LOS ALFAJEMES O BARBEROS
Son los barberos, como los sastres, hombres bonachones, sociables en razón de su oficio, que los obliga a tratar con la gente, y de esas buenas cualidades se derivan, también, sus defectos, pues, a fuerza de serviciales y obsequiosos, resultan empalagosos, confianzudos y entremetidos.
El hecho de sobarles cabeza y cara a los clientes y de mirarlos desde arriba y de tenerlos con el rostro enjabonado, inmóviles bajo su navaja, hace que se vuelvan engreídos, se formen de sí mismos una gran idea y adopten ante el parroquiano un gesto, entre despectivo y benévolo, de verdugo clemente; el barbero os coge la cabeza, la zarandea a su gusto, os tira de la nariz, antiguamente os metía un huevo de madera en la boca; en una palabra, os somete a toda suerte de vejámenes y, al miraros de reojo, con la navaja en la mano, tiene en sus ojillos maliciosos la expresión de quien os perdonase la vida.
Siempre se sale de entre las manos del barbero con la sensación de haberse salvado de un peligro, pues el barbero, que antaño era también sangrador y sacamuelas, tenía algo de cirujano y, si no era un verdugo, confinaba en cierto modo con él, por la costumbre de rapar a los reos el cogote antes de decapitarlos, de suerte que el barbero era en cierto modo su ayudante, el que le preparaba la víctima, y algo de reminiscencia inconsciente de todo eso se despierta en nosotros cuando nos sentamos en uno de esos sillones que parecen sillas eléctricas y, por lo menos, inspiran tanta aprensión como los de los dentistas. Sentarse en uno de esos sillones es someterse a un reconocimiento, y el individuo instintivamente se siente deprimido; el barbero indiscreto os examina a su placer, os mira a la luz y al trasluz, como el fotógrafo, ese radiógrafo en potencia que también nos azora; os descubre las arrugas y las canas y, con la mejor intención, desde luego, os hace pronósticos y os da consejos preocupándose por vuestra estética y de paso por vuestra salud, lo que os obliga a una introspección, no siempre halagüeña.
En la barbería, ante los grandes espejos, en que no podéis evitar el miraros, hacéis involuntariamente examen de conciencia orgánica y moral, veis patentes los estragos del tiempo en vuestro rostro, con la consiguiente repercusión enojosa en vuestro espíritu, y el barbero que os ayuda a restaurarlos los agrava también con la inocente vanidad de hacer valer sus méritos; en la psicología del barbero hay el mismo rasgo de inconsciente sadismo que en la del médico, que no en vano su oficio se roza con la Facultad.
Hay que ser enteramente joven para no salir un poco deprimidos de manos del barbero, que es el que nos descubre la primera cana o el primer indicio de calvicie; su técnica insidiosamente exploratoria nos inquieta más que su navaja, y más que ambas su lengua indiscreta, y de ahí que tengamos siempre una actitud encogida mientras dura ese simulacro de suplicio.
Un gran peligro posible nos azora cuando pensamos que, en otro tiempo, la tonsura que realizaba el barbero incapacitaba para reinar a los príncipes godos y carlovingios y que sus tijeras, al desbarbaros, os quitaban el signo de la hombría, y que su navaja fue en muchas ocasiones atributo de castrador; todo esto explica así el complejo de inferioridad que os atosiga en manos del barbero y el de egolatría que este experimenta.
En el ejercicio de su profesión, tijeras o navaja en ristre, de pie ante el cliente sentado, el barbero se siente un déspota que tuviera nuestra vida en sus manos, y esa sensación se traduce en la actitud de superioridad benévola con que nos mira en tanto afila su herramienta.
Esa egolatría del barbero, que en el fondo es un buen hombre y cuyos fueros son puramente imaginarios, hace que se muestre amable con el cliente y trate de tranquilizarlo y distraerlo, para que sienta menos el escozor de la navaja que le roza algún carrillo y le cuente a ese fin mil anécdotas, chascarrillos y novedades.
De ahí viene la fama de locuacidad del barbero, que, en cierto modo, le impone su oficio, y que resulta favorecida, además, por la circunstancia de ser toda barbería una sala de espera, en que la gente se aburre y charla y chismorrea para matar el tedio; las barberías son, por naturaleza, centros de reunión de la gente novelera y ociosa, que va allí muchas veces, con pretexto de hacerse la barba, a inquirir novedades, y que, si de suyo no es así, se vuelve chismorrera y curiosa, en esos establecimientos, donde el hombre se descarga de sus pelos superfluos y de sus secretos sin importancia.
El barbero es el confidente de todos sus parroquianos, cuya situación de inferioridad respecto a él sabe aprovechar para confesarles y hurgar en su intimidad de igual modo que en su mollera y sus barbas, y espulgar su conciencia, arrancándole algunas veces confidencias que aquel no pensaba hacerle.
