EL NEGRO
Encontramos en Las mil y una noches personajes representativos de las razas principales que, en la época del jalifato, componían la gran comunidad islámica; toda una humanidad abigarrada, blanca y negra, de persas, judíos, indios, turcos, curdos, nubios, etíopes, francos de los de las Cruzadas, egipcios y, desde luego, árabes de la ciudad y árabes del campo o beduinos.
Es interesante inferir algo así como una psicología de las razas al través de las esquemáticas caracterizaciones con que esos ejemplares étnicos se nos describen por los rapsodas, que, según su costumbre, no son nada explícitos ni tampoco grandes psicólogos, y se limitan, por lo general, a reproducir la idea que de ellos se forma el vulgo árabe, influido por prejuicios que a veces arrancan de la Biblia, ese tribunal en que se residencian individuos, razas y naciones, y que no puede tomarse como dato de observación directa.
Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los negros, en cuya visión peyorativa entra por mucho el infantil prejuicio del color; negros pinta la tradición popular a los afarit y demonios, y de ahí que los individuos de ese color aparezcan descritos con rasgos deformes y bestiales no solo en lo físico, sino en lo moral, y ese prejuicio se extiende no solo a los negros, propiamente dichos, sino también a los individuos de color moreno acentuado, pues el adjetivo «asud»—negro—lo aplican también a los árabes, a los indios, según puede verse en el tratado que el polígrafo Ach-Chaniz escribió acerca de la superioridad de los blancos sobre los negros, donde con este nombre entiende designar a los indios.
El negro de Las mil y una noches, cuando no es un verdadero monstruo, un diablo, perteneciente a la fauna del mito, es un ser de psicología elemental, de una insensibilidad que raya en el sadismo, y responde a los lamentos de la víctima con esa risa explosiva, hueca, que hoy valorizan las orquestas de jazz, y, sobre todo, una lujuria bestial, fulminante e irreprimible, como un ataque de epilepsia. Ese es el lado por donde el negro se considera superior al blanco, cuando su dueño no ha tenido la precaución de «eunuquizarlo», y por ello aparece en múltiples historias como el demonio lúbrico, que domina a esas insaciables orientales, a esas Pasifaes que requerirían un minotauro, y para las que, esos negros lascivos y rijosos, suplen a la bestia que necesitarían.
Numerosos son los ejemplares de esos negros, en la humanidad miliunanochesca, que figuran como demonios lúbricos, sexualmente poseedores despóticos del albedrío de una mujer, a la que tienen hechizada, sometida, fascinada por su poder genésico, del que uno de ellos paladinamente se jacta, diciendo:
—Ya sabes que los negros tenemos prioridad sobre los blancos en el capítulo de la sexualidad.
No hemos de meternos a contradecirlo, ya que la afirmación del cínico parece un axioma, y los extremos de abyección a que sus concubinas llegan con ellos, según los narradores, lo confirma hasta la saciedad.
Solo insistiremos en ese otro rasgo psicológico que ya Máximo Valerio, en sus tiempos, hizo resaltar en su anecdotario, uniendo en un epígrafe los vocablos «Luxuria» y «Crudelitas», o sea el del sadismo que matiza esa lujuria negra, y del que tenemos un ejemplo insigne en ese esclavo Gazbán, cuyo apodo ya declara su carácter iracundo, su mal carácter, brutal y violador de la reina Abrisa, que ni siquiera respeta su condición de recién parida. Es una de las escenas más repugnantemente crudas y realistas del libro, en que hay tantas, aquellas en que el negro Gazbán, sexualmente excitado al contemplar la blanca desnudez de su señora, salteada de los dolores del parto, en mitad de un campo desierto, lo que debía inspirarle respeto y piedad, lánzase sobre ella, sin hacer caso de sus ruegos ni lloros, y, luego de poseerla cual demoníaco íncubo, la roba y asesina, lo que acaso significase una gracia para esa reina altiva y casta, que no habría podido sobrevivir a la afrenta.
En el negro Gazbán se vincula la representación de su raza, en la culminación de sus características, y su caso de lujuria fulminante, a vista de la carne blanca, concuerda con lo que los novelistas americanos—como Waldo Frank en su Holiday—nos describen al dramatizar casos de linchamiento en que el reo obró a impulsos de esa misma lujuria alucinante que abolió momentáneamente en él la conciencia y lo dejó indefenso ante el complejo atávico subconsciente, formado de recuerdos de selváticas orgías rituales erótico-guerreras.
El negro de Las mil y una noches marca el último eslabón entre lo humano y lo zoológicamente bestial, y de él ya se pasa al comercio sexual con animales, monos u osos o con monstruos de naturaleza francamente fabulosa.