LAS ISLAS NEGRAS, LA CIUDAD DE ORO Y LA CIUDAD DE AZOFAR
Las Islas Negras, que figuran en la Historia del hijo del rey y la algola (Noches 5 a 9), y donde cierto sultán encuentra a un joven príncipe petrificado de medio cuerpo para abajo por obra de una hechicera, no tiene localización precisa en ningún mapa. Son unas islas enteramente fantásticas, en las que reinaba un sultán llamado Mahmud, y que la referida maga sepultó en las aguas, convirtiendo en peces a sus habitantes. Fundándose en esto, Roso de Luna las relaciona con la sumergida Atlántida y las supone situadas más allá del extremo occidental del Magreb, identificándolas con las Islas Verdes o afortunadas, que luego se volvieron negras por los pecados de sus moradores. La ausencia de datos precisos autoriza todas las fantasías.
También con la problemática Atlántida relaciona Roso de Luna las dos ciudades, la de Oro y la de Azófar, que el emir Musa-ben-Nozeir, el scheij Abdu-z-Zamad y Taleb, el cuñado del piadoso jalifa umeya Abdu-l-Mélek-ben-Meruán descubren, cuando por orden del soberano van en busca de esas redomas fabulosas en que Salomón encerraba a los genios rebeldes.
Tanto la ciudad de Oro como la de Azófar plantean dificultades de localización, pues, a juzgar por los nombres de sus reyes, deberían radicarse en la Mesopotamia, donde tuvo su asiento primitivo la raza de Kusch; el rey de la primera de ambas ciudades se llama Kusch-ben-Scheddad, el Grande, lo que establece relación de parentesco entre él y el famoso constructor de los jardines de Irán, la de las columnas.
La reina de la ciudad de Azófar se nombra Tadmor (Termes en el texto de Bulak), lo que autoriza a identificarla con la fundadora de la célebre ciudad de Tadmora o Palmira (así llamada de la abundancia de sus palmeras), cuyas ruinas dieron lugar a las melancólicas meditaciones de Volney.
De guiarnos por esos datos, habríamos de ubicar ambas ciudades en la Mesopotamia; pero el resto de la información contradice esos datos y hace pensar que se trata de esas colonias africanas que los kuschies fundaron en sus emigraciones al este del continente negro. Por lo demás, los kuschies son también para Renan un enigma etnográfico.
Tropezamos en el relato con el inevitable sincretismo de los escribas miliunanochescos, que amalgaman lo kuschi con los elementos griegos, egipcios y etiópicos.
En la ciudad de Oro, que es una necrópolis, encuentran los viajeros cinco sarcófagos monumentales, cuyos epitafios están escritos en lengua jonia (griega), siendo lo natural que estuvieran redactados en lengua etíope o en algún dialecto semítico; el nombre de la reina, Termes, en la edición de Bulak, suena también a griego, y parece encerrar una alusión (Termes o Thermos calor) a la terrible sequía que causó por inanición la muerte de los habitantes de la rica ciudad, lo que a su vez recuerda las plagas faraónicas.
Los escribas reflejan la aversión que sus antecesores de la Biblia y el Corán sentían por tradición contra esos soberbios y crueles monarcas asirios de las inscripciones cuneiformes, que, aunque suspectos de semitas (Renan), impusieron en distintas épocas su yugo a los hebreos y fueron sus más feroces enemigos.
En la ciudad de Azófar la reina aparece tendida en un lecho magnífico de seda y terciopelo, guardada por dos eunucos armados de alfanje, y tanto ellos como su señora parecen dormidos, aunque están muertos.
A los pies del lecho regio hay una mesa en cuya tapa se lee esta inscripción: «¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey Amalaket, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte de aquí cuanto desees, pero guárdate de poner sobre mí tu mano violadora, pues te expondrías a un castigo terrible!»
Hay que advertir que la cámara regia está atestada de tesoros. Tález, el cuñado del jalifa, no hace caso de la advertencia y alarga su mano hacia la reina, y en el acto rueda por tierra muerto, traspasado por los alfanjes de sus guardianes.
Toda esta parte de la historia, cuyo objeto verdadero es el de exhortar a los hombres al desprecio de las riquezas, muéstrase claramente influida por las tradiciones referentes a los hipogeos en que los monarcas egipcios momificados recibían sepultura (valga la palabra), en medio de sus tesoros, y en cuyas paredes solía representarse en jeroglíficos la biografía del finado, con todos sus nombres y títulos, acompañada de advertencias análogas al visitante, conminándole con mortales castigos si profanaba el sepulcro.
