OTRAS ENTIDADES MITICAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
No debemos dejar de mencionar entre la humanidad mítica de Las mil y una noches tres entidades misteriosas, de abolengo claramente hebraico, como que proceden de la leyenda talmúdica del gran rey Salomón; nos referimos a esos tres schiuj o ancianos que se llaman, respectivamente, Scheiju-l-Bahr, Scheiju-t-Tiyar y Scheiju-l-Jizr, o sea, el Anciano del Mar, el Anciano de los Pájaros y el Anciano el Verde, pasibles los tres de sentido mítico.
Los tres se relacionan, como decimos, con la leyenda de Salomón, del que vienen a ser como lugartenientes o vicarios en lo atañadero al buen gobierno de los mundos oceánico, aéreo y botánico, respectivamente, que, como el plutónico, estaban bajo la dependencia del sabio monarca hebreo.
El Scheiju-l-Bahr aparece en estas historias con las atribuciones del Neptuno de la mitología helénica, aunque no ostente como emblema de su autoridad el clásico tridente, pero como Poseidón manda sobre toda la fauna oceánica, y es de suponer que también como él aquiete las olas alborotadas con un simple gesto; hemos de suponerlo, porque solo aparece en el libro de pasada, sin ninguna descripción que le caracterice, ni ninguno de esos epítetos expresivos con que Homero anuncia siempre al dios que sacude la tierra y suscita o aquieta las tempestades.
El rapsoda árabe lo nombra simplemente el Anciano del Mar, dejando a cuenta nuestra el imaginárnoslo con largas barbas blancas, desnudo o vestido de largo manto de cambiantes moarés y montado en su trono regio, en un alcázar submarino de perlas y corales, en medio de su corte de tritones, ondinas y demás seres ecuóreos.
Con igual laconismo nos presenta el rapsoda al Anciano de los Pájaros, en cuanto a su persona, pero nos da algunos pormenores de su lugar de residencia y su vida doméstica, por decirlo así; el Anciano de los Pájaros tiene su alcázar en la cumbre de un monte, como cuadra a un virrey de las aves, y allí vive de asiento en unión de siete sobrinas y sin compañía de mujer, lo que induce a pensarlo solterón o viudo.
Toda la información sobre ese scheij se encuentra en la historia de Hasán, el enamorado de la mujer-pájaro Menaru-s-Sunná, y eso nos excusa de ser aquí más prolijos; notaremos tan solo que el Scheiju-t-Tiyar se conduce con sus siete sobrinas como un verdadero tío, es decir, de los buenos, y con el joven Hasán como un gran señor hospitalario y se presta en su obsequio a interrogar a los pájaros, en el curso de su anual revista, por el paradero de la fugitiva princesa pájara, y el lugar hacia donde cae ese extraño castillo, llamado Tekná, donde es de suponer que se encuentra al lado de sus padres.
Es, desde luego, un poco raro que el Scheiju-t-Tiyar, que debe de tener una vista no ya de águila, sino de lince, y dominar toda la cartografía de su reino, ignore ese detalle, pero se explica con solo hacer cuenta que la tal princesa no es precisamente una pájara, sino más bien una ondina, que vuela a favor de un traje de plumas y no por virtud intrínseca, pues el castillo de Tekná está sumergido en el agua y no cae enteramente bajo la jurisdicción del simpático scheij.
Por cierto que, con este motivo, nos enteramos de la existencia de otras entidades míticas, entre aves y personas, como el Schah-Bedri, todas las cuales acatan la autoridad del Scheiju-t-Tiyar y son, probablemente como él y sus sobrinas, alifrites de los buenos, que odian a los magos y brujos y profesan la ortodoxia islámica.
El más detalladamente descrito de esos tres schiuj es el scheij Hasán AlJizr, o sea el Bello, el Verde, virrey de Salomón para el mundo de la Botánica.
Es este un bello anciano, cuyo fresco rostro desmiente la leyenda senil de sus largas barbas blancas; se toca con un gran turbante y viste un manto verde, de donde le viene su apodo o mote de el Verde.
