UNA APOLOGIA DE LA VIRGINIDAD
En relación con lo que antecede, podemos recordar La historia prodigiosa del espejo de las vírgenes (Noches 710 a 717), que viene a ser una apología, un tanto irónica, es cierto, de la virginidad de la mujer que ha de ser nuestra esposa.
Decimos irónica, porque las dificultades con que el joven príncipe tiene que luchar hasta encontrar una virgen en todo el ámbito del islámico imperio, valiéndose del espejo mágico que le entrega ese mítico personaje, el scheij de las Tres Islas, representa una sátira contra las mujeres y revela un escepticismo sobre el particular muy propio de la alegre musa de Boccaccio y de la mordaz del Aretino.
Toda la parte de la historia en que se describen las prolijas pesquisas del príncipe, en compañía de su fiel Mubarak, a la búsqueda de una virgen, armado de su espejito mágico (poetización del speculum clínico), está tratada en ese tono ligero y zumbón de los escritores licenciosos, en cuya literatura la rareza o nulidad de ese atributo femenil constituye un tópico.
Solo una virgen encuentra el príncipe y su servidor en el curso de aquellos reconocimientos a que someten a todas las muchachas decentes de Egipto y Siria y Persia, que dan siempre una reacción negativa ante el espejo, dejando malparada la reputación de su sexo, pues de ahí se infiere que no hay en todos los harenes honorables del imperio más que una chica decente.
Y esta señorita excepcional, esta miss impoluta, Latifa, si ha logrado conservar su precioso atributo, es porque el propio scheij de las Tres Islas veló siempre sobre ella, con la mira de dársela en esposa al príncipe, de cuyo padre era amigo.
Pero, dejando aparte lo que la historia tiene de simplemente traviesa y divertida, debemos fijarnos en su serio meollo, de intención didáctica, de buen consejo a los jóvenes. Y esa intención aparece desde el principio en la recomendación que el sultán, padre del príncipe, hácele a este al morir, de que cave en un subterráneo de la casa, donde el joven encuentra seis estatuas de inestimable valor y un pedestal vacío, destinado a otra estatua de valor todavía más grande que el scheij de las Tres Islas ha de proporcionarle.
Ahora bien: esa séptima estatua es la propia Latifa. Hay ahí, como se ve, un encarecimiento de la virginidad expresado en varios símbolos y metáforas. El scheij de las Tres Islas le dice al príncipe, al entregarle a Latifa: «Te doy el único tesoro que es inestimable. Y ese tesoro, más valioso que todas las estatuas de diamante y todas las pedrerías de la tierra, es esta joven virgen. Porque la virginidad, unida a la belleza del cuerpo y a la excelencia del alma, es la panacea que compendia todos los remedios y vale por todas las riquezas.»
Por eso es tan rara y tan difícil de reconocer. «Es algo sutil—dícele el scheij al príncipe—que no sale a la cara ni se puede reconocer por el olor. Ese conocimiento solo es patrimonio de Alá y sus elegidos.» En lo que puede advertirse un eco del célebre proverbio de Salomón:
«18 Tres cosas me son ocultas; aún tampoco sé la cuarta:
»19 El rastro del ángulo en el aire, el rastro de la cubeta sobre la peña, el rastro de la nave en medio del mar y el rastro del hombre en la moza» (capítulo 30).
La historia prodigiosa del espejo de las vírgenes parece una versión oriental de la leyenda caballeresca de Occidente titulada El príncipe Selim de Balsora o el anillo prodigioso, sin más diferencia esencial que ser en esta última un anillo, y no un espejo, el que revela la existencia de la virginidad en la mujer
La lección es la misma y con razón dice Roso de Luna en su comento:
«Esta historia es una guía completa de conducta para la juventud alocada.
«Diríase que se trata de un primitivo y anónimo Telémaco escrito en los países babilónicos hace miles de años y transmitido por la tradición oral, que lo ha hecho llegar hasta nosotros, pasando de labio en labio hasta cristalizar en esa deliciosa Biblia que se llama Las mil y una noches y pasar desde ella a nuestros pliegos de cordel.»