UNOS ROUGON-MACQUART ORIENTALES
La Historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102) es interesante, entre otras cosas, porque nos traza la genealogía espiritual, el cuadro psicofísico de una familia a lo largo de tres generaciones, y representa un intento, acaso inconsciente, de realizar un estudio por el estilo del que Zola hizo de los Rougon-Macquart, apoyándose en la base científica de la ley de la herencia.
En el curso de esas tres generaciones vemos cómo los caracteres se van modificando del padre a los hijos, para después reaparecer como por un salto atrás en el nieto.
El abuelo, el rey Omaru-n-Nômán, es la perfecta representación del déspota oriental dotado de una libido, como decimos hoy, total, que irradia sus tentáculos en todas direcciones. El ansia de posesión y de dominio en todos los sectores de la vida es la característica de este prenietzscheano, y a él lo subordina todo. Es el principio del poder autocrático hecho persona. El es la ley, el Estado, todo. En el terreno familiar, es rey antes que padre y trata a sus hijos como a sus vasallos.
El rey Omaru-n-Nômán es una personalidad de una vitalidad potentísima, todavía en ese momento de declive en que el narrador nos lo presenta; los años no han menguado su caudal biológico ni su repuesto de hormonas, y a esa edad lo vemos todavía forzar doncellas y fecundarlas. Su codicia corre pareja con su lujuria y ambas son la expresión, en términos distintos, de una misma libido.
Omar, cuyo reino se extiende del Egipto a la China y que tiene en su palacio tantas esposas, barraganas y concubinas como los días del año y en sus arcas tantos tesoros como Salomón, no está todavía satisfecho, y sigue ambicionando nuevas tierras, nuevos tesoros y nuevas vírgenes.
Precisamente por unas perlas de raro valor que excitan su codicia lánzase a esa guerra, que el rapsoda nos describe, con el rey de Bizancio, guerra terrible, larga y azarosa cual la de Troya y las de las Cruzadas, comparable a una herida maligna que se cierra y vuelve a abrirse y a sangrar, en la que la astucia juega tanto papel como la fuerza y que causa la muerte a ese rey pujante y rijoso que de otra suerte habría logrado una longevidad extrema.
El sultán Omar vese envuelto también, por efecto de su lujuria incontenible, que nada respeta, en disensiones familiares, que le amargan su vejez y le enajenan el amor de su primogénito y heredero en el trono, Scharkán, y de sus otros hijos.
Omar tiene la triste vejez de los leones, pero hasta lo último es un león.
Su persona inspira a todos los que le rodean un respeto faraónico. Ni su hijo Scharkán, que ha heredado muchas de sus cualidades y se le asemeja en la prepotencia viril, se atreve a sublevársele.
El rey Omar sería invencible si no tuviera en su temple de acero, en su armadura vital, ese resquicio de la lujuria, que le ofusca su inteligencia y le hace desoír los consejos de su visir Dandán, que es su cerebro, para seguir las sugestiones de una vieja ladina—la madre de su enemigo, el cristiano—que con falaces promesas de gitana lo induce a beber una copa mortal.
Pero hasta lo último el autócrata se conduce como tal, sin que haya nada que lo contenga ni intimide, y actúa como un verdadero amoral, para el que no significan nada ni los afectos familiares. Omar abusa de la prometida de su hijo Scharkán, faltando a los deberes de la hospitalidad regia y a los de la paternidad; ese rey está más allá del bien y del mal y, como es tan poderoso, solo por la astucia se le ha podido vencer.
Bien; pues esa misma potencialidad biológica se acusa en su hijo Scharkán, que ha merecido, joven aún, el apodo honroso de «rayo de la guerra», de «plaga de la humanidad», pero del padre al hijo ya los grados se rebajan en el plasma sanguíneo; Scharkán es un maníaco de la guerra y en ella concentra toda su pasión; no es avaricioso como el padre ni un sembrador espermático de tan profusa libido.
