EL «MOGREBI» ABDU-Z-ZAMAD

El mogrebi Abdu-z-Zámad es otro alucinado de la casta de Iffán, sabio en ciencia arcana y buscador de tesoros; pero lo aventaja en generosidad y nobleza, como lo acredita su conducta con el pescador Chúder, que le sirve de auxiliar en su empresa, igual que Balukiya a Iffán.

Abdu-z-Zámad, el siervo del Eterno, anda buscando el tesoro de Schamardel, que está en poder de los hijos del rey Al-Ahmar o el Rojo y que, transformados en peces de colores, moran en las aguas del lago de Karún, nombre lleno de resonancias como una caracola de leyenda y mito.

Los hijos del rey Al-Ahmar son los únicos que saben el paradero del valioso tesoro, por lo que hay que empezar por ir a buscarlos en su acuática guarida apresar a alguno de ellos y obligarlo a revelar el secreto que avaramente guardan. Esta es la parte que al mago incumbe: hacer hablar a esos hombres-peces, pues para lo demás necesita valerse del pescador Chúder, que es el predestinado para deshacer el sortilegio que defiende el tesoro y dar cima feliz, cual diría Don Quijote, a esa gran aventura.

Requiere, pues, el mago la ayuda del joven pescador y logra atrapar a uno de aquellos peces y lo encierra en una redoma y, con amenazas de muerte, oblígalo a revelar el secreto, confesándole aquel que el codiciado tesoro se encuentra en el fondo de la laguna de Karún, y allá se dirigen Abdu-z-Zámad y Chúder; pero antes hacen una parada en la casa del mogrebi, en la ciudad de Mequinez, donde aquel tiene al joven huésped agasajado y atendido a cuerpo de rey, en tanto apercibe las cosas que necesita para lograr su fin y aguarda el día predestinado para tentar la empresa, espera que dura todo un año.

Llega al cabo ese día y Abdu-z-Zámad se encamina en unión de Chúder al lago de Karún, donde yace el tesoro de Schamardel, defendido por potentes talismanes, que justifican su nombre de Schamardel, que, interpretado a lo hebraico, significa Guarda, custodia (Schamar) de Dios (de El). Abdu-z-Zámad instruye a Chúder en lo que ha de hacer para trasponer sin dificultad las siete puertas que hay que atravesar hasta llegar al tesoro y le recomienda no se deje intimar por los trasgos espantables que le salgan al paso ni tampoco se enternezca ante el fantasma de su madre, que se le aparecerá en la ultima puerta y al que debe despojar de todas sus ropas.

Cumple Chúder al pie de la letra las instrucciones del maestro; pero en la última puerta, ante aquella semblanza de su madre que le implora y lo llama hijo mío, se enternece y no tiene valor para dejar al desnudo sus fingidas carnes.

Falla, pues, la empresa aquella vez, y tienen que aguardar a que pase otro año y entonces le dan cumplido remate; el mogrebi recompensa espléndidamente a Chúder, con riquezas y talismanes que ponen genios a su servicio, y el pescador se despide de él y torna dichoso a su casa, impaciente por compartir aquella opulencia fabulosa con su buena madre y sus dos malos hermanos.

El famoso tesoro de Schamardel aparece lacónicamente inventariado en el texto árabe, el cual solo nos dice que consistía en un zodíaco o esfera celeste, un pomo de kohol o alheña para los ojos, una espada de fuego y un anillo; fácil es comprender que siendo mágicos todos esos objetos, el zodíaco servía para poder ver todos los lugares del universo sin moverse de su sitio; el kohol para, frotándose con él los ojos, descubrir los tesoros ocultos; la espada de fuego aseguraba la victoria sobre todo enemigo, y el anillo mágico confería a su dueño poder y dominio absoluto sobre hombres y genios, como el de Salomón, que buscaba Iffán.

Tanto el egipcio como el mogrebi eran dos místicos, alucinados, ansiosos de riqueza y poder.

