LOS SUFIES.-EL «DERVISCH»

Los sufíes, cuyo nombre se interpreta diversamente—según unos se deriva del sophos griego, según otros del vocablo árabe sof o suf—lana—por alusión al sayal de lana que vestían esos ascetas, por lo que el movimiento místico promovido por ellos en el Islam se denomina Tassuf o Sufismo: los sufíes, cuya filosofía mística viene a ser un neoplatonismo, con aportes de toda clase y origen, aparecen en Persia en el siglo I, aproximadamente, de la hechra, e introducen en el Islam, de suyo práctico y combativo, el espíritu de renuncia y contemplación.

Los sufíes son los místicos del Islam. Los anacoretas y monjes que se inhiben de toda función civil o militar y solo aspiran a vivir entregados a la contemplación, merced a la cual llegan a absorberse en Dios, ese Sol que continuamente irradia sus rayos de luz, que atraen a las almas de los elegidos, como la luz de la lámpara atrae a la mariposa, que va, feliz, a abrasarse en las llamas, según el símil del poeta Sâdi.

Todo lo que hay de corriente mística en Las mil y una noches es aportación de los sufíes, estos quietistas, estos místicos razonadores como los sofistas griegos, y que, como ellos, eran mal mirados por los hombres activos y laboriosos y, sobre todo, por las autoridades islámicas, que veían en ellos un peligro para el Estado, tanto más cuanto que pertenecían a la raza sojuzgada y bajo sus no muy claras teorías religiosas podía encubrirse un nacionalismo político.

De igual modo que los sofistas griegos habían minado en su época la solidez de las instituciones helénicas, con el disolvente del análisis, podían también los sufíes, en plan de nacionalistas, tender a relajar con su misticismo inhibitorio los fuertes ligamentos políticos, el «fascio» con que Mahoma había atado a su pueblo.

Los sufíes, al poner todos sus esfuerzos en lograr la reabsorción en Dios—esa especie de nirvana—, se desentendían de todo deber religioso o político y, además, infundían en las almas simples emanaciones del alma divina, un ansia morbosa de anulación de la conciencia y de la propia personalidad, para volver al foco primordial de irradiación y disolverse en él.

Para los sufíes no había distinción esencial entre el propio yo y los de los demás, ya que todos eran emanación de una misma esencia divina, en la cual aspiraban a fundirse; profesaban, pues, un comunismo de las almas que podía tener trascendencia social y alarmaba a los burgueses de entonces.

Difícil es puntualizar las verdaderas doctrinas de los sufíes, desnaturalizados por sus detractores, así como también fijar fecha y lugar precisos a su aparición, ya que se encuentran irradiaciones de la mística sufí en obras tan distantes temporal y espacialmente como El cantar de los cantares y el Gita-Govinda sánscrito. Y la radiactividad sufí sigue manifestándose todavía en la India, en muchedumbre de sectas o hermandades, como la de los bsuls, de que Rabindranath Tagore habla en interesante libro.

Los que todo lo derivan de la India consideran al sufismo como oriundo de ese país y consecuencia de la revolución religiosa operada por el Evangelio de Krischna o el Buen Pastor, que inspiró el famoso poema místico de Gita-Govinda del bengalés Jayadeva, en el siglo XII, o sea VI, aproximadamente, de la hechra.

Pero ya antes de eso existía el misticismo ascético de los brahmanes, que también renunciaban al mundo y se hacían bhikschus o monjes troteros y mendicantes, como los dervisches del sufismo.

Lo que caracteriza sobre todo la doctrina sufí es el matiz erótico y la forma conyugal en que conciben las relaciones del alma con Dios, de la misma manera a como se describen en el poema citado los amores que tienen lugar entre Radha y Krischna, la oveja y el pastor.

Los sufíes han debido pulular anónimamente por la Persia islamizada antes de marcar en ella una época en su historia y en su literatura. Lo cual ocurre por cierto entre los siglos XIII y XIV, cuando los persas, que ya se habían semiemancipado de los jalifas de Bagdad y conocido esa embriaguez de exaltación nacionalista que se refleja en el Schah-Nmeh, de Firdusi, vuelven a caer bajo otra tiranía más bárbara y cruel: la de los mogoles del feroz Tamerlán.

El sufismo representa esa psicosis mística que surge en todos los pueblos en las épocas de crisis nacionales en que las almas, desencantadas de la vida, cierran los ojos, se encierran en sí mismas y buscan un anestésico espiritual a sus dolores.

El sufí quiere evadirse del mundo y se refugia en la torre de marfil del ensueño y la poesía. Poético fue, sobre todo, el influjo del sufismo en Persia, y todos sus grandes poetas, a partir de Firdusi, están impregnados de su misticismo sutil, exquisito, como un sueño de opio.