Scharkán es un caballero y, a fuer de tal, galante y acatador de las leyes del honor caballeresco, a falta de otras leyes morales. Pero, además de eso, Scharkán es un buen hijo, un buen hermano y un hombre delicado. Ante los agravios del padre, reacciona en forma inhibitoria. No piensa por un momento en vengarse. Si al principio se retira de la corte, como Aquiles se retrajo a su tienda, vejado por Agamenón, acude luego a la paterna llamada, para hacerle la guerra en su nombre al rey cristiano. Y eso demuestra que es más bueno que su padre; pero al mismo tiempo más débil. En el se dan las virtudes románticas de los héroes de las Cruzadas, de los Ricardos y los Saladinos.
Omaru-n-Nômán, en cambio, con su carácter enterizo, corresponde al epos clásico.
En lo que padre e hijo se dan la mano es en la falta de inteligencia. Tiene Scharkán, como su padre, depositado su cerebro en el visir Dandán, que piensa por él; pero la pasión romántica hace que sea la pasión, y no la simple lujuria, lo que a Scharkán domina y atonta.
Scharkán siente por la princesa cristiana Abrisa un verdadero amor, romántico y caballeresco, como el de Tancredo por Armida; sabe respetarla y paladear los encantos del noviazgo, en espera de la boda, sin que parezca sentir esas urgencias lascivas de su genitor. Este es el que corta brutalmente la línea de esos amores delicados.
Scharkán incurre, por ignorancia, en el incesto con su hermana de padre, Noshetu-s-Semán; pero en cuanto se entera de ello dase prisa a deshacer el nudo y a casar a la joven con su chambelán, reparando así el yerro.
Scharkán es simpático, al revés que su padre. Y eso se debe a que es más humano, más hombre, aunque en cierto sentido lo parezca menos.
A Scharkán le pierden su propio candor y nobleza; no tiene en su sangre de león ni un solo elemento de zorro, y sucumbe, como su padre, a manos de la misma vieja zorruna; pero hay una diferencia: su alevosa matadora ha tenido que valerse del puñal traicionero, sin emplear el reclamo de la lujuria, como con su padre. Scharkán no se habría rendido a él.
En Scharkán, como vemos, aparece unos grados rebajada la libido paterna.
Aún más rebajada se nos muestra en el segundón, Zu-l-Mekán, individuo de escasa libido, de flojo temperamento e influido además de la dulzura femenil de su hermana Noshetu-s-Semán, con la cual se ha criado en una compenetración absoluta, favorecida por el hecho de sentirse ambos malqueridos por el primogénito y desatendidos por el padre.
Zu-l-Mekán es valiente como su hermano mayor y así lo acredita en la guerra; pero le faltan tenacidad, ambición, y es, en suma, un Orestes que necesita de la guía tutelar de su hermana. Pero Noshetu-s-Semán no es una Electra; su cualidad dominante es la ternura, la entereza para sufrir pasivamente, su resignada sumisión al destino. Es una mujer que ha nacido para amar y sufrir.
El signo desfavorable que preside el nacimiento de esos dos hermanos gravita sobre sus sendos hijos, Kuziya-fe-Kan o Fuerza del sino, la hija de la unión incestuosa de Noshetu-s-Semán y su hermano Scharkán, y Kan-ma-Kan, el hijo de Zu-l-Mekán, que, para más tragedias, se aman y han de luchar con grandes obstáculos. Kan-ma-Kan, desesperado, se lanza a los caminos como un salteador, bajo el pomposo nombre de caballero andante. Revive en él la libido enérgica del abuelo y la estirpe degenerada se regenera, en cierto modo, porque, con relación al gran rey Omaru-n-Nômán, sus descendientes no pasarán de reyezuelos.
La historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos tiene, aparte su valor de poema épico, el de una dramatización de procesos biogenéticos en la misma familia.
El rey Omaru-n-Nômán aparece como el culpable de esos indudables complejos psicopáticos que paralizan o quebrantan la energía del primogénito y crean desde la infancia una psiquis enfermiza, floja y vacilante a los dos segundones.
El propio reino del déspota lúbrico y codicioso y torpe se perdería si no acudiese a salvarlo la prudencia de ese visir Dandán, ese Mentor semita, que frustra todos los ardides, artimañas y tretas de la ladina vieja Zatu-d-Dauahi, y le impone finalmente el castigo que merecen sus crímenes.