LA PICARESCA

Pero hay todo un género literario que los árabes pueden reivindicar como suyo y que tiene amplia y brillante representación en Las mil y una noches: la picaresca. Baste citar esa larga Historia de Ahmedu-l-Dánaf y Hasan-Sihuman con Dalila, la ladina, y Seineb, la trapisondista, su hija (Noches 387 a 394), con su continuación, las Aventuras de Alí, El Azogue, el de Mizr (Noches 394 a 405), por la que desfilan todos los tipos de la maleancia de Bagdad y aun de El Cairo, juntamente con los grotescos policías encargados de perseguirlos y que son tan pícaros y maleantes como ellos. Nada falta en ese cuadro de la picaresca oriental, rico en toda suerte de lances propios de esa vida, en ejemplos de timos y trucos, y en el que asistimos a un interesante torneo de truhanes y pillos, de gente que vive de la trampa y el pego. Burton halla en él un anticipo de la novela policíaca de Gaboriau, y, de haber alcanzado nuestros tiempos, habría dicho de Sherlock Holmes, y no va desencaminado, aunque no tiene en cuenta que, en ese género detectivesco, siempre el punto de partida es un crimen, mientras que en esta historia no actúan personajes de tal fauna delincuente, sino ejemplares de la vida del hampa, tipos de menor cuantía, que no salen de la esfera del petardo y la estafa. Son los auténticos ejemplares de nuestra picaresca, los Rinconete y Cortadillo y demás compadres del «Patio de Monipodio» o de la «Corte de los Milagros»; los antepasados de Luis Candelas, con la particularidad de figurar entre ellos esas representaciones de la picaresca femenil, esa Dalila y su hija, que no tienen otro parangón en nuestra literatura del género que la picara Justina, muy inferior a ellas, por todos conceptos, y que les dan ciento y raya a todos sus colegas y en el fondo, como verá el lector, son dos buenas personas y hasta dos señoras decentes.

La picaresca oriental, modelo de la nuestra—según es sabido—, no se sale nunca del mundo de la delincuencia menuda, del hurto y la pequeña estafa, que no causan daño mayor y por eso dejan un margen para la hilaridad, sin que nunca se arroje a la esfera del crimen, en que se mueve la actual novela de detectives y gangsters; es el suyo un mundillo de ingenio, y en cierto modo de travesura, creado por los literatos árabes, que, como los nuestros de la época correspondiente, eran también por fuerza algo pícaros o bohemios, si se prefiere esa expresión de mejor tono.

Nadie duda ya de que a los árabes pertenece la casi paternidad de ese género de literatura, del que anteriormente solo tenemos el Satiricón, de Petronio, y El asno de oro, de Apuleyo, y por cierto que en la historia que comentamos interviene también la magia como en la del último de los escritores citados. Pero aun admitiendo que antes de los árabes ya hubo manifestaciones de literatura picaresca, son ellos, en todo caso, los que sistematizaron ese género y lo ilustraron con una serie de obras admirables, escritas en la mejor prosa arábiga, esmaltada de versos y sentencias, como las Mekamats de Al-Hariri, y sobre todo fueron ellos los que, por mediación de los moriscos, introdujeron en España el gusto por esos cuadros de vida plebeya y maleante, llenos de una verdad pintoresca, y a veces amarga en medio de sus risas, que cultivaron caballeros tan graves y escritores tan requintados como Hurtado de Mendoza, Quevedo y el gran Cervantes.

La novela picaresca, en la que muchos han creído ver el precedente del realismo zolesco y de la novela psicológica del siglo pasado, por la cantidad de introspección que hay en ella, arranca indudablemente de esos modelos árabes que los europeos no han hecho sino reproducir, trasladándolos a sus ambientes y pintándolos con sus propios colores, y la pluma con que escriben parece la misma caña árabe que sus colegas de Oriente les hubieran cedido. Dalila, la ladina, ese tipo de mujer enredadora y trapisondista, ha dado su forma y hasta su aire, su habitus, su tono a la Celestina de nuestra novelística del medievo largo, que no tiene su igual en las demás literaturas de Europa, y ha salido de los harenes de Oriente.