No hay quien resista a la curiosidad insidiosa de ese hombre que, por razón de su oficio, es maestro intuitivo en ciencia fisiognómica y hasta craneal y de un frunce del rostro o una protuberancia puede inducir una teoría psicológica y sorprender al cliente con alardes adivinatorios, que excusan ya todo secreto; así el barbero se entremete en vuestra intimidad, se hace, queráis que no, vuestro confidente, vuestro cómplice, y, por razón de su engreimiento natural, vuestro mentor.
El barbero antiguo, el alfajeme, actúa de mediador en toda clase de conflictos, hasta domésticos, pues no siempre está en su barbería, sino que, armado de sus trebejos, la bacía, la navaja y la lanceta de sangrador o el frasco de ventosas, penetra en los hogares de sus clientes y, en virtud de la oficiosidad que le confiere su oficio, no tarda en hacerse un personaje indispensable, según él, aunque los demás lo juzguen superfluo y estén deseando quitárselo de encima, cosa que no lograrán ya, pues ese métome en todo, que de todo sabe y es un poco cirujano y otro poco astrólogo, ya que debe saber los días favorables para practicar sus sangrías, y que, además, es un orador de facundia inagotable que tiene respuesta para todo y un filántropo, siempre deseoso de servir a sus semejantes, luego de admitido a la confidencia, ya no suelta a su víctima.
En el Quijote podemos ver ese tipo del barbero en plena actuación de su enojosa servicialidad, coadyuvando a sacar al buen hidalgo de sus caballerías andantes y restituirlo a la lucidez mental, que ha de ser su muerte; es ese el primer esquema psicológico serio del barbero, que siglos después el francés Beaumarchais plasmará integralmente en su creación de Fígaro, tan definitiva, que ya en lo sucesivo todo barbero atenderá por Fígaro, sin que haya que añadir nada más.
Pero en Las mil y una noches tenemos ya completo el tipo con todas sus virtudes y todos sus defectos, derivados de aquellas, y que son excesos de sociabilidad en el locuaz y encocoroso barbero As-Samet, que a sí mismo se llama el Callado o Silencioso, pues, naturalmente, su egolatría le hace creer que lo es.
El barbero As-Samet que, como todos sus colegas, habla por los codos, es también un curiosón y un entremetido que, por ello, llega a verse con el alfanje del verdugo pendiente sobre su cabeza, como las de sus parroquianos bajo su navaja, y dizque verdaderamente en ese trance se acredita de callado, quizá porque la propia curiosidad le inhibe y paraliza, hasta que el propio sultán le intima que hable y entonces suelta la espita de su facundia y habla hasta anegarlos a todos en la onda de su elocuencia gárrula.
Menos mal que el hombre es ocurrente y chistoso como un barbero andaluz y cuenta las cosas con una sombra que hace tumbarse de espaldas, de pura risa, al sultán y estarse riendo una hora, según la frase ritual de los cuentistas árabes.
Y, efectivamente, la historia que cuenta el barbero As-Samet de sus seis hermanos es una de las más divertidas del libro, no solo porque cada uno de aquellos es un tipo de risa, cada cual por su estilo, sino porque, además, nos introduce en los secretos de la picaresca bagdadí, tan semejante a la nuestra, pues ni siquiera faltan en ella el mendigo ciego, la dueña trotera, el hidalgo pobre, soberbio y capaz de dar ciento y raya al más pícaro, y el hidalgo rico de buen humor que gusta de embromar a los gorrones y poner a prueba su paciencia y que se alegra al encontrar la horma de su zapato, y no olvidemos a aquellas chicas alegres—y en el fondo decentes—, que se divierten cada noche a costa de un iluso, haciéndole bailar al alhiguí de sus inasequibles encantos.
Tan divertida es la historia que el barbero le cuenta al jalifa, y al través de la cual pasa la cinta de toda la crónica íntima de Bagdad, que justifica con creces el que el soberano, en atención a su gracia, se la haga a él de su vida.
Y hace bien, pues el barbero será quien saque la raspa de pescado que se le atragantó a su bufón, el cheposo, e hizo creer a todos que era muerto, con lo que corrían riesgo de morir de verdad cuatro inocentes.
Ese mismo barbero As-Samet sale a relucir también en otra historia, titulada Del alfajeme de Bagdad (Noches 33 a 37), donde un joven, invitado a un convite de amigos, se niega a sentarse a la mesa al verlo allí, e, interrogado por los comensales, cuenta lo que con aquel le sucedió, que fue nada menos sino que, por culpa de su oficiosidad, perdió una oportunidad amorosa y además se vio envuelto en un lío (por lo menos metido en un cofre como un lío de ropa).
