LOS DEFECTUOSOS FISICOS Y MENTALES

La joroba no tiene en Oriente, donde es fácil disimularla bajo las amplias túnicas, la trascendencia fatal que en Occidente, ni inspira esa superstición que ha hecho entre nosotros emblema de buena suerte para los demás ese accidente físico que lo es de mala para su dueño.

El jorobado no es en Oriente una mascota, ni un fetiche, ni inspira otro sentimiento que el de la piedad o la sonrisa. Así el acondroplásico no tiene allí ningún drama especial y, sobre todo, si es rico, no es óbice su joroba para que ese Quasimodo pueda lograr el amor de una Esmeralda.

Muchos son los jorobados que figuran en Las mil y una noches como los del cuento del sastre y el jorobado, ya varias veces aludido, y aquel otro caballerizo del sultán de Egipto, que este quiere casar con la hermosa Sittu-l-Hosn y que los genios, en función eugenésica, sustituyen la noche de bodas por el bello Bedru-d-Din, primo de la joven, metiendo al cheposo, para mayor escarnio, en el retrete; en uno y otro caso falta toda intención trascendental y la joroba es sencillamente una fealdad más atribuida al personaje para que resulte más grotesco.

No le es, por consiguiente, aplicable al jorobado esa significación fatídica, esa relación con el sino que tiene entre nosotros y que Roso de Luna expone en El velo de Isis, fundándose, como siempre, en una etimología caprichosa, según la cual giba es lo mismo que el sánscrito bija—máscara o vestidura—. Si aceptáis eso y pasáis por el arco de esa etimología, os resultará interesante la lucubración que sigue del gran ocultista: «Cuando los sacerdotes aztecas—dice—se untaban con el negro “ulli” sacramental para sus ceremonias de magia, nuestros conquistadores de América decían que se embijaban o pintaban de bija. Agib, leído de otro modo, es giba, y, por este trastrueque, se ha considerado siempre al jorobado o giboso como símbolo de las unturas que esas historietas asignan a quien llegaba al estado de “calenda” o sea, de especie de monje mendicante o faquir del exterior del templo, o sea, un discípulo del ocultismo. Por eso en la leyenda española de La oreja del diablo un jorobado es quien desciende al Palacio de la Fortuna, la Hermosura y el Amor.» La nota transcripta se refiere al tercer zâluk o calenda en la versión de Galland, el cual se llama Achib (escrito en árabe con «yim»), nombre que significa a la letra «prodigioso» y, como el lector puede apreciar, aun sin conocer el arábigo, el maestro teósofo realiza con él una manipulación harto libre.

Por lo demás, con idéntica libertad procede al asignarles sentido esotérico a los tuertos de Las mil y una noches, que son varios, empezando por estos tres zâluk tuertos de la historia de El alhamel y las mocitas (Noches 11 a 16) y siguiendo por el tuerto del rey de Ifrancha, que actúa de personaje principal en la Historia de Alí Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492).

Tales tuertos que, tomados a la letra, nada de particular tienen y ni siquiera se relacionan con nuestra superstición popular respecto a los tuertos, pues no inspiran a los otros personajes de esas historias ningún sentimiento ostensible de repugnancia o aprensión, son para Roso de Luna «símbolo de cuantos fracasados existen en el mundo». «Tuertos y todo, como el Wotan nórdico, no lo están del ojo izquierdo, sino del derecho, porque aquel ojo es el “ojo del canon” que dicen los católicos, el ojo que incapacita (querrá decir cuya falta incapacita) para la celebración de los misterios religiosos y sobre el que se podría escribir largamente, si no prefiriésemos dejarlo a la discreta intuición del lector.» Siempre la reticencia habitual en los maestros de hermetismo, cortando por lo más interesante la confidencia.

Desde luego que, por lo que se refiere a esos tres tuertos del cuento referido, tuertos los tres del ojo izquierdo y los tres hijos de reyes, es más que presumible tengan una significación intencionalmente simbólica, así como las aventuras que les suceden; presunción que sube de punto con la historia del tercer zâluk y el episodio de su encuentro con los diez jóvenes tuertos también del izquierdo y que todas las noches se espolvorean la cabeza con pez y carbón molido y después se lavan y enjuagan y se entregan a un llanto que dura toda la noche.

