SIMBAD, EL MARINO

Por lo demás, el nomadismo atávico de la raza quita gravedad a esas fugas y extrañamientos.

En el fondo subconsciente de esos hombres sedentarios y apáticos despierta siempre ecos simpáticos la sirena del viaje, el daimon de la emigración.

Este daimon es el que se hace oír del joven visir Nuru-d-Din cuando se siente vejado por su hermano Schemsu-d-Din, silogizando ese atávico instinto, en esa poesía que hace pensar en la baudelairiana invitación al viaje:

Viaja y perder no temas esas cosas

que hoy únicas estimas;

que otras encontrarás en otros sitios,

de igual aprecio dignas..., etc.

El árabe está siempre pronto a viajar, porque rara vez está plenamente contento de su suerte, y se desplaza ya para esquivar un sino adverso, que cree ligado a los lugares, ya por correr al encuentro de otro mejor, es decir, a impulsos del noble anhelo de un amor ideal o simplemente de la riqueza y de la fama; en el fondo, a impulsos de una inquietud atávica misteriosa.

Varias explicaciones nos dan de sus móviles migratorios esos intrépidos viajeros de Las mil y una noches, pero la más rica en matiz psicológico es la de ese Ulises semita, el gran Simbad, el marino, prototipo del viajero nato, en quien la pasión del viaje asume matices estéticos y deportivos, de amor nietzscheano al peligro, aunque él pretenda modestamente reducirlo todo al mercaderil afán de lucro y a la curiosidad por conocer gentes y tierras nuevas.

En esa curiosidad, precisamente, estriba la clave del viajero nato, del explorador, que en los tiempos antiguos produjo esos ejemplares ilustres del griego Herodoto y el fenicio Hannón, y en los modernos, los de Livingstone, Byrd y Nordenskiold, que agrandaron los límites de la historia y de la geografía.

Hay en Las mil y una noches viajeros ocasionales, como el antes mencionado Nuru-d-Din, a los que un intolerable vejamen o un gesto imprudente impele a expatriarse y correr mundo; hay otros como Kan-ma-Kan, el hijo del príncipe Scharkán, que lo hacen, al modo de los caballeros andantes, por acreditar su heroísmo en peligrosas aventuras y lograr así la fama y riquezas que le hagan digno del amor de una alta dama.

Pero todos esos motivos, más o menos conscientes, obran sobre un fondo inconsciente de instinto nómada, que aprovecha la menor ocasión favorable para aflorar a la superficie y erigirse en resorte de la conducta. Es un ansia innata de ver cosas nuevas, de despojar virginidades de paisajes y de naturaleza. El árabe es un viajero nato. Y Simbad, el marino, su figura representativa en este respecto. Simbad es el viajero por excelencia, más viajero que Ulises y más marino, pues sus travesías azarosas no arrancan de ningún accidente fatal que a ello lo obligue, ni va buscando tampoco el camino de regreso a su hogar, sino, al contrario, busca deliberadamente alejarse de él y, si se lanza al mar, es por su voluntad, porque ese glauco Proteo lo fascina y lo atrae.

En la compleja psicología de Simbad hay un rasgo predominante de su raza: el ansia por conocer gentes y tierras y la ilusión del tesoro escondido, y acaso del amor—ese otro tesoro—, que de lejos lo llaman con la demoníaca voz que sedujo a Marco Polo y lo sacó de su plácida y alegre Venecia.

El ansia de conocer nuevas gentes y tierras, sin interés de lucro, la curiosidad fuertemente científica y humana simpatía que impulsó a Herodoto a dar la vuelta a todo el mundo conocido de su tiempo, se da en otros viajeros como el árabe Ibn Batutah, que recorrió en el siglo XVI todo el ámbito que entonces abarcaba el Islam, pasando en muchos puntos por las huellas de Herodoto y de otro explorador semita del siglo XIII que no debemos olvidar por ser, además, español: el judío Benjamín de Tudela, cuyos escritos, por cierto, han estado sin traducir a nuestra lengua hasta el presente siglo, en que el hebraísta González Llubera reparó ese olvido.