Por cierto que se podría relacionar el nombre de Karún, que lleva la laguna del tesoro, con el de Caronte, el fúnebre barquero de almas en el mito griego, y ver en esa historia un eco de la tradición helénica del Hades, o reino de los muertos, que se suponía también un reino de tesoros incalculables confiados a la guardia de Pluto, a un tiempo mismo dios de los difuntos y del oro, duplicidad de carácter no difícil de explicar, ya que los antiguos enterraban con sus muertos joyas y monedas.

Los hipogeos fúnebres de los egipcios eran cámaras de tesoros que tentaban la codicia de los bandoleros beduinos, que los fueron saqueando poco a poco hasta no dejar nada sino las momias, que a su vez saqueó luego el bandidaje científico, en que perdió la vida al famoso lord Carnavon, raptor de Tutankamen para el British Museum.

El tesoro de Schamardel no cuesta inmediatamente la vida de sus raptores, pero uno de ellos por lo menos, el más inocente, o sea el pescador Chúder, no escapa a la sanción y acaba trágicamente a manos de sus hermanos, envidiosos de su poder mágico, que le ha valido casarse con una princesa y sentarse en un trono de sultán.

La historia termina vengando la viuda al interfecto y destrozando el anillo que, como todos los de su clase, trae, en uno u otro modo, mala sombra.

Del mogrebi Abdu-z-Zámad no nos da el narrador más referencias, con lo que falta aquí la moraleja propia del caso; pero basta con el castigo de Iffán y de Chúder para fijar la actitud condenatoria de la ortodoxia musulmana ante las prácticas de magia y hechicería y todos esos medios ilícitos con que el hombre pretende forzar la voluntad de Dios y el decreto del Sino.

La moraleja de tales historias parece ser la de que el hombre debe contentarse con su suerte y abandonarse a la voluntad de Alá, en cuya mano están las llaves de todos los tesoros y que, si quiere, puede enriquecerlo y engrandecerlo, sin que él ponga nada de su parte; tal ocurre en las sendas historias de Hasid Kerimu-d-Din, el ignorante, y de Abu-Mohammed-l-Kaslán, el perezoso, que, por obra y gracia de Alá, alcanzan la ciencia infusa con el aditamento de la riqueza y el poder, sin haber realizado para merecerlo ninguno de los siete trabajos de Simbad el marino, ni haber cruzado, como Iffán los siete mares.

Los buscadores de tesoros de Las mil y una noches suelen acabar mal, aunque no siempre, pues eso estaría en contradicción con el carácter antidogmático y ecléctico del libro, correspondiente a la pluralidad de sus autores.

El mogrebi Abdu-z-Zámad logra apoderarse del tesoro de Schamardel y es de suponer que termina dichosamente sus días en su plácido y suntuoso retiro de Mequinez; pero también otro mago, el protagonista de Las llaves del Sino (Noches 652 a 660), que se vale del ignorante y sencillo Abdu-l-Lah para obtener el alcrebite o azufre rojo de los alquimistas, capaz de transmutar en oro purísimo cualquier vil metal, logra un final de vida totalmente feliz, modelo de eutanasia, que diríamos hoy, exhalando dulcemente el alma, en medio de refinados placeres, sin llegar a conocer la vejez ni la miseria a que acaso, de otro modo, habríale reducido su prodigalidad sin límites.

Ese anónimo beduino, que es el verdadero ejemplar de alquimista que figura en el libro, pues no busca tesoros ocultos, sino el tesoro de los tesoros, el alcrebite, clave de la piedra filosofal, del oro alquímico, burla la maldición aneja al ejercicio de la magia y realiza plenamente su ideal hedonístico en la vida a costa del pobre Hasán, su inocente instrumento, al que transfiere su parte de fatalidad en este mundo.

Claro que Alá le dará en el otro el castigo que merece. Pero en los términos a que se ciñe la historia es esta un argumento contra la moralidad del Sino, que proclama el triunfo de los inteligentes y malos sobre los pobres de espíritu, buenos, pero ignorantes e ingenuos.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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