LOS MOGREBIES

Los mogrebíes, es decir, los naturales del extremo Occidente (Mogrebu-l- Akza), el actual Marruecos, límite por ese lado de las conquistas árabes en Africa, tienen representación étnica en Las mil y una noches, donde aparecen siempre con la nota de magos, sabios y poderosos, ya de condición generosa, altruista, como el Abu-z-Zámad de la Historia de Chúder, el hijo del mercader Omar, y sus dos hermanos (Noches 365 a 380), ya rematadamente perversos, como el de la Historia de Alá-d-Din, y su lámpara (Noches 587 a 603), el cual responde plenamente al tipo tradicional del brujo malo, falaz y traicionero.

No debe extrañarnos esta cualificación de brujería atribuida a los mogrebíes si pensamos, en primer lugar, que el Mogreb, Magreb o Magrib, que de todas esas formas se transcribe el vocablo árabe, por la siempre incierta vocalización de las lenguas semíticas, caía muy lejos del centro del imperio islámico, radicado en Bagdad, y así se prestaba, lo mismo que esos otros países del norte de Persia, como Cabul, la Sogdiana, la Bactriana, etc., a que los narradores de cuentos los hiciesen teatro de episodios fabulosos y atribuyesen a sus moradores toda suerte de cualidades fantásticas, pues la dificultad de comprobación los eximía de todo respeto a la verdad; la distancia empeña la visión física y la psíquica, y esos narradores, tan realistas para lo que tienen cerca, baten el récord de lo inverosímil tocante a lo que cae lejos de sus ojos.

Pero, en segundo lugar, hay que tener en cuenta que siempre fue el norte de Africa, desde Egipto a Marruecos, en toda la extensión de ese litoral mediterráneo, que antes de la conquista árabe se dividía en las provincias romanas de Mauritania, Numidia, Libia, Egipto, etc., sede de gentes supersticiosas, dadas al ocultismo, y que africano fue Apuleyo, el autor de El asno de oro, y que Alejandría fue, en la decadencia del imperio romano, el punto de convergencia del misticismo neoplatónico y la cábala hebrea, y que de Egipto irradiaron esos cultos isíacos, esas masonerías de doctrina esotérica que llegaron, con escándalo de los últimos patricios, hasta la misma Roma, y que en Egipto sitúa el seudo Luciano la historia del famoso mago Pistilo, que sirvió de base a Goethe para componer su poema El aprendiz de brujo, y en la que se delata la fama de taumaturgos de los sacerdotes egipcios, que ya en el Génesis aparecen compitiendo con Moisés en lo de obrar prodigios.

Por su parte, el maestro en teosofía Roso de Luna, apoyándose en el discutido poema tibetano de Dzyan, que dio a conocer su maestra madame Blavatzki, hace a los africanos herederos del profundo saber esotérico de los antiguos atlantes o pobladores de la perdida Atlántida, «cuyo nombre nos llega resonando en Platón»—según el verso de Rubén Darío—, y que lograron ser tan sabios y tan poderosos en virtud de su ciencia, que el orgullo intelectual los perdió y fueron sepultados, en castigo, en el fondo del mar y cambiados en peces, es decir, en los animales más estúpidos.

Roso de Luna resucita, pues, la antigua cuestión de la Atlántida, que modernamente han vuelto a debatir los hombres de ciencia, entre los que hay discusión abierta sobre el lugar de su emplazamiento y hasta de su número, pues los hay que lo sitúan más allá del extremo occidental de Africa, suponiendo vestigios suyos a nuestras islas Canarias y a las Azores portuguesas, y los hay que lo radican en el propio suelo africano, en el lugar que hoy ocupa el desierto de Sáhara, que antaño fue un mar, según atestigua el hallazgo de peces fósiles bajo sus arenas, y a esa hipótesis se atiene el novelista francés Pierre Benoit en su novela La Atlántida, que puso últimamente de moda el tema latente; pero los hay también que admiten no una, sino varias Atlántidas, con los consiguientes emplazamientos respectivos, según puede verse en el estudio dedicado a ese enigma geológico e histórico por el filósofo Ortega y Gasset.

Roso de Luna opta por la primera hipótesis, la que sitúa la perdida Atlántida allende el extremo occidental africano, o sea el Mogreb actual, y consecuente con su tesis, coloca en las costas mogrebíes el escenario de la historia referente a los genios encerrados en redomas de azófar, para captar los cuales organiza el piadoso jalifa umeya Abdu-l-Mélek-ben-Meruán una expedición, acaudillada por el sabio scheij Abdu-z-Zámad (Siervo del Eterno), intrépido viajero que ha recorrido, como Herodoto, toda la tierra conocida en su tiempo y, como el griego, consagra su sedentaria vejez a escribir sus impresiones de la juventud andariega.