Este fantástico personaje, que unos confunden con San Jorge y otros identifican con Horus, el hijo de Osiris, es, según algunos, una evemerización de un personaje histórico que vivió en el siglo VI antes de nuestra era y fue visir del rey persa Kaikobad, fundador de la dinastía que de su nombre se llamó Kayanil o Kayaniense.
Kaikobad o Kobad el Grande (Kai) fue el libertador del Irán, invadido por los turianos, y ha dejado por ello en la historia de Persia un recuerdo legendario, que alcanza a su visir.
Pero sea como fuere, la figura de AlJizr nos llega ya mitificada, y hemos de relacionarla más bien con esas otras personalidades míticas que hemos señalado y que simbolizan estados o aspectos de la Naturaleza.
A Hasán, el Verde, le corresponde el dominio del sector vegetal, así como al Scheiju-l-Bahr, el ecuóreo.
Así lo da a entender el color verde de su manto, como teñido en la clorofila de las plantas, y que es el manto mismo, la túnica esmeraldina que ondea sobre los hombros leves de la Primavera, y su blanco turbante, como hecho de tibia nieve de almendro.
El scheij Hasán, el Verde, es, si no la misma Primavera, por lo menos su heraldo o su gran visir y agente principal, el que nutre de savia a los árboles y pinta de verde las hojas de sus ramas y riega el césped de prados y jardines de ese color amaranto que alegra el alma del hombre y brinda reposo a su vista cansada.
El color verde fue siempre grato a los hombres y sugestivo de jocundas imágenes. Verde es el color de la juventud en los frutos y también en los seres, a los que simbólicamente se les atribuye ese color de fruto temprano. Verde se dice del viejo que ha conservado su frescura y vigor juveniles.
Hay, por cierto, en ese color un misterio letífico que encierra una alusión a la eterna renovación y eternidad de las cosas y los seres; en la resurrección primaveral de la Naturaleza intuye inconscientemente el hombre una promesa de eterna, fresca vida.
De ahí que Mahoma eligiese el color verde para el estandarte de la nueva fe en sus luchas con los infieles y que sea verde el turbante con que se ciñen la frente los peregrinos que vuelven de la Meca.
En el simbolismo universal de los colores el verde tuvo siempre esa connotación fausta; ya entre los griegos el verde amaranto era emblema de inmortalidad, y en el verdecer anual de la tierra veían aquellos hombres el mismo jocundo misterio que en el anual cambiar de piel de las serpientes, que, a fuer de hijas de la tierra, son de color verdoso, si no verde.
Puede pensarse cómo se realizaría la jocundidad de ese color para los árabes, habitantes de países tórridos y desérticos, en los que la mancha verde de un oasis anunciaba de lejos la presencia del agua y de la sombra, igualmente anheladas; con qué ansias correrían hacia esa mancha verde y con qué apasionado tropismo fijarían en ella sus ojos.
Tan fuerte emoción sentían esos nómadas a la vista del verde de los campos, que hubieron de crear esa figura mítica de Hasán, el Verde, de ese scheij bello y jovial, en el que vincularon todas las alegres sugestiones del color de su manto y lo hicieron símbolo antropomórfico de la Primavera.
¡Una primavera masculina! Así había de ser, tratándose de unos hombres de mentalidad y hábitos imperialistas, guerreros por naturaleza y por necesidad.
Todo lo concebían con arreglo al patrón civil y, además, profesaban una fe exclusivamente de hombres, en la que apenas tienen parte las mujeres, siempre más o menos impuras, siempre débiles y flojas.
El severo decoro del Islam imponía que fuera un personaje masculino y no una mujer-diosa, como la Flora de los romanos, el que cargase en sus hombros el estandarte verde de la Primavera, que es, al mismo tiempo, el de la Fe.