Sufíes fueron Sâdi, que en su Gulistán (Rosalar) y su Bostón (Jardín) expone con bellas y delicadas imágenes la doctrina del sufismo; y Cheladu-d-Din Rumi, que en su Menesvi hace lo mismo, con mayor espiritualidad, pero con menos genio poético; y Feridu-d-Din Attar, que, con menos estro que Cheladu-d-Din, subraya sobre todo el aspecto moral de la doctrina en su Pend-Námeh o Libro de los consejos y en su Mantiku-t-Tazir o Lenguaje de los pájaros.

Y sufíes son también Hafiz, el gran poeta de Schirá, al que sus contemporáneos llamaron Rey de los poetas, y cuyas obras, populares en toda Persia, eran veneradas hasta el punto de consultárselas como oráculos. Y Chami, el autor del Nefahatu-l-Uhs o Efluvios de la intimidad con Dios, y Mohammed Schebisteri, el del Guslachen-i-Ras o Jardín de los secretos, que cierra dignamente la serie.

Todos estos poetas expresan, en versos de un preciosismo refinado, ideas «derrotistas»—que diríamos hoy—, ideas de renuncia y fuga espiritual, en unos términos que rayan en la disolución psicopática, en el aniquilamiento del yo.

El único que da una nota de rebeldía, byronniana, escéptica y viril en ese coro de poetas sometidos y espiritados, de una blandura femenina, es Omar Jayyan, el de las Rubayat, en sus estrofas sarcásticas, desesperadas; pero él también está picado del mal endémico y, después de revolverse contra el Destino y contra la vida y la muerte, cae en la apatía de los sufíes y trata de aniquilarse y diluirse, no en la divina esencia, sino en vino, en el vino famoso con sabor a rosas de las vides de Schirás.

El sufismo, en su última expresión, es una erótica, una exaltación del amor a Dios y, por reflejo, a las criaturas en que se manifiesta; en los poemas de Hafiz el amante se postra en el polvo ante su amada, aspira a ser pisado por sus lindos piececitos como polvo, se absorbe de tal modo en su amor, que llega a confundirse con ella. El exaltado erotismo de los sufíes engendra de un lado los muertos de amor por Dios, que «mueren porque no mueren», y los locos de amor por su dama, que también viven muriendo.

Del sufismo persa irradia esa corriente de misticismo quietista y erótico que se corre por todo el Islam y prende en Europa en los siglos XV y XVI: en España, con Teresa de Jesús; en Francia, con madame Guyot. Pero toda la literatura caballeresca está impregnada de ese espíritu.

Los sufíes introdujeron en el Islam el monaquisino a que tan opuesto fue Mahoma, hombre de temple superviril, organizador político y caudillo militar, enemigo de esos espiritualismos enervantes.

De ahí que los buenos creyentes mirasen con desconfianza a esos sufíes que prescindían del nexo religioso para elevarse hasta Alá, aunque, por otra parte, sintiesen hacia ellos respeto y hasta temor y recitasen fórmulas de exorcismos cuando se encontraban al paso de un dervisch.

El dervisch (pobre por amor a Dios) era la estampa popular del sufí; el monje trotero de esa orden mística, el fraile mendicante y que iba y venía y visitaba las casas de los ricos y se mezclaba con las masas, siempre con sayal de burda lana, su báculo y sus alforjas para recoger las limosnas.

El dervisch exteriorizaba todas las extravagancias de la psicosis mística; practicaba danzas circulares, girando sobre sí mismo y aullando y gesticulando sin cesar, hasta caer rendido, tomado de una especie de catalepsia, en que perdía la conciencia y percibía la presencia de Dios y se fundía por un momento en su esencia.

El dervisch era supuesto de charlatanismo y magia, y aun de sodomía, por su aparente profesión de castidad; bajo su sayal de estameña el buen musulmán presentía un pícaro, un libertino hipócrita, un agitador de masas, un Rasputín posible.

El dervisch llevaba a todas partes la duda, la confusión, el desaliento, el pesimismo del mundo y el ansia de sensaciones nuevas e indefinidas; el encuentro con él podía cambiar el rumbo de una vida o imprimir una dirección peligrosa a la vida de un joven.

Los dervisches eran profesores en comunidades religiosas en las que el novicio pasaba por pruebas semejantes a las que se imponen a todos los neófitos en todos esos centros de perfección espiritual, y la primera de las cuales era el silencio; basta sellarse los labios—decían los sufíes, parafraseando a Pitágoras—y cerrar los oídos a los fragores del mundo para entender el lenguaje de los seres y de las cosas y percibir la música del Universo.

Venían luego las siete etapas sucesivas del itinerario místico que se exponen en el Dabistán, a saber: Ley externa Shariat—semejante a la noche—; Tarikat—regla religiosa que es como las estrellas—; Hakikat—realidad, comparable a la luna—; Marifat—conocimiento, como el sol—; Kurbato proximidad de Alá—; Ugsilat—unión con Alá—, y Suknat—residencia o morada de Alá—. Llegado ya a ese grado de perfección, el neófito era ya maestro y alcanzaba poderes sobrenaturales para hacer milagros, sanar enfermos y realizar prodigios de televisión, telepatía, bilocación y levitación, como los atribuidos a Jámblico y Apolonio de Tyana, y que son los mismos que los teósofos de hoy atribuyen a los faquires hindúes.

