EN EL MUNDO DEL MITO
El mundo real de Las mil y una noches que acabamos de revistar enlaza con el mundo del mito, sin transición alguna, merced al nexo amoroso que en no pocas de sus historias une a esos seres de la tierra con los moradores de ese otro mundo fantástico, esparcidos por aires y aguas, con los ejemplares de esa humanidad mítica, con caracteres de peces y aves.
A este ciclo de historias pertenecen, por cierto, aquellas que podrían agruparse bajo la rúbrica de la novela caballeresca, en que el protagonista se lanza a la búsqueda de un amor quimérico, personificado en una princesa que nunca vio, o solo vio un momento, a favor de un azar imprevisto, y cuya belleza lo dejó tan maravillado que lo inhibió para todo intento de persecución o de rapto, siendo luego cuando, repuesto de su asombro, trata el joven, ya tarde, de descubrir sus huellas y hallar su paradero.
Tales historias, de evidente fondo ario, son de tipo folklórico, y seguramente las más antiguas del libro, con variantes en la literatura occidental, y de esas con las que las nodrizas europeas han entretenido secularmente la imaginación de los niños, sin más diferencia que ser un caballero cristiano y no un musulmán el héroe de sus argumentos, por lo que al leerlas en su versión árabe surgen al punto en nosotros mil constelaciones de analogías mnémicas.
La única novedad que introduce el rapsoda semítico en estos cuentos de hadas, silfos, ondinas y ogros, que alternativamente protegen y combaten al enamorado caballero, es el haberlos convertido a todos en una sola casta de seres, aunque dividiéndolos en variedades accidentales que no cambian su esencia, es decir, en afarit o chinn, con arreglo a la teología coránica.
Todos esos seres fantásticos, graciosos o terribles de la mitología occidental son en Las mil y una noches sencillamente afarit o chinn (es decir, genios), ya habiten en las aguas o en los aires o en las entrañas de la tierra, y con ese nombre los designan a todos en general.
Esas bellas y esquivas princesas de seductor encanto que llevan los atrayentes nombres de Flor de granado, La del mar o perla, Portento de hermosura, etc., son sencillamente afarit, aunque, por lo demás, muestren una psicología enteramente humana e igual sensibilidad, orgullo y amor propio que esas otras princesas de la tierra que se llaman Dunya o Budur y no exijan menores pruebas de amor a sus pretendientes ni los obliguen a menos penosas peregrinaciones.
Incluso los países en que moran son igualmente lejanos y exóticos, sin mares en las cartografías, pues tan imposible resulta localizar el País del Alcanfor o el Ebano como la Tierra blanca o la Tierra verde en que habitan las princesas de la casta genial; el sincretismo árabe lo asimila todo y confunde las líneas fronterizas de los países y los seres; de suerte que, como ya hemos dicho más de una vez, realidad y sueño son en este libro crepuscular una misma cosa, y en el fondo, claro está, como todo, más bien sueño.
Un sueño de la libido del hombre encierran estas simbólicas historias; ese anhelo inmortal de lo imposible, ese afán de copulación con todas las formas de la vida, que se expresa en tantos mitos griegos, y que, modernamente, en Sagramor, el bello poema del portugués Eugenio de Castro, hace llorar al héroe del dolor de no poder desposarse con todas las formas y aun de trocarse en ellas; lágrimas de infantil desencanto ante lo inexpresable de la cambiante morfología del mundo, que son las mismas que aquí vierte el príncipe Bedr-Básim o el joven mercader Hasán Nuru-d Din a vista de esas beldades del aire o del agua que se le van de entre los ojos como al niño de entre las manos las pompas de jabón.
Hay un simbolismo evidente en todas estas historias que son de niños, porque infantil es la psicología de sus héroes; en ellas aparecen esos misteriosos, inaccesibles castillos, semejantes a los de—irás y no volverás—esos paraísos que se gozan en un sueño seguido de un despertar amargo, esos tesoros que se pierden irrevocablemente al volverse la espalda, etc., etc. La letra confusa—y clara la pena—, como dijo el poeta español.
Por lo demás, estas historias tienen siempre un final venturoso, que, si no fuera así, resultarían de un pesimismo desolador, y escritas o ideadas en su origen para niños, eso no podría ser; siempre en ellas, por fortuna, el enamorado caballero llega a unirse al fin con la princesa ideal, y el drama de sus andanzas y trabajos para en boda, es decir, en jovial sainete. Y a este propósito es notable observar el júbilo que tal cosa proporciona a los niños que aún no saben de amor, siendo de presumir que, si se alegran del feliz desenlace, no es por el lado nupcial, sino por el otro de acabarse así los trabajos de los enamorados, por una suerte de innata simpatía, latente en el alma infantil, y porque, además, siempre hay un tesoro que se les da por añadidura a los felices novios y que es propio a encandilar la ingenua codicia de esos pueriles ambiciosos de juguetes singulares y raros.
Por lo demás, estas historias fabulosas de Las mil y una noches se desarrollan como las supuestamente reales, y en ellas lo único específico es el ser afarit, y no mujeres, las heroínas, aunque se conducen, de otra parte, como si lo fuesen; por lo cual se impone examinar y precisar hasta donde sea posible, que no es mucho, ese concepto del efrit y tratar de ver con los lentes de la erudición qué son en realidad esas entidades misteriosas.