En Simbad el ansia de conocer se da con una aleación bastarda: la del afán de lucro, que predomina en Marco Polo y en los aventureros del siglo XVI, unida además a ese imponderable de inquietud que no es posible reducir y que es el elemento romántico que presta tal poder de fascinación a sus viajes.

Siete veces se embarca Simbad y siete naufraga y se ve expuesto a mil penalidades y trances de muerte, y, sin embargo, no escarmienta, sino a la séptima vez, cuando—fíjense bien—se encuentra ya en edad madura y dueño del doble tesoro de la riqueza y el amor de una esposa linda y buena, tal como para dorar en miel el ocaso de un héroe.

Al revés que Ulises, viajero a la fuerza, cuyas singladuras se orientan hacia el hogar perdido, donde le aguardan su esposa Penélope y su hijo Telémaco, Simbad, marino voluntario, lo deja todo tras de sí al zarpar su nave, por puro amor a la aventura, y es, por tanto, más viajero que Ulises, del cual no puede decirse que tenga en la sangre el demonio del nomadismo.

En esto se diferencia Simbad del marino griego, al que se asemeja, no obstante, en lo prudente, en esa cautela que va unida a su arrojo y regula todos sus pasos, y gracias a la cual se salva de todos esos peligros en que sucumben sus compañeros de azarosa ruta.

Simbad es un hombre que controla—según hoy se dice—sus impulsos primarios, sus reflejos; es cauto y suspicaz ante las trampas seductoras que el destino le arma, sabe abstenerse y esperar y razonar todas sus contingencias con una serenidad y lucidez propias de un griego, y también, como un griego, sacar enseñanzas de sus experiencias y convertir sus pizimata en mazimata; es un hombre lógico, pero es, al mismo tiempo, un sentimental que cree en el sino, y un místico que confía en el poder y la misericordia de Alá, y ambas cosas unidas le prestan un doble vigor para afrontar los riesgos, secundado, además, por una inventiva que no cede en nada a la de Ulises.

Como el héroe griego, es Simbad industrioso y hábil en sacar partido de la necesidad; si le faltan barcos, sabe hacérselos con ramas de árboles; si cae en poder de un monstruo feroz, pero torpe como todos los monstruos, sabe idear un ardid para vencerlo por la inteligencia, aprovechando su sueño o embriagándolo, y así logra salvarse él de las garras de los antropófagos y salvar a sus compañeros, que en esto también se parece a Ulises, y, como él, tiene el rasgo filantrópico en su psicología de conductor de hombres.

Simbad, como Ulises, es un jefe nato, un maestro y un guía, y tiene todas las condiciones de un conquistador de imperios; solo que su sociabilidad, lo humano y pacífico de su carácter, lo apartan de tales ambiciones y se contenta con conquistar emporios.

Simbad no es un príncipe ni un guerrero, como el reyezuelo de Itaca; es simplemente un mercader, un moro de paz; tiene un ideal de vida hedonística y ya en posesión de la riqueza, conseguida a cambio de tantos azares, goza compartiéndola con sus amigos y hasta con los que no lo son.

Simbad es hombre efusivo y pródigo, y lo prueba enriqueciendo a su tocayo, el mísero costalero de Bagdad, en generosa réplica a la invectiva rimada que aquel recita ante su puerta contra el sino, que reparte caprichoso sus dones.

Al mandar a sus esclavos que hagan pasar al epigramático costalero, en vez de echarlo de allí a palos, como otro habría hecho, y sentarlo luego entre sus amigos y agasajarlo y explicarle los honrosos y justos orígenes de su opulencia, da prueba Simbad de una cortesía exquisita, no menos que de tolerancia y comprensión, raras en su tiempo, y que hacen pensar en un moderno millonario, estilo Rothschild o Ford, parlamentando con los proletarios insurgidos y justificándose ante ellos.

En sus conversaciones con Simbad, el de tierra, en presencia de sus amigos, un curioso precedente de los modernos comités paritarios, hace Simbad labor de catequesis social y corrobora su dialéctica con la dádiva, al modo de un patrono inteligente.

Pero al mismo tiempo que justifica Simbad el origen de su riqueza, justifica también el Sino, culpado de injusto por Simbad, el de tierra, demostrando a este que el esfuerzo, el ejercicio de la voluntad, son los que granjean al hombre el bienestar en este mundo, cual galardón a sus afanes.