Hasán, el Verde, tiene a su cargo, en esa mitología arábiga, el mismo papel y desempeña las mismas funciones que Flora y Pomona en la occidental; es el rey, por no decir el dios, de lo verde, el que vierte sobre los campos cada año el cuerno de la abundancia clorofílica y da de beber a la tierra la copa de juventud, el elixir de vida que la regenera y remoza.
Hasán, el Verde, cuando llega la época vernal, anda muy atareado con los deberes de su floreal ministerio; ya de acá para allá, de uno a otro país, repartiendo sus dones, controlando la marcha de la germinación, dando toquecitos de verde a ese arbolito pálido, enderezando esa ramilla que se tuerce, avisando a los pájaros emigrantes y a todos los seres de la Naturaleza que ya la primavera es venida o está al llegar, e invitándolos a todos al alegre convite vernal.
Pero tampoco en invierno descansa del todo ese buen viejo verde, pues cuando da de lado a sus funciones de jardinero tiene aún otras cosas que hacer y que caen dentro del orden de su condición servicial; de mensajero de la primavera el scheij Hasán extiende su misión a mensajero universal de toda buena nueva, relacionada con el simbolismo de su verde color.
Hasán, el Verde, es el correo anunciador de las gracias divinas, y en este sentido viene a ser como un arcángel, una entidad aérea, una antropomorfización de la nube mensajera, del poema de símbolos, un sincretismo en virtud de Kalidasa; hay ahí una inferencia del cual el numen de los jardines y prados es también el agente atmosférico que contribuye a su verdor y lozanía. Flora y Nefele en una pieza.
Hasán es, desde luego, una entidad atmosférica; su modo de locomoción es aéreo, aviónico, y así volando se traslada el activo viajero de un lugar a otro con la rapidez necesaria para lograr la cuasi ubicuidad y llegar a todas partes en la fecha precisa.
Pero aquí interviene otra inferencia de origen talmúdico, a la que sirve de nexo esa condición aviónica de Hasán, el Verde; este resulta identificado con el profeta bíblico Elías, el que, por gracia de Jehová, fue arrebatado a los cielos sobre su manto desplegado y no volverá a bajar a la tierra sino al final de los tiempos, es decir, al advenimiento del Mesías.
Hasán, el Verde, asume en el Islam la misma significación que Elías o Eliahu el profeta en las leyendas talmúdicas; es el viajero siempre deseado y esperado, portador de una buena nueva, para el que la noche última de la Pascua deja abierta la puerta el judío por si acaso llegara. Y no se olvide que la Pascua hebrea de Pesah se celebra en las vísperas vernales, bajo el signo zodiacal del Cordero, que en ella místicamente se inmola, quizá como en supervivencia de inmemorial rito totémico.
El profeta Eliahu viene, pues, a ser, en ese sentido, un mensajero de la Primavera, lo mismo que Hasán, el Verde, aunque, como este, lo sea también de toda nueva fausta, jocunda, y de él esperen, sobre todo los dolientes hebreos de la diáspora, el anuncio del milenariamente esperado Mesías, que ha de vestir de verde sus tristes corazones.
Hasán, el Verde, y el profeta Eliahu son la misma persona, y así identificados los dan los Diccionarios árabes más prestigiosos, como los de Golio y Wahrmund, por no hablar del casi inhallable Kamús; uno y otro son entidades benévolas y benéficas que van de acá para allá prodigando mercedes a los hombres, y tienen todavía de común su manera inopinada de presentarse, cuando menos se le espera, al modo de esa primavera que siempre nos sorprende y nos coge de nuevas, por mucho que la hayamos llamado y esperado y acechado con los ojos atentos, pues ya se sabe que su milagro se opera en una noche, cuando todos duermen y descansan, menos los pastores (que en eso son los primeros en verla llegar), y que, al abrir los ojos a la nueva luz, más cromática y cálida, y mirar al jardín, allí se la encuentran corriendo puerilmente sobre el verde y no saben cómo vino.
Símbolo de esa dicha que se nos da sin merecerla, la Primavera es un misterio teológico.