Es indudable que esos ensuciamientos y lavatorios cotidianos y nocturnos encierran un misterio y aluden a ritos oscuros, de tradición perdida, y que se prestan a toda suerte de interpretaciones. Para Roso de Luna la pez y el polvo de carbón con que se cubren las cabezas esos jóvenes no es sino el «ulli» sacramental de los mejicanos y otros pueblos. Esos jóvenes tuertos reunidos en el palacio de Azófar, bajo la presidencia de un anciano, como novicios de un monasterio búdico o cristiano, y que lloran antiguas culpas, por las que perdieron el ojo, son, según Roso de Luna, otros tantos iniciados que, al perder el ojo, desarrollaron el tercer ojo latente en el hombre, el de la intuición, y ahora ven claro en el misterio.

El tercer zâluk, que aún no perdió ninguno de los ojos materiales, no ve aún claro en la vida, y por eso tendrá que pasar por la misma experiencia que los otros, para que también se le desarrolle el tercer ojo, ese de la intuición que nosotros, con permiso del gran ocultista, llamaríamos mejor de la experiencia, ya que se adquiere a costa de ella.

Mucho se podría hablar sobre los ojos del hombre y sobre su número, que no siempre debió ser el mismo que ahora, como tampoco ellos debieron estar en el mismo sitio, pues si hemos de creer al malogrado y genial médico granadino doctor Velázquez, autor de unas teorías muy originales sobre el sueño, también los ríñones, en su origen, fueron ojos que después se cegaron, pero que conservan su función lacrimatoria a fuer de glándulas endocrinas; cierto que esta tesis la sostiene en una fantasía literaria, de tono humorístico, pero no por ello es menos digna de dar que pensar, pues hasta las fantasías de un hombre de ciencia son científicas, y respecto al lugar de los ojos, recordemos a los cíclopes, que tenían un solo ojo en mitad de la frente, y a aquellos hombres fabulosos de que nos hablan los viajeros antiguos que lo tenían en medio del pecho y de los cuales se hace eco la historia de Las mil y una noches referente a los genios encerrados en redomas de azófar.

Hay, sin duda, un simbolismo hermético en ese juego, por decirlo así, que los hombres se han traído siempre con los ojos, cambiándolos de lugar y de número, no precisamente para aumentarlos, sino, al revés, para reducirlos, como a impulsos de la idea subconsciente de que la pérdida del número se compensa con la intensidad, de que un ojo ve más que dos y sin ninguno se adquiere la videncia, la visión radioscópica, röntgeniana.

Podría apoyarse esta presunción en la circunstancia de ser ciegos muchos de esos hombres excepcionales de la antigüedad, como Homero, y en el hecho habitual instintivo que hacemos de cerrar o por lo menos entornar los ojos en los momentos de intensidad mental o precisamente cuando más queremos ver y sería natural que los abriéramos.

Cerramos los ojos, nos quedamos momentáneamente ciegos o medio ciegos en los momentos supremos de la vida, en las grandes emociones del amor y el gozo; la aparición inesperada de un ser dilecto nos ciega de asombro, reclinamos la cabeza en su pecho y cerramos los párpados, en vez de abrirlos, y, en una palabra, todo cuanto nos alegra o asusta hace que cerremos los ojos, ya para verlo mejor ya para no verlo, es decir, para hacernos la ilusión, pues nuestra pupila retiene la imagen aún después de velada, y es entonces, en esa penumbra, cuando cobra vida más intensa.

Es cuando dejamos de ver cuando más vemos, y esa intuición se confirma hasta científicamente por los fisiólogos modernos, que nos hablan de la capacidad integral de visión de todo nuestro cuerpo, en el que cada poro sería un ojo en potencia, eclipsado por la luz de los ojos especializados, en virtud de esa ley de división del trabajo que rige en biología; según eso, tendríamos miles de ojos, que empezarían a actuar e irradiar su fulgor de difusa celistia, como hacen los astros en ausencia de la gran luminaria, del gran ojo nocturno de la Luna.

Sea por lo que fuere, es lo cierto que la imaginación popular, haciéndose eco inconsciente de un sentido místico de la visión, vulgariza las enseñanzas de los filósofos del éxtasis y el deliquio, atribuyendo una videncia especial a los ciegos, ante los cuales siempre se siente el vulgo algo cohibido.

El mendigo con olor de santo, el rapsoda, el adivinador perfecto, han de ser ciegos, y en esos países del antiguo Oriente, donde las oftalmías por falta de higiene y la irritación constante del sol excesivo, aparte las penas de ceguera impuestas por los Códigos, son tan frecuentes, los ciegos inspiran la piedad y veneración de los santos, pues se adivina tras de ellos una gran desgracia, que les abrió los ojos del espíritu y los santificó.