Hay ahí toda una dinámica filosofía del esfuerzo en pugna con el quietismo fatalista de Simbad, el de tierra, y que pone frente a frente las dos tendencias teológicas que se manifiestan en el seno de la ortodoxia islámica; Simbad, el marino, es un kadri, o sea un defensor del libre albedrío con todas sus consecuencias, de responsabilidad personal, frente a Simbad, el de tierra, que es un motazil, es decir, un hombre abúlico, que todo lo hace depender del Sino, de la predestinación; en último término, de la voluntad inescrutable del Todopoderoso.

Simbad, el marino, reconoce la parte que el Sino tiene en la producción de los hechos humanos; pero reconoce también, como los estoicos griegos, que la voluntad del hombre puede desviar en su favor esa línea de lo fatídico y es, más bien que un fatalista, un determinista a la moderna, que cree en la concatenación fatal de efectos y causas, pero dejando un elástico margen a ese elemento imponderable que los antiguos, y Goethe también, llamaban lo demoníaco, y Simbad, el marino, ejemplifica sus argumentos con su propia vida, en la que más de una vez logró, con su voluntad asistida de la razón y la esperanza, apartar de su blanco la flecha del Destino y trocar el mal en bien.

Esta tesis de Simbad, probada con hechos, y según la cual todo depende en último término anaxagóricamente del hombre, resulta tanto más convincente cuanto que el marino y su tocayo, el costalero, son dos tipos de hombres totalmente antagónicos; es el primero un hombre inquieto, dinámico, curioso, tan del mar que se llama por antonomasia el marino, en tanto el costalero es un sujeto apático, abúlico, rutinario y tan pegado a su gleba natal que se llama el de tierra; mientras que el marino no ha hecho toda su vida otra cosa que viajar, y ha llegado en sus andanzas hasta los linderos de la China, Simbad, el costalero, no se ha movido nunca de Bagdad ni jamás ha pensado en mejorar su suerte y poner en juego su inventiva para elevarse en la escala social; es un hombre bueno, sin pizca de madera de pícaro; un creyente que merece el Paraíso, pero que en esta vida no merece sino cargar fardos, y ante el código de la moderna filosofía energética aparecería casi un delincuente.

Simbad, el de tierra, es el paria irredimible, el paria eterno, aun en el reino de la utopía social, aunque en el místico reino de Dios pudiera tener derecho a ocupar un trono.

Simbad, el marino, le tapa la boca con sus razonamientos empíricos y lo convence, ya tarde, del poder fáustico del esfuerzo y de la justicia con que, por su abulia, padece constantes miserias y trabajos; pero como esa victoria dialéctica resultaría demasiado cruel y amarga, Simbad, el marino, la endulza con su esplendidez y regala al costalero riquezas más que suficientes para que en adelante no tenga que ganarse la vida como un burro de carga.

Simbad, el costalero, es un pobre de espíritu, un buen hombre, y merece esa recompensa en este mundo, que ha de ser de los mansos y pacíficos; viene, pues, la gracia en ayuda suya, y, al fin y al cabo, resulta enriquecido sin esfuerzo, por obra de la pura casualidad, es decir, del Sino, que condujo sus pasos a la puerta de la casa del epulón bagdadí y le hizo detenerse allí, cansado, para enjugarse el sudor; con lo que podía justificar ante su tocayo su tesis de que todo está de antemano escrito y el hombre no tiene que hacer otra cosa que dejarse llevar.

Pero esto se relaciona ya con esa cuestión teológica de la predestinación y de la gracia, que hemos de examinar más adelante.

Hagamos notar únicamente ahora esa vindicación de la riqueza que Simbad hace ante el proletario descontento y en ese plan de crítica del que arrancan todas las utopías sociales en unos términos de condescendencia que le llevan a plantear la cuestión en el terreno de la lógica racional, cuando habría podido callarle la boca al costalero con solo citarle versículos coránicos tan rotundos que han suprimido en el Islam esa cuestión social que apunta en el Evangelio y constituye la preocupación máxima de las civilizaciones modernas.

