«LAS MIL Y UNA NOCHES» EPOPEYA NACIONAL DE LOS ARABES
En la forma en que han llegado hasta nosotros, Las mil y una noches, pertenecen en cuerpo y alma a la literatura árabe.
Los árabes, al apoderarse de ese fantasma indostánico, le dieron su vida, su sangre de fuego y los rasgos fisonómicos y psicológicos de su raza ardiente hicieron más que adoptar al expósito: volvieron a recrearlo en sus entrañas.
Las mil y una noches es un libro árabe; mejor dicho, el libro árabe por antonomasia y la epopeya en prosa de un pueblo que no tuvo un Firdusi que la pusiese en verso.
El Corán y Las mil y una noches son las dos grandes creaciones del genio árabe, los dos retratos simbólicos que de sí mismo nos ha legado ese pueblo, enemigo, por temor idolátrico, de las imágenes plásticas; el Corán, en lo religioso y eterno, y Las mil y una noches, en lo temporal y profano, completan la visión de esa raza sin pintores y casi sin espejos.
Uno y otro libro, el sagrado y el seglar, se asemejan entre sí no solo porque Alá los une y está en ambos presente, sino también por su génesis y su naturaleza íntima; ambos son de inspiración exótica, están hechos de retazos con una técnica de mosaico y ensamble, ambos son enciclopedias y centones, broches y sellos que cierran épocas y ciclos de labor colectiva.
Así como Mahoma recogió en su Corán todas las tradiciones religiosas de su tiempo y las alistó bajo su verde bandera, poniéndolas al servicio de Alá, sin reparar en su procedencia hebrea, cristiana o gnóstica, y para enriquecer su libro no tuvo escrúpulo en saquear la Biblia y el Talmud, así también los compiladores del libro profano tomaron sus elementos de todas partes, encerraron en él todo el folklore universal de su tiempo y lo lanzaron a los siglos futuros, marcado con el sello imperial de su jalifa máximo.
Y así como Mahoma cierra el ciclo de la profecía y la revelación y es el último de los enviados, así también Las mil y una noches clausuran el ciclo de las tradiciones profanas y es el último gran libro que produce la imaginación poética de los hombres.
Si el Corán anula a todos los demás libros en el concepto religioso de los árabes, Las mil y una noches eclipsan con su esplendor sideral a todas las demás obras de fantasía.
No es el sol dotado de luz propia el símbolo de la raza semítica, sino la luna que brilla con fulgor reflejo; pero la luna de esa raza oriental es tan potente que fulge como un sol, de una belleza más amable, que se puede mirar, y atrae de tal modo los ojos que hipnotiza y detiene las horas y hace pensar que el sol no existe.
Los árabes han magnificado la noche; en el Corán se habla más de la noche que del día; de noche recomienda Mahoma que se lea su libro, y los grandes prodigios, prometidos a los creyentes, se consuman en la noche maravillosa del kadr en que se deciden los destinos del año, y esta es otra relación más entre el libro sagrado y el libro profano de la raza.
En Las mil y una noches, en ese nocturno rosario de cuentos, van incluidas las noches sagradas del Corán, y las lunas portentosas del Ramadán místico y transfigurado de ayuno alternan en él con las profanas y alegres lunas de los meses hilados.
La correspondencia íntima entre el Corán y Las mil y una noches es constante; el libro profano se nutre de la vena vital del libro religioso, al modo como la vida temporal se alimenta de la eterna.
Si en el Corán creó Mahoma el templo del Dios único, en Las mil y una noches el mismo genio de su pueblo labró el alcázar de su único vicario en la tierra.
No hay demasiada hipérbole en decir que Las mil y una noches son la epopeya racial de los árabes, ya que en ese magno libro alojaron sus anales y fastos, sus leyendas y sus historias, su memoria de raza tradicionalmente errabunda y rica, por tanto, en reminiscencias de toda clase, y a todo ello pusieron como sello el destino de Alá, de igual modo que en la Ilíada griega todo lo preside y dispone el hado.
Las mil y una noches, en las que los árabes han vertido todo su fondo histórico-legendario desde la época preislámica hasta las postrimerías de la gloriosa dinastía abbasi, componen un argumento innegable de epopeya, sin que le falte enteramente el requisito poético, ya que está toda ella salpicada de rimas, y además, en ocasiones, el estilo se eleva hasta la altura épica y la prosa se hace verso, de pronto, como un mar cuyo ritmo se aviva bajo el soplo emocionado de la tempestad.
Hay historias en el libro, como las del rey Omaru-n-Nómán (Noches 60 a 102) y de Garib y Achib (Noches 550 a 572), que son verdaderos epos nacionales, o tribales, con un argumento cerrado, de dignidad absolutamente épica, en el que actúan reyes y príncipes y amazonas y se riñen batallas y se realizan hazañas y gestas caballerescas, de grandeza igual a las que Firdusi canta en su Schah-Námeh, que, más que la Ilíada y que la Eneida, ha servido de modelo, aunque mediato, a nuestros grandes épicos del siglo XVI: Ariosto y Tasso.
