OTRAS OPINIONES: WEIL-BURTON-MARDRUS
Pero la tesis de Gaeje no ha prevalecido por lo que tiene de hipótesis.
Con el alemán Gustavo Weil recibe un refuerzo la tesis árabe de Silvestre de Sacy.
Para Weil, Las mil y una noches son la obra de un escritor árabe, por más señas egipcio, que romanzó en parte, según un antiguo modelo, y, en parte también, según la tradición oral, historias para 1.001 noches y que o no pudo rematar su labor o esta se perdió parcialmente viniendo otros a completar lo que faltaba con nuevas historias.
El inglés Burton, en cambio, se inclina del lado de lo persa y supone que Las mil y una noches son la arabización de un modelo persiano, el Hasar Afsanah o cualquier otro libro igualmente perdido.
Burton, gran orientalista y viajero, traductor y comentador de Las mil y una noches, rechaza las inducciones de De Sacy, que, con todos sus respetos para el ilustre arabista, califica de muy superficiales (very superficial).
De Sacy, fundándose en el ya transcrito paso de Al-Masûdi—paso peligroso como el de las Termópilas para los exegetas—, en que el polígrafo árabe compara con los Mil cuentos no Las mil y una noches, sino Las mil noches, concluía que no era este, sino otro libro, el que entendía aquel designar como calcado sobre el modelo persa.
Pues bien: Burton salva garbosamente ese escollo y reafirma su opinión de que el libro de Las mil noches son las propias Mil y una noches, pese a la diferencia de esa noche más.
«Para mí—dice textualmente—esa discordancia de títulos es un pormenor secundario. Entre los árabes, como entre los antiguos irlandeses, los números impares tienen algo de divino (el proverbio dice que traen buena sombra) siendo los otros, por consecuencia, considerados nefastos. En sus Viajes dice Ouseley que el número mil y uno es predilecto de los orientales y cita la Cisterna de las Mil y una Columnas en Constantinopla”.
«Kaempfer, en sus Amoenitates exoticae, habla de los conventos de dervisches (takiyat) y de los mezar o tumbas de santones en las proximidades de Koniah (Iconium), diciendo: “Muchas son las tumbas que encierran cenizas de varones doctísimos de todos los tiempos; mil y una enumera el autor del libro titulado Hasar ve yek mezar, o sea Mil y un mausoleos.”
»A mediados del siglo XVII—sigue Burton—, el famoso dervisch Mujlis, jefe de los sufíes de Ispahán, compuso, con el titulo de Hasar ve yek Rus un Iibro—Mil y un día—que Petit de la Croix tradujo al francés con un prólogo de Cazotte, y Ambrosio Phillips retradujo al inglés.
»Finalmente en la India y en toda el Asia, donde aquella extendió su influjo, un número redondo, por decirlo así, no seguido de otro más concreto, resulta indefinido, y así, los indos siempre agregan la unidad a centenares y millares y dicen ciento y uno en vez de cien, y mil y uno, en lugar de mil.
»Pero además de eso lo grande en el Hasar Afsanah es haber servido de modelo indudable a los árabes, que les tomaron a los persas su marco—principal característica—, su exordio y su desenlace.»
En apoyo de su opinión, hace notar Burton que en Las mil y una noches todo delata el origen persa. Persa es el escenario de las más de sus historias, y cuando éstas no han sido demasiado trabajadas por la pluma de los literatos árabes, como la de Los siete visires, que es el guebro Bajtiyar-Nameh, tanto los hombres como los episodios se mantienen paleoiranios y, con pocas excepciones, claramente persas. Y en ocasiones es dable descubrir el proceso de transición, como en esa Historia de Mazin de Jorasán (del manuscrito Warthley Montague), cuyo protagonista se convierte en Hasán el de Bazra, de la edición MacNaghten.
El proceso de islamización de Las mil y una noches es análogo a otros muchos, como el de cristianización sufrido por el Libro de Calila y Dimna en las versiones europeas, y el de las Gesta Romanorum en que, al cabo de cinco siglos, reaparecen la vida y los usos y costumbres de la Roma pagana y cesárea, vaciados en el molde de la Europa caballeresca medieval y cristiana.
A la cosmogonía persa corresponde, en efecto, el fondo de esas revelaciones que los ángeles le hacen a Balukiya sobre los arcanos del Universo. El Scheiju-l-Bahr que As-Sindbad, el marino, encuentra en el curso de sus viajes, aparece ya en la novela persa de Kamaraupa, caracterizado con todos sus pelos y señales.
En la silva de Historias que tratan de engaños y marrullerías de las mujeres (Noches 344 a 365), tenemos la transfusión a la prosa árabe de todo un libro persa, el famoso Sindibad-Nameh o Libro de Sindibab, del que también se marcan huellas en las Gesta Romanorum, en Boccaccio y en toda la literatura medieval.
La Historia de Seifu-l-Muluk y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 437) es el trasunto de una novela persa de amor romántico del siglo IX que, como obra independiente, fue traducida a todos los idiomas del Oriente musulmán, incluso al sindi, y en que el héroe se llama Saifal. Y no digamos nada de las anécdotas referentes a reyes persas como Ardaschir y Anuschirván, cuyo origen iranio es evidente.
Por todas esas razones, Burton afirma categóricamente que Las mil y una noches no son sino la arabización de un libro persa, quizá el Hasar Afsanah perdido.