Tanto el rey Kusch-ben-Aad, como la reina Tadmor o Termes (en el texto de Bulak), tienen todo el aire de faraones, por más que ostentan nombres semíticos, y las respectivas inscripciones estén redactadas en lengua griega, pues ya se sabe, por los trabajos de Maspero, que bajo el influjo de las conquistas de Alejandro Magno pasó el Egipto por una época de helenización que ha dejado muchedumbre de papiros escritos en griego, aunque con una sintaxis egipcia.
Por esos y otros pormenores significativos hay que buscar el emplazamiento de esas ciudades en Africa, en el propio Egipto o en Etiopía, y así lo confirma también el encuentro que los expedicionarios árabes tienen con el efrit encadenado a una piedra negra, y que, contestando a sus preguntas, les declara ser un genio rebelde que antaño profetizaba por medio de un ídolo y era vasallo y capitán de los ejércitos del rey del Mar, sublevado contra Salomón, cuando este le intimó su conversión a la verdadera fe, por lo que el poderoso monarca hebreo le hizo la guerra y le venció, condenándole a él a aquel suplicio.
Aquí se cruza, como vemos, una inferencia con la leyenda talmúdica de Salomón, y concretamente con la de la captación de Etiopía para el Dios del gran rey y sus amores con la reina de Saba, lo que radica aún más este episodio en esas regiones africanas.
También allí radica el lago o mar de Kerker o Karker, en cuyas aguas los indígenas pescan las famosas redomas que van buscando los viajeros.
Fundándose en estos datos, sobre todo en la denominación marina del rey a quien servía el castigado efrit, relaciona Roso de Luna esta historia con el mito de la sumergida Atlántida e identifica la ciudad de Azófar con la Cerne atlántica que se menciona en el Periplo de Hannón, el cartaginés.
«La leyenda de la Ciudad de Bronce, como su homologa la Ciudad Atlante de las Puertas de Oro—dice el maestro ocultista—es universal en la antigüedad y siempre refiriéndose al Mogreb y a sus costas occidentales. Al-Edrisi-Zikru-l-Andalus y otros cronistas árabes medievales nos hablan de ella más o menos claramente y los conocidísimos diálogos platónicos de Timeo y Critias nos dan pormenores históricos, siquiera nuestra necedad los siga teniendo por fabulosos, acerca de la Gran Ciudad Atlante, metrópoli de cien nomos o reinos tributarios, cada uno tan espléndido como el mayor de los imperios históricos, con mil detalles acerca de su organización social, costumbres y hasta fiestas, en las que no es temerario ver el origen de nuestras propias corridas de toros. La célebre y agotada Historia del doctor Huerta y Vega nos habla, además, con cargo a documentos persas, hoy ya perdidos, acerca de ese “rey del mar”, al que alude la leyenda y cuyo nombre parsi de Neptuno fue luego ehumerizado (evemerizado querrá decir) por el mito griego de Hesíodo y de sus sucesores...
»Y si a entrar fuésemos en la correspondiente disquisición histórica, sobre particular de tamaña importancia como este, necesitaríamos recordar a Solón, cuando el sacerdote de Sais le narraba el tremebundo ataque sufrido heroicamente por la Atenas de hace once mil años de parte de innumerables huestes atlánticas, venidas de Occidente pocos años antes de la última catástrofe que sepultó los restos de aquel antiguo continente, “mayor que Asia y Libia juntas”; huestes atlantes que también invadieron el valle del Nilo, según nos asegura Anquetil du Perron, y a la que tan hermosa elegía consagra la leyenda transcrita relativa también a ese Kusch-ben-Aad, el Magnífico, que no es sino uno de esos príncipes cainitas, camitas, cusitas o “in-cas” a los que se alude en no pocos pasajes de la Biblia, sin olvidar el tan velado y desnaturalizado de su sumersión bajo las aguas del “mar Rojo”, mar que no es, por supuesto, el actual entre Egipto y la Arabia, como se cree, sino el Mar occidental o Eritreo, Siluro o Atlántico, que decimos hoy; como tampoco semejante Egipto es el actual del Nilo, sino el de los atlantes antecesores de los egipcios históricos que pasan a su actual emplazamiento africano de este último río, arrancando del país atlante a través de múltiples países, en itinerario maravilloso al que los informados en estas cuestiones nada tratadas todavía por nuestra prehistoria oficial denominan “itinerario de Io o del Culto de la sagrada Vaca”; es decir, el Culto unisolar o primitivo...»
Si se acepta la clave rosoniana habría que anexionar también al continente atlante esas siete islas de Al-Uaku-l-Uak, que aparentemente radican en el mapa asiático índico y que merecen epígrafe aparte.