Todos los elementos del Orlando y La Jerusalén se encuentran ya en esa historia del rey Omaru-n-Nómán y de sus hijos que, precisamente, es también como el último de ambos epos, un eco fantaseado de las Cruzadas. Pero también el genio jovial y burlón del Ariosto y sus risas jocundas riman con el rumor de cascabeles del poema oriental.
No es del caso dilucidar aquí la relación precisa en que se hallen respecto unos de otros esos poetas de razas, épocas y climas distintos, ni tampoco seguir el rastro de esa corriente subterránea que en todo tiempo ha mantenido el contacto entre el Oriente y el Occidente, y que, en el momento solemne de las Cruzadas, se pusieron en contacto directo y cambiaron estocadas e ideas.
Toda guerra es, en el fondo, una forma violenta de comunicación, un principio agresivo de conocimiento y amistad y también un modo brutal de comercio. En las guerras de Alejandro conocieron los griegos a muchos pueblos y adquirieron no pocas ideas.
Los árabes, pueblo mercader al mismo tiempo que guerrero, han conocido muchos pueblos y muchas ideas y también han dado a conocer unos pueblos a otros y los han hecho amigos al hospedarlos en su jaima.
Por su medio conoció o reconoció la Europa del siglo XIII a los griegos olvidados, y volvió a aprender en textos árabes, ciencias que, al nacer, hablaban griego; Bagdad primero y más tarde Córdoba suplantan a Bizancio y hacen de centros distribuidores de cultura.
Por los árabes conoce Europa en el siglo XIII (fecha aproximada) el famoso libro sánscrito del Calila y Dimna, en la versión de Abdu-1-Lah-benu-l-Mukaffá (siglo VIII), y, antes que Europa, en otra versión la conoce España, pues ya figuran apólogos del referido centón en la Grande e GeneralEstoria de Alfonso, el Sabio, compuesta a principios del referido siglo (Solalinde, prólogo al Calila y Dimna). No en balde tuvimos aquí los árabes desde el siglo VIII.
Pero volvamos a nuestro tema de la epopeya racial que vemos en Las mil y una noches y afirmemos una vez más que lo es, si se toma la palabra en un sentido amplio, en el de libro que resume la historia y el carácter de un pueblo, en el sentido en que lo es con respecto a nosotros el Quijote y no ninguno de los explicadamente titulados poemas épicos.
Las mil y una noches son la epopeya de los árabes, porque son su libro más representativo, el que el día del Juicio podrían presentar ante Dios, como nosotros, según Dostoyevski, podríamos presentar el Quijote, en opción de premio o de castigo y justificación del empleo que diéramos a nuestra parte de la eternidad.
Lo mismo que en el Quijote se ve España en alma y cuerpo, con sus campos y sus ciudades, sus gentes indígenas y exóticas, sus instituciones y sus leyes, su religión y su política, sin que falte tampoco el panorama retrospectivo de su pasado en ese retrato fiel de su presente, y por los claros del fondo hispánico asoma la Cristiandad, así también en Las mil y una noches se ve todo el Islam, incluso sus aledaños y sus lejanías, geográficas e históricas.
La cristiandad del Quijote deja también ver el Islam, que es su anticuerpo, y el Islam de Las mil y una noches deja ver la cristiandad por el arco de sus ajimeces orientales; uno y otro libro lo abarcan todo, y por eso tienen los dos algo de Biblia, porque en ellos puede verse y sentirse a los hombres y a los pueblos caminar a su mortal destino, bajo la mirada de Dios.
Lo mismo que el Quijote encierra historia y leyenda de España, contienen Las mil y una noches leyenda e historia del Islam, y si un libro absorbe enjundia de cronistas notorios, también el otro embebe esencias de historiadores y geógrafos profesionales, por decirlo así, como Ibn-Kutaiba, el analista de los abbasies, Ibn-Jaldún, Al-Makkari y muchos más.
Pero lo que más interesa hacer constar a nuestro presente propósito es el hecho de que en Las mil y una noches vive y alienta y bulle la muchedumbre islámica, con esa vida real que solo presta la irrealidad del poeta, y que son por ello el mejor documento histórico y psicológico para poder juzgar a esa sociedad abigarrada, con sus costumbres tan distintas a las nuestras y con su parte de bien y de mal, correspondiente a la condición humana, con su empaque caballeresco y su picaresco desgarre, y todo ello tan a lo vivo y con tal sensación de presencia, que parece existir ahora mismo, y que es un espejo mágico el que nos permite sorprenderla en su actividad, que nunca cesó.