Pero sus argumentos no logran borrar del todo la idea del origen hindú por una parte—y árabe por otra—del libro. Cosa natural, ya que todo lo que él atribuye a los persas puede referírseles en último término a los hindúes, de donde los persas lo tomaron todo, al mismo tiempo que también, desde época inmemorial, ya todo eso formaba parte del fondo semítico.
Así en 1899 el doctor Mardrus, médico sirio y escritor francés, en el prólogo a su versión directa de Las mil y una noches, afirmaba, resueltamente, lo mismo que De Sacy en su tiempo, o sea, que Las mil y una noches eran un libro árabe, concebido y escrito por árabes y en tierras árabes, sin préstamo alguno indo ni persa, aunque sin aducir ninguna razón erudita en apoyo de esa convicción, a la que parecía haber llegado por la vía intuitiva, por la voz de la sangre árabe que en él hablaba.
La falta de argumentación científica por parte de Mardrus excusa de ahondar en esa que podemos llamar «corazonada», ya que las cosas del corazón no se razonan.
Pasemos, pues, a apuntar otra reviviscencia de la tesis indianista, también expuesta en forma dogmática, apriorística, por esa gran intuitiva rusa, por esa vidente de madame Blavatzki, esa Schahrasad rusa, pasada por las escuelas místicas de la India, que, a finales del siglo XIX, vino a contarles a los sabios de Europa cuentos indos, que tenían mucho de chinos, y que formaban la base de una nueva religión: la Teosofía.
Para madame Blavatzki, Las mil y una noches son un libro esotérico que forma parte de la gran tradición de la gnosis inmemorial, cuyo secreto guardan los sacerdotes budistas del Tibet que a ella se lo revelaron y que ella reveló a Europa en esa voluminosa enciclopedia ocultista que se llama La doctrina secreta.
En esa obra monumental, al hablar la papisa teosófica de las leyendas populares del folklore universal, les asigna un valor de revelación, de vehículos del saber esotérico de los iniciados indos.
«La tradición—dice—no ha desfigurado los hechos hasta el punto de hacerlos irreconocibles. Entre las leyendas de Egipto y Grecia, de una parte, y la de Persia, por otra, hay demasiada semejanza de figuras y de números para que pueda achacarse a simple casualidad, como ha sido archiprobado por el astrónomo y orientalista Bailly. Esas leyendas han pasado a ser luego cuentos populares persas, que ya han encontrado su sitio en la Historia universal. También las hazañas del rey Artus y de sus caballeros de la Tabla Redonda son cuentos de hadas, a juzgar por las apariencias, y, sin embargo, encierran hechos muy reales de la historia de Inglaterra. ¿Por qué, pues, la tradición popular del Irán no ha de ser, a su vez, parte integrante de los sucesos prehistóricos de la perdida Atlántida?... Antes de la aparición de Adán (el hombre de la quinta raza) nos hablan dichas tradiciones de los devis o devas, fuertes y perversos gigantes, que reinaron siete mil años, y de los peris o ized, más pequeños, pero mejores e inteligentes, que solo reinaron dos mil años. Aquellos fueron los atlantes, los vakschasas del Ramayana; estos últimos, los arios o moradores del Bharts Varscha, es decir, de la Gran India...»
O sea, que a la India, en último término, se remonta todo.
Dejando aparte lo del sentido esotérico de Las mil y una noches, tema que un teósofo español, Roso de Luna, «el mago de Logrosán», explaya y razona en su libro El velo de Isis, del que hablaremos después, no hay más remedio que darle la razón a madame Blavatzki en lo tocante al origen último de Las mil y una noches, si se admite su origen persa, pues lo persa nos lleva a lo hindú, y es en la India donde radica todo ese mundo maravilloso a que las Historias de As-Sindbad, el marino, y otras muchas nos trasladan. En la India está Garuda, el original del Ave Roj persiano y de los caballos voladores, y allí residen también las princesas-serpientes, las «sarpa-rachas», abuelas venerables de la serpiente-reina Yámlika, de la miliunanochesca Historia de Hásid Kerimu-d-Din, y el Ogro terrible, del que son trasunto los algoles persas y el arquetipo de todas esas maravillas, magias y esplendores que en Las mil y una noches nos deslumbran.
«En el Mahabharata—dice Juan Lahor—hay todo un mundo creado por la imaginación popular, mundo fantástico de ogros y ogresas, de peces, serpientes, animales parlantes, seres encantados y siniestros demonios que luego veremos reaparecer en Las mil y una noches, en nuestras novelas de caballería y en nuestros cuentos de niñeras, sin que sepamos todavía qué camino pudieron seguir para llegar hasta nosotros.»
Ahora bien: el que la atmósfera de Las mil y una noches sea india no basta para probar que ese libro se escribiese sobre un modelo sánscrito.
Y eso es lo único que, a los términos de nuestro debate, pudiera interesar.
De suerte que, por falta de datos concretos, fehacientes, documentales y no intuitivos, sigue aún sin precisar el lugar de origen, la nacionalidad, la patria de Las mil y una noches. Y eso después de estudios tan prolijos y bien orientados como los de Astruj (1905), Littmann (1923) y Goester y Krimsk (1919).
Y la misma desorientación reina entre los eruditos tocante a la paternidad personal—digámoslo así—del libro y su edad.