Por las páginas de Las mil y una noches desfilan múltiples dervisches, pues el dervisch ha llegado a ser un personaje indispensable en toda la literatura narrativa de persas y árabes, sin contar con que ellos mismos escriben historia, como las que componen el libro los Mil y un días, de Mujlis, el superior de los sufíes de Ispahan.

Los dervisches miliunanochescos son de la condición más diversa; actúan unas veces de psiquíatras irreprochables, como el que devuelve la euforia vital al sultán Mahmud de Egipto; otras como despertadores sexuales, cual el de la historia de Kamaru y Halima; los hay también que ejercen el don de la doble vista, merced al cual descubren tesoros, como el de la historia del mendigo que se hacía abofetear, y los hay, finalmente, que viven retirados en los yermos, consagrados a la contemplación, alimentándose de raíces y, a veces, ni aun eso, sino simplemente de la gracia.

Las vidas de estos últimos, llenas de visiones y extremos de ascetismos, forman una suerte de hagiografía comparable a la que los talmudistas tejieron en torno a las figuras de algunos de sus rabíes. Son los santos del Islam.

Resisten a las tentaciones de Iblis, que a veces toman forma de mujer bellísima y otras de endriagos teratológicos, con la entereza imperturbable de San Antonio en la leyenda de Flaubert, y obran milagros como el de amansar a las fieras y hacer brotar agua de las rocas y enviar sueños admonitorios a los libertinos para que se enmienden. (Véase la historia del barquero del Nilo.)

Toda la taumaturgia de Las mil y una noches corre a cargo de los dervisches.

Los del tipo ascético troglodita, que viven en cavernas, no salen nunca de su estrecho antro como no sea para buscar su indispensable sustento, llenar su cantarillo en la fuente o prestar ayuda a algún caminante extraviado, cuyo apuro adivinaron merced a sus poderes de videncia.

Por lo general viven solos, sin comunicarse con sus vecinos del yermo, salvo para enfervorizarse mutuamente y unir sus lágrimas de contrición y de amor a Alá.

Pero también nos muestran Las mil y una noches a los dervisches sociables, que viven en comunidad, regidos por un maestro o superior, al que todos acatan, y por una constitución o estatuto cuyas bases son la pobreza, la obediencia y la castidad, pues en esas comunidades no hay mujeres. Así puede verse en la Historia de Hasán, el joyero de Bazra (Noches 437 a 465) y en otras más.

Esos anacoretas sociables, hospitalarios y filantrópicos formaban una red de comunicación a lo largo de todo el Islam y son los mismos que el célebre viajero Ibn Batutah halló para dicha a su paso por los lugares desolados y semisalvajes de la Persia superior y el Turquestán; poseían poderes de faquires, obraban prodigios, que habrían hecho su fortuna en un circo europeo, y eran, además, insignes bailarines, como los ermitaños del Tibet; Ibn Batutah nos habla con admiración de sus danzas y alardes teúrgicos y nos cuenta el caso de uno de esos monjes que le pidió prestada su magnífica túnica de costosas pieles, se revoleó con ella en el fuego con que templaban el rigor de la fría noche y se la devolvió sin siquiera una chamuscadura.

En la referida Historia de Hasán, el joyero de Bazra, esos verdaderos gurus teosóficos se van enviando uno a otro al desorientado peregrino de amor, hasta llegar este al más poderoso de todos, al único que puede indicarle la ruta que conduce a la fabulosa isla de Al-Uaku-l-Uak, donde se encuentra su adorada.

Esos monjes son más bien de tipo hindú, brahmánico o búdico, aunque la práctica de las danzas orgiásticas los relaciona con los dervisches vagabundos y enredadores.

Hay, finalmente, en Las mil y una noches otra clase de dervisches que se salen del tipo genérico, pues viven en el mundo como seglares y se ganan la vida con un trabajo honrado, como el maestro herrero de la Historia del joven que deseaba aprender la verdadera ciencia de la vida (Noches 651 y 652), cuya fragua es, al mismo tiempo, una escuela pitagórica en que los aprendices son discípulos.

Esos dervisches se apartan del modelo búdico y sufí puro, ya que no practican exclusivamente la contemplación; son activos—productores, como hoy diríamos—y hacen vida errabunda y mendicante. Se acercan más al tipo de los rabíes talmúdicos, que eran doctores de la ley por la noche y artesanos durante el día, como el famoso rabí Joshuah, que trabajaba de carbonero para sostener su familia y comprarse el derecho a sus veladas académicas y edificantes en la Yeschiba.

De este tipo de asceta es ese hijo anónimo de Harunu-r-Raschid que deja el palacio de su padre—en lo que recuerda el Sakya Muni—y se va a una ciudad extraña a ganarse la vida como peón de albañil, para no ser gravoso a nadie y poderse entregar en las horas libres a la meditación. Ese detalle es puramente talmúdico, pues el dervisch vive únicamente de la limosna.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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