Pero insistamos en el análisis de la compleja psicología de Simbad, en la que se acusan rasgos tan parecidos a los de la de Ulises, que han hecho pensar si no serán ambos una misma persona, así como también la semejanza de las aventuras que en el curso de sus sendos viajes les ocurren. En este último punto hay una diferencia esencial en la línea de sus respectivos itinerarios, pues Ulises se mueve y peregrinea a la izquierda del mapa, hacia el Oeste, entre las islas del archipiélago jónico y en aguas del Egeo o el Mediterráneo (ya se sabe las discusiones de los eruditos sobre el particular), mientras que Simbad viaja siempre a la derecha, partiendo del golfo Pérsico, y sus naufragios lo arrojan siempre a playas indostánicas, de donde luego se extiende al corazón de la India, por el Norte, y al archipiélago del mar de la China, por el Sur. Pero a ambos les ocurren aventuras tan parecidas que hacen pensar en una fuente común de inspiración legendaria, y corren análogos riesgos, de los que se salvan merced a su prudencia y serenidad de espíritu. Simbad el oriental desmiente con ello la fama de impulsiva que tiene su raza y acusa una psicología helénica.

Simbad, como Ulises en la isla de los Lotófagos, se abstiene de probar el letal brebaje que en uno de los países que recorre el huésped maligno les brinda a él y a sus compañeros, que, por no imitarlo, caen en una amnesia absoluta y en una inconsciencia que los pierde.

También su prudencia libra a Simbad de ser devorado por un antropófago muy semejante al cíclope de la Odisea—salvo tener los dos ojos—y cuyo sueño aprovecha para dejarlo ciego con un hierro candente, y eludir, en otro paso, las insidias de una Circe indiana, en un todo semejante a la que Ulises burla en el poema homérico.

Siempre su astucia y su desconfianza salvan a Simbad de los peligros en que sus alocados compañeros sucumben y siempre es él quien idea los medios de escapar de las garras de sus feroces enemigos, acreditando tanta inventiva como maña; lo cual lo erige, por fuero natural, en guía y caudillo de los supervivientes.

En lo que ya Simbad desmiente su psicología ulisiana es en la contumacia con que se lanza una y otra vez a esos azarosos viajes. Esa es la imprudencia máxima en que viene a caer toda su prudencia y ese es el rasgo verdaderamente oriental de su carácter. Está poseído del demonio del viaje y la aventura, habla en él el instinto irresistible de su raza nómada.

Ulises, reintegrado a su hogar y a su reino, no sale ya de él en busca de nuevas aventuras; Simbad repite hasta siete veces la suerte, y no escarmienta a pesar de que vuelve de cada viaje rico, pero quebrantado y molido y con el firme propósito de no reincidir. La pasión de los viajes es en él más fuerte que todo, y después que descansa una temporada en Bagdad, entre sus amigos, rodeado de delicias, ya está de nuevo bulléndole en la sangre el microbio de la aventura y zumbándole en los oídos el canto de sirena de la lejanía, hasta que al cabo, como Don Quijote, no tiene más remedio que fletar un barco y hacerse a la mar.

Cabe pensar que Simbad es un hombre energético, nacido para el esfuerzo y la lucha, un carácter dinámico que no puede estarse quieto, y al que no hacen feliz las riquezas ni los honores, aunque él atribuya al ansia de ambas cosas el móvil de sus andanzas, pues harto se deja ver que eso es solo un pretexto, la razón que él se da a sí mismo para explicarse esa oscura tendencia de su subconsciente. Habría que asignarle a Simbad una libido insaciable, un ansia infinita de poder y dominio, una ambición política y social, que no se manifiesta en forma alguna, para justificar racionalmente esas reiteradas salidas.

Roso de Luna atribuye a los siete viajes de Simbad el sentido de otras tantas etapas de iniciación progresiva, en las cuales el simple mercader de Bazra se hace un sabio y adquiere categoría bastante para ser embajador de reyes y sentarse a la mesa de Harunu-r-Raschid. Pero en Las mil y una noches los viajes de Simbad no se muestran unidos por ningún nexo lógico; no obedecen a ningún plan, sino únicamente al tedio que la vida sedentaria inspira al marino.