La vida que reflejan las historias picarescas del libro, en el que, aparte la de Dalila—no es la única, aunque sea la mas monumental, por decirlo así—, es la misma que la nuestra de los siglos medios, en que ya apunta, aunque sin constituir un género especial, en el Arcipreste; en La Celestina, de Rojas, y en los Ejemplos, de El conde Lucanor y del Libro de Sendebar, donde ya se refieren lances de tono picaresco, como el timo de que hicieron objeto a un vendedor de sándalo, y constela nuestra literatura naciente de anécdotas y tipos de esa clase; la lucha por la existencia dio lugar en Oriente a una variedad social de seres descalificados, caídos o decaídos, «indeseables» de hoy, sin más arma que el ingenio para medrar y triunfar (a ser posible) en la vida; y esa casta de seres, solidarizados por natural gravitación biológica, vino a constituir un gremio, una cofradía con sus estatutos, sus reuniones y sus escuelas de capacitación, como hoy daríamos; y los escritores, en cierto modo, de no mejor condición social, sintiéronse atraídos por esa vida libre y birlonga, a pesar de sus riesgos, y se deleitaron pintándola, hasta el punto de poner en esas descripciones las mejores galas de su estilo y vestir literariamente de príncipes a esos desarrapados y hacerlos soltar por su boca versos y sentencias que valen un tesoro.

Es natural que así sea, ya que, en el fondo, esa literatura picaresca, aunque afecte aires de autobiografía, de autoconfesión del plebeyo protagonista, es la obra de grandes escritores, aristócratas del espíritu y la cultura que, por medio de esos muñecos, proyectan en el libro la filosofía empírica de una personalidad superior.

Lo único que hay de veraz y legítimo en esas autobiografías de pícaros, como autoconfesión de los autores, es la queja del hombre de ingenio maltratado por la suerte y mal apreciado en la estimativa social, que inspira el argumento constante y tradicional de esas obras, lo mismo en Oriente que en nuestro cabo occidental.

La picaresca, tratada por escritores graves, sapientes humanistas y humanos, viene a ser una suerte de epopeya al revés, de epopeya del pueblo, cuyos héroes son no reyes, ni príncipes, ni guerreros de una genealogía larga y prolija, sino seres humildes, anónimos, de la gleba y el osario común, que visten harapos y luchan sencillamente por la vida, por el poco de sol y el mendrugo vital, aunque sientan apetencias, y a veces las logren, de trajes suntuosos y exquisitos manjares y pasen entonces del ayuno a la comilona, para volver nuevamente al ayuno, pues lo característico del pícaro es vivir al día y tomar las cosas según vienen.

Hay que distinguir la picaresca de los árabes y la nuestra del siglo XVI, que es su continuación, de la literatura del arribista, del parvenu, que no aparece hasta el siglo XIX con Balzac y su gran personaje representativo, Vautrin, que delinea ya toda una estrategia de asalto a la fortuna y el poder.

La picaresca árabe y la nuestra se sitúan en un plano más ingenuo y contentadizo, sin rebeldías ni pretensiones de tipo político y social; la primera, porque en el mundo islámico de que procede no hay cuestión social, ni odio al poderoso, ya que todo está reglado de antemano por Alá (que da sus bienes a quien quiere de sus siervos), y en la nuestra, porque la ortodoxia habría sofocado la protesta; así que los personajes picarescos se valen en su lucha por el pan y la perdiz sencillamente de su astucia, como el héroe épico de su valor, y es tan épico como él, aunque tenga más de zorro que de león y en su prisma psicológico descomponga el solar rayo leonino.

Todo esto explica que sea la picaresca el género literario más eminente entre los árabes, que no tienen propiamente epopeya, y que en él se encuentren las supremas virtudes del estilo, hasta rayar en lo sutil, alambicado y oscuro de su más requintada poesía, en escritores como Al-Hariri, comparable, en lo conceptuoso, a nuestro Quevedo, cuyas Mekamat, que De Sacy publicó en folio, presentan más dificultades al estudioso que los moal-lakats clásicos.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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