En esa curiosísima historia, que guarda cierta relación con nosotros, los españoles, pues uno de los expedicionarios que marchan en busca de las famosas redomas es Musa-ben-Nozeir, el caudillo árabe que consolidó la conquista para el Islam de nuestra península, se mencionan ciudades míticas, como la Ciudad de Azófar, y parajes fabulosos, como el mar o lago de Karkor, y entidades mágicas, como el Jinete de Bronce, que indica a los viajeros extraviados el verdadero camino que deben seguir; todo lo cual explícalo Roso de Luna con arreglo a la clave atlántica.

Es muy interesante, a título de información folklórica, todo lo que el docto teósofo nos dice sobre los cuervos que los viajeros encuentran posados a miles sobre la cúpula de oro del alcázar de la primera ciudad deshabitada que hallan en su camino y sobre el referido Jinete de Bronce, a los que asigna relación bien fundada con otros cuervos y otros jinetes análogos de antiguas leyendas: «Los cuervos que aquí aparecen—transcribimos a la letra—son hermanos legendarios de esotros cuervos de Remo y Rómulo, de Sigfredo, de San Pablo, primer ermitaño, y hasta de los que guiaron misteriosamente, a través del desierto líbico, según los biógrafos de Alejandro, al héroe macedónico, cuando fue a destruir el maravilloso templo cirenaico de Júpiter Amnón» (sic).

Y en una nota escribe: «Según las Crónicas de Portugal, cuando el rey Alfonso V permitió que sus gentes fueran a poblar el archipiélago de las islas Azores, estas últimas (sic: se refiere, desde luego, a las gentes) se vieron sorprendidas en la isla más occidental, o sea en la del Cuervo, por la presencia de una enorme estatua ecuestre que señalaba el camino hacia Occidente. Semejante relato coincide con otro análogo de Domingo Bello y Espinosa, en su obra Un jardín canario, donde se menciona otra estatua cuajada de inscripciones que se halló en la playa de Güimar, y que maravilló a aquellos isleños, ignorantes de la escritura. Por supuesto que el autor, con el escepticismo de siempre, opina que se trataría de un mascarón de proa de algún barco fenicio sumergido.»

Roso de Luna, pues, refiere a la Atlántida todas las indicaciones geográficas e históricas, bien parcas y confusas, por cierto, que contiene esa Historia sobre la condición de los genios y schaitanes encerrados en redomas (Noches 335 a 339), en castigo a su rebeldía, y sitúa esa perdida Atlántida en el extremo occidental de Africa, al cual fin tiene que violentar la letra del texto, que, por la onomástica de los personajes que en él se citan, como Aad-ben-Knoch, el Grande, la reina Tadmor, Faraón, etc., aluden claramente no al Mogreb o extremo occidental del continente negro, sino a su centro y oriente, al trasfondo del Egipto de los faraones y a la región colindante con el mar Rojo, donde la Biblia coloca la Etiopía o país de Kusch y ese mar de Karkor, donde los indígenas pescan esas misteriosas redomas que van buscando los emisarios del jalifa Abdu-l-Mélek.

Roso de Luna obvia la contradicción afirmando que «ese mar Rojo no es, por supuesto, el actual entre Egipto y Arabia, como se cree, sino el mar occidental o Eritreo, Siluro o Atlántico, que decimos hoy; como tampoco semejante “Egipto” es el actual del Nilo, sino el de los atlantes antecesores de los egipcios históricos que pasan a su actual emplazamiento africano de ese último río, arrancando del país atlante a través de múltiples países, en itinerario maravilloso, al que los informados en estas cuestiones, nada tratadas todavía por nuestra prehistoria oficial, denominan “Itinerario de Io o del Culto de la sagrada Vaca”, es decir, del culto lunisolar o primitivo, al que tantas referencias llevamos hechas en el curso de nuestras obras teosóficas.»

Nos falta, como es natural, la fe teosófica para aceptar esa transferencia geográfica que hace Roso de Luna a favor de sus atlantes occidentales, y nos atenemos a las escasas indicaciones topográficas y onomásticas del texto, según las cuales toda la acción de la historia se desarrolla más bien en el interior de Africa y hacia el Oriente, según marcamos en notas a nuestra versión. Por lo demás, hemos mencionado aquí esa historia simplemente en relación con el carácter de magos y sabios en ciencia hermética, atribuido en Las mil y una noches a los personajes mogrebíes que en ellas figuran y que resalta por el lado bueno en el docto y piadoso scheij Abdu-z-Zámad.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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