Esas ciudades extinguidas, esas criaturas muertas hace siglos siguen viviendo en el cosmorama de estas noches, cuyas lunas encantadas no menguan ni se mueven y son lunas de espejo.
El Oriente islámico vive encantado en el sortilegio del libro, y basta abrir sus páginas para olvidarse del tiempo y el espacio actuales y sentirse transportado de pronto al Oriente inmutable y eterno, donde el almuédano anuncia el paso de la hora efímera, loando a Alá el perdurable; los mercaderes conversan o dormitan, desgranando las cuentas de sus rosarios de ámbar, en sus tiendecillas llenas de tesoros; las tapadas desfilan, seguidas de sus dueñas, lanzando por debajo del velo miradas fatales, y Harunu-r-Raschid puede ser, en la noche, el transeúnte de andar vacilante que se cruza con nosotros.
Si a un libro así se le discute el nombre de epopeya nacional no sabemos a cuál otro podría adjudicársele con mayor razón ni mejores títulos.
Pero sea como fuere, sí se puede afirmar que Las mil y una noches, con el Corán y los siete moal-lakats o poemas dorados de los siete grandes cantores anteriores a Mahoma—el más grande de todos—, son los tres libros que deben leer quienes deseen penetrar en el secreto de esa compleja alma del árabe; alma de nardo, como dijo el poeta, y también de acero.
Pero Las mil y una noches son la quintaesencia de toda esa literatura de raza, pues abarcan la época preislámica, recogen ecos de idolatría y, al mismo tiempo, todo el fervor de la fe que luego caracteriza a esos siervos de Alá; coránico es su fondo ideológico y el eje en torno al cual se mueven todos sus argumentos o, más bien, el resorte a que todos los mueve es la creencia en esa entidad misteriosa del sino, tan arraigada entre los árabes y que de ellos se ha extendido a todos los pueblos que con ellos trataron y que entre nosotros aún palpita en el fondo de la copla andaluza, expresión del eterno conflicto entre el ansia tantálica individualista del hombre y su limitación dentro del complejo solidario del cosmos.
Los árabes, finalmente, han puesto en ese libro su humanismo semítico, derivado de su concepción política y religiosa, que no admite castas al modo de las que establece el espíritu aristocrático de la civilización brahmánica; esa igualitaria democracia semítica, que se expresa en el hecho de elevar a la categoría de héroes de epos y novela a mercaderes y artesanos, atribuyéndoles sentimientos de príncipes, y admitiéndolos a participación en las gracias de ese simbólico reino de Dios que crean los escritores; ese humanismo semítico, que tiene su expresión monumental en la literatura picaresca que los árabes han inventado o elevado por lo menos a la categoría trascendental que hoy se le reconoce, de vindicación de los humildes, de fraternización con los parias sociales.
Hay una simpatía innegable, de raíz semítica, a los desheredados, en esa literatura picaresca, cuyos autores, generalmente aristocráticos, aunque solo fuere por la cultura, bajan a los suburbios y se mezclan con la plebe más baja y se interesan por sus vidas aperreadas y oscuras; es algo tierno ver a Hurtado de Mendoza, por ejemplo, contarnos las desdichas del niño Lázaro.
La picaresca es el punto de partida del folletín moderno, de esencia declaradamente social en Hugo y Sue, que en sus grandes panoramas de Los miserables y Los misterios de París trazan el cuadro de las injusticias sociales, de los humildes maltratados por los poderosos, y parafrasean la Biblia, creando para el pueblo que no la lee esa otra Biblia por entregas en que figuran redentores, como el príncipe Rodolfo de Los misterios, que se lanzan al mundo de dolor de las plebes para verter en él los bálsamos de su afecto y sus riquezas y reparar las injusticias, levantar caídos y resucitar muertos morales, estableciendo el reino de Dios sobre la tierra del demonio.
Toda esa literatura de amor a los humildes y defensa de las bajas clases sociales, de los parias, de los ex hombres, que caracteriza a la novela rusa, de fines del XIX, desde Gogol a Gorki es una derivación de la picaresca sublimada por Hugo y Sue, en folletín social y teológico, y arranca en su comienzo inmediato de esos Miserables que Dostoyevski y sus colegas han leído en su juventud y nunca, ni el propio Gorki, se desprende por completo de su raíz evangélica, sentimental, romántica. Es preciso llegar a Zola para ver ese amor a las masas expresado en formas de objetividad casi científica y como reivindicación proletaria.
Hasta entonces el folletín mantiene su tendencia providencialista y su aspiración mesiánica, que puede advertirse todavía en las ulteriores evoluciones del género, pues Rocambole, el presidiario, es un avatar del príncipe Rodolfo.
Y si es verdad que todo eso se encuentra también en la aristocrática literatura caballeresca, no es menos cierto que como se ha dicho, la picaresca es la «caballería» de los plebeyos.