Es preciso ser un desalmado para jugarle a un ciego la trastada que aquel hidalgo de Bagdad se permitió jugarle al hermano ciego del famoso barbero As-Samet, aunque en el fondo hidalgo y mendigo iban de tuno a tuno, ya que ese ciego formaba con sus cofrades una sociedad mercantil con fondo saneado y buenos dividendos.

Pero ese cuento pertenece ya a la literatura picaresca, que siempre nos da una versión realista, peyorativa, de los grupos sociales. Ese ciego avaro, hipócrita, que vive del cuento de su falsa miseria, fingiendo humildades y mansedumbres, y está siempre dispuesto a esgrimir el palo en que se apoya, en cuanto le toquen al bolso, tan tacaño que ni siquiera tiene lazarillo; ese ciego petardista, irascible y ladino, tiene más de grotesco que de malvado y no llega ni en mucho al grado de avaricia y sadismo del personaje de Hurtado de Mendoza, al que mediata o inmediatamente puede haber servido de modelo. Ese ciego de Las mil y una noches es más inocente que otra cosa, y no esquilma ni señala a pescozones a ningún lazarillo. Es, simplemente, ese ciego aturdido que Flaubert nos describe en sus cartas desde El Cairo, atropellando con su palo a los transeúntes, lo mismo al que le estorba que al que no. Es un honrado ciego que no engaña a nadie en lo fundamental: en lo de serlo.

El tipo de falso ciego que finge serlo para beneficiarse de la caridad de los incautos y darse buena vida, gastándose en orgías nocturnas, cuando recobra la vista después de haber colmado su platillo en los zocos durante el día, ese falso ciego de La corte de los milagros, no aparece en Las mil y una noches, y hay que ir a buscarlo a los escritos de Bediyu-s-Semán Al-Hamdani (siglo IV), donde hay una mekama titulada El pícaro ciego en que se pinta el tipo con todo su pintoresco y, en el fondo, simpático cinismo, envuelto en elocuencias sofísticas y alegres donaires.

Pero volvamos al tema de los tuertos, cuya representación más conspicua en Las mil y una noches la ostentan los tres referidos zâluk que llegan a pedir hospitalidad a casa de las tres mocitas; esos tres tuertos son otros tantos ejemplares de «patosos», de «hombres de mal agüero», que tienen la schemilak, como dicen los talmudistas; cada uno de ellos ha provocado, sin quererlo, alguna desgracia y se han causado, queriéndolo menos todavía, la propia.

El primero de los tres, príncipe de sangre real, como los otros, tuvo la mala sombra de, estando un día en la azotea de su alcázar, dispararle su ballesta a un pajarillo, al que no alcanzó la saeta, yendo en cambio a clavarse en el ojo del gran visir de su padre, dejándolo tuerto.

Semejante accidente, obra sin duda, del sino, fue el punto de partida de una serie de desgracias, pues el gran visir no olvidó jamás el entuerto y, al morir el rey, aprovechando la ausencia del príncipe, se hizo proclamar monarca en lugar suyo, y luego le mandó prender y le vació un ojo en vindicta taliónica y ordenó que lo llevasen al campo y allí le diesen muerte amarga, como dice la copla.

Libróse el tuerto príncipe de la muerte por la compasión del verdugo y fue a recogerse a la hospitalidad de su tío, también rey de otro Estado; pero allí fue a buscarle el visir vengativo, el cual sitió la ciudad y la tomó y quitó la vida al rey y se la habría quitado también al sobrino de no haber este optado por la fuga; de suerte que el hospedar al patoso sobrino costóle al tío no solo el trono, sino también la vida.

El segundo zâluk tiene al principio la suerte, que luego es su desgracia, de descubrir una fantástica gruta subterránea, donde está una bellísima princesa, cautiva de un efrit, y de enamorarse de ella y ser correspondido, pues eso es causa de que el efrit, al enterarse, dé muerte a la adúltera y a él le saque un ojo, y que se dé por bien librado.

El tercer zâluk empieza por embarcar en un navío que se estrella contra la famosa Montaña magnética; no perece, sin embargo, en el naufragio, porque está reservado para que le cause la muerte sin querer, desde luego, a aquel joven hijo de un rico señor, al que su padre tiene escondido en una cueva subterránea, para librarle de la amenaza de un horóscopo, cuyo plazo precisamente expiraba aquel día. De suerte que, de no haber aportado por allí el patoso, podría haberse considerado el joven libre de todo peligro.