En esa historia vemos al barbero As-Samet actuando de barbero y astrólogo, de confidente y mentor a la fuerza, en pleno despliegue de su torpe filantropía, metiéndose en todo, como Fígaro, pero para estropearlo todo, al revés que su colega, el sevillano, apurando la paciencia de su joven cliente, que tiene una cita de amor y lo ha llamado para que le haga un tocado de novio, pero aprisa, y dizque en el tiempo que el barbero emplea en sus gárrulas lucubraciones e impertinentes consejos la habría de sobra para rapar a un regimiento, pues el barbero parece poner todo su empeño en dar largas a la cosa y aburrir al joven, con una suerte de sadismo, amparado en la buena intención de librarlo de los engaños de las hembras, arrogándose una suerte de ofensiva tutelar sobre su joven cliente.
No cabe imaginar nada más cómico y trágico (por parte del joven enamorado, que teme llegar tarde a la cita) que esa escena del inacabable servicio barberil, en que la figura del Fígaro se dibuja con rasgos magistrales y definitivos, en que ya se contiene toda la psicología del género: la petulancia, la servicialidad intempestiva y enojosa, la pedantería y la pegajosidad insacudible del barbero, sin que tampoco falte la gorronería, pues al fin y al cabo tampoco Fígaro sirve a Almaviva y Rosina por amor al arte.
As-Samet es un Fígaro, solo que transportado a la escala de la torpeza; como es natural, su joven cliente no puede deshacerse de él, ni aun dejándole cargar con toda su despensa, pues satisfecha la codicia del barbero queda todavía por satisfacer su curiosidad, y esta lo impulsa a seguirlo y frustrar con su imprudente intervención su amorosa entrevista y provocar un escándalo que alborota la ciudad y pone a su protegido en riesgo de comparecer ante el guali y chuparse unos azotes, por la parte más corta.
Y, sin embargo, la presunción y el amor propio del barbero son tales que cree de buena fe haberle hecho una buena obra al despechado joven, haberle salvado nada menos que la vida y el alma evitándole incurrir en pecado, por lo que no comprende que aquel se le enoje y, en vez de gratitud y afecto, le muestre aversión y huya de su ángel de la Guarda como del diablo. En lo que, después de todo, es posible que tenga razón, se la damos a Roso de Luna, para quien el barbero As-Samet no es tal barbero, sino un gran Maestro o Purificador y Terapeuta mágico, como lo prueba sacando de su aparente muerte al bufón del sultán «como a la hija de Jairo resucitó Jesús», y su remoquete irónico de As-Samet no es sino la denominación de «sabio silencio», que, en el lenguaje de la Doctrina secreta, se aplica a esos grandes Maestros.
Es que, en el fondo, como desde el principio dijimos, en la psicología entreverada del barbero entra como rasgo básico la bondad o, por lo menos, la buena pasta, pues de otra suerte no ejercería ese oficio, sociable de suyo, y, en vez de navaja, esgrimiría el alfanje; la profesión de barbero, como la de sastre, tiene una semejanza de obra de misericordia, pues si aquel viste al desnudo, este asea al desaseado y embellece al feo, y es, en ese sentido, un filántropo que cobra porque no es rico, pero que, salvo ese detalle, hace lo que haría un santo, y no es por ello de extrañar tenga tan alta idea de sí mismo.
Ese es el lado cómico del barbero, que llega a creerse superior a todos los demás artesanos y, en general, a todos los demás hombres, pues tiene bajo su mano las cabezas de todos, incluso de los visires y los jalifas, según el referido As-Samet le hace notar a su paciente parroquiano en una reacción de su amor propio herido.
Pero aparte de eso, el barbero, como tipo genérico, es un buen hombre, y así nos lo presenta el narrador árabe en ese otro cuento de Abu-Kir, el tintorero, y el barbero Abu-Zir (Noches 506 a 509), donde este se acredita de hombre bueno, hasta dar en la nota de pobre hombre, soportando todas las insidias y malas acciones del envidioso tintorero, falaz y fraudulento como la técnica de su propio oficio, y que por dos veces trama e intenta la muerte de su ingenuo amigo, que sucumbiría injustamente si no fuera por la intervención de la Providencia, que vela por los buenos.
En la figura del barbero Abu-Zir tenemos una versión rehabilitada del enredador y jactancioso colega de Bagdad, y resplandecen en toda su pureza la servicialidad y filantropía del Fígaro, limpias de toda venalidad y egoísmo, aunque se mantienen las características de ingenuidad y pobreza del espíritu que en aquel se acusan y que, cuando se manifiestan de ese modo, nos abren las puertas del cielo.