencia fatalista en el Sino y pone esa sonrisa, misteriosa, irónica y cortés, en los labios del árabe, cuando se inclina y cruza los brazos al pecho ante sus vencedores.

El árabe no ha llegado a elevarse a ese determinismo psicológico de los hindúes, para los que el Sino es simplemente el resultado de la reacción constante entre el dharma o virtud y el karma o herencia psicofisiológica del hombre, idea a que también se habían elevado los griegos pitagóricos y los rabíes talmúdicos, pero que supone la creencia en la metempsicosis. Esa idea, que echa sobre el hombre toda la responsabilidad de su sino y lo independiza, en cierto modo, de Dios, no podían aceptarla los buenos creyentes en el poder absoluto de Alá, y así se nos muestran, hasta hoy, agobiados bajo el peso de lo fatal, que, por otra parte, los irresponsabiliza y alivia de esa carga psíquica que lleva sobre sus hombros el hombre moderno.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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