Puede también admitirse que Simbad le haya tomado gusto a la aureola de gran viajero que sus correrías le han granjeado en Bagdad y quiera cada vez reverdecer sus laureles con nuevos prodigios que contarles a sus paisanos deslumbrados. Hay un tanto de mixtificación en el carácter de Simbad que, sin duda, pone mucho de su inventiva oriental en sus relatos.

Simbad, como Ulises, sugiere la sospecha de ser un poco mentirosillo, para darse importancia ante sus oyentes y asombrarlos; solo que miente no como un embustero vulgar, sino como un poeta, sin darse cuenta él mismo, arrebatado por el entusiasmo del momento, sin perjuicio de que luego se ría a sus solas.

No es posible suponer que se crea él mismo esas historias que cuenta; por ejemplo, la de aquellos hombres a los cuales les nacen alas cada luna nueva, ni tampoco esas noticias fabulosas sobre la fauna teratológica que encuentra en sus andanzas; hay ahí un toque de guasa inocente, que nos imaginamos percibir entre líneas, análogo al de Don Quijote, contándole a Sancho los misterios de la cueva de Montesinos.

Simbad tiene algo, y aun bastante, del Tartarín, de Daudet, ese buen hombre que miente como un bellaco, sin mala intención, simplemente por «epatar» a sus paisanos, y que termina siendo victima de sus propias mentiras, convertido en viajero a la fuerza, en una excursión a los Alpes, que podría compararse con el último y forzado viaje de As-Simbad, el marino. Es muy posible que en este se inspirase Daudet para trazar el tipo de ese Quijote de Tarascón, enloquecido por las lecturas de libros de viaje, como el manchego lo fue por los de caballería.

Hay una reticencia constante en la relación de esos viajes de Simbad, una sonrisa irónica en el narrador, que sabe que está narrando mentiras, aunque finja creerlas, pues escribe en un tiempo de mayor certeza histórica y geográfica. Ahora bien: el verdadero Simbad es el cronista, y a él es a quien hay que cargarle las patrañas que pone en labios de su héroe.

Queda, sin embargo, pese a todo, la creación de esa figura compleja e interesante de As-Simbad, árabe por su sentimentalidad inconsciente y griego por el tipo cerebral de sus reacciones lúcidas, y, en resumen, un hombre con temperamento práctico, sociable y ecuánime de mercader, sedentario, solo que acuciado por el dominio interior de la aventura que, a períodos intermitentes, lo domina y lo lanza a los mares.

En Simbad se reúnen la curiosidad, el afán de ver y aprender y el amor al riesgo y al lucro que se dan en todos los viajeros de todos los tiempos, incluso en los modernos exploradores, pues toda expedición científica es también una expedición mercantil, que enriquece la Geografía y la Historia Natural, y fomenta también la sociabilidad humana. Los mercaderes han sido en la Edad Media los primeros humanistas.

Simbad se educa en sus viajes, se templa el carácter y se afina el espíritu, adquiere ciencia y modales, se trata con reyes y, habiendo empezado de simple mercader, termina siendo un diplomático.

Simbad, el marino, corona su carrera de viajero con un rasgo de fina diplomacia: de regreso de la última expedición preséntase a Harunu-r-Raschid portador de una carta y valiosos regalos del rey de Serendib, que con ello rinde acatamiento y pleitesía, a fuer de buen musulmán, al emir de los creyentes. Y Harunu, que gusta no poco de tales embajadas, siente lisonjeada, como es de suponer, su vanidad de rey de los hombres y los genios, y recompensa con su habitual esplendidez al ilustre emisario que, en adelante, gozará del favor del monarca y será su comensal y amigo.

Simbad envejecerá, pues, en Bagdad rodeado de honores y toda suerte de honestos placeres; será un scheij famoso y respetado; su casa será meca de peregrinos de todos los países del Islam, y todos irán a consultarle en materia de náutica, geografía y ciencias naturales, y él los recibirá a todos con su afable sonrisa y su saludo acogedor de hombre hospitalario, y empezará a hablar pausadamente, acariciándose sus barbas de plata, y a inventar mentiras...

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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