Después de eso llega el zâluk a aquel alcázar de Azófar, donde viven diez jóvenes tuertos, regidos por un anciano venerable y que todas las noches practican extraños ritos luctuosos. Lleno de curiosidad, en vez de callarse como le han recomendado, insiste en saber la causa de aquellas ceremonias y, al enterarse de la rara aventura de aquellos jóvenes tuertos en el palacio de las cien puertas y las cuarenta damas, lejos de hacer caso de sus admoniciones empéñase en seguir la misma suerte que ellos; déjase arrebatar por el Pájaro Roj, llega al fantástico paraíso, permanece en él un año gozando de delicias perfectas, y al cabo, en ausencia de las bellas huríes, abre la puerta prohibida y al punto surge un caballo negro, que se lo lleva por los aires y le deja otra vez en el terrado del alcázar de Azófar, dándole un rabotazo con la cola, que le vacía un ojo.

Cada uno de estos tres tuertos representa, pues, un tipo de hombre de mala sombra, que la tiene él y se la comunica a los demás; un sino inverso parece guiar desde el principio sus pasos por la vida, y lo único acertado que hacen, ya tuertos, es venirse a Bagdad, en busca del emir de los creyentes, el generoso Harunu-r-Raschid, para contarle sus sendas historias maravillosas e implorar su poderoso amparo, y dijérase que, por rara casualidad, han entrado en Bagdad con buen pie, pues aquella misma noche de su llegada tienen la suerte de reunirse con él en casa de Sobeida.

Harún escucha sus historias, se maravilla y se conmueve, los casa con sendas hermanas de la joven Sobeida y les asigna cargos en su corte. Los zâluk han hecho, pues, su suerte y—esta es paradoja—precisamente luego de quedarse tuertos, lo que contradice la relación supersticiosa que pudiera establecerse entre su condición de tuertos y su mala sombra.

Choca, desde luego, que esa superstición no se manifieste en ningún aspaviento de alarma en la muchacha que les abre la puerta y que lógicamente debería impresionarse mal ante la presencia conjunta de tres tuertos y pronunciar algún conjuro, invocando la mano de Fátima, que preserva del mal de ojo, y tocando al mismo tiempo hierro o madera. ¡Figuraos lo que habría hecho una andaluza! Lejos de eso, lo que hace la joven es reírse e instar a Sobeida para que los deje pasar, prometiéndose una noche divertida. ¡Lo que nos vamos a reír!

Esto haría suponer que los musulmanes no comparten la superstición referente a los tuertos, común a todos los pueblos de la antigüedad, sugestión que confirmaría también la naturalidad con que en la historia de Maryem, la cinturonera, ese visir tuerto del rey de Ifrancha alterna con los mercaderes de Alejandría, sin inspirarles ningún temor supersticioso, ninguna prevención apriorística.

Solo en una historia, la del cuarto hermano del barbero—Al-Kus—, que es tuerto, hay indicio claro de esta superstición en el hecho de ese rey que, al tropezarse con Al-Kus, exclama contrariado: «¡Mal comienzo hemos tenido!» y desiste de salir de caza aquel día.

La prevención contra los tuertos es sin embargo general en Oriente, y los hindúes tienen un refrán que dice: Kvachit kana bháveta sadhus. («Alguna vez hay un tuerto bueno.») Apunta aquí ya esa otra superstición del «mal de ojo», del jettatore contra el cual se precaven con fórmulas de exorcismo y el empleo de talismanes profilácticos, como la ya referida mano de Fátima, que no falta en ninguna puerta pintada de rojo, o esos cuernecillos de coral que usan también los napolitanos.

Cabe pensar que esa creencia supersticiosa en el jettatore no tiene nada que ver con el hecho de ser tuerto y que no es este detalle el que hace maleficiador, sino otra virtud íntima, misteriosa, que no se manifiesta al exterior, y por ello hace más peligroso al individuo que la posee.

No es posible conocer a primera vista al jettatore que irradia su onda o efluvio fatídico, magnético, de un modo insidioso, y consuma su mala obra antes que la víctima lo pueda advertir, y esa es la razón por que los padres de Las mil y una noches suelen tener a sus hijos escondidos de toda mirada humana en lugares adonde no pueda alcanzarles la onda magnética del jettatore, que es un envidioso de nacimiento y se ensaña con la juventud y la belleza.

Pasada cierta edad, ya parece que no es de temer al jettatore, que es inofensivo para el hombre adulto, lo cual hace sospechar que bajo el jettatore se encuentra más de una vez el pederasta.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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