IFFAN.—EL «MOGREBI»

Hay en Las mil y una noches otros viajeros audaces, alucinados por la fiebre del oro y el poder en tales términos que podemos llamarlos místicos de la ambición.

Tales son el Iffán de la Historia de Balukiya (Noches 285 a 295) y el anónimo mogrebi de la de Chúder, el pescador. Uno y otro son representativos de esa curiosa casta de hombres, versados en saber ocultista, que aspiraban a realizar de una vez la gran jugada, conquistando de un golpe no solo la riqueza, como Simbad, sino también el poder sobre los hombres y sobre los genios, y a alzarse con ese imperio integral que en otro tiempo ejerció Salomón, según las leyendas talmúdicas que pasaron al Corán y son la fuente de donde estas historias se derivan.

El tipo más señalado de esa clase de ilusos soñadores es el ocultista Iffán, hombre que ha leído todos los grimorios de la pretendida ciencia arcana, sin olvidar los llamados Escritos de los Primitivos, esa especie de doctrina secreta de los teósofos moderaos, gracias a lo cual ha logrado descubrir el remoto lugar, más allá de los siete mares, donde reposa el cadáver incorrupto del gran Salomón, conservando en uno de sus dedos el mágico anillo, símbolo y clave de su fabuloso poder.

Iffán pretende llegar hasta allí, penetrar en la tumba del gran monarca hebreo y robarle el poderoso anillo; temeraria es la empresa, pues aparte de que quien la intente ha de cruzar a pie enjuto esos siete mares desolados y procelosos, puesto que llegue al término de su viaje, ha de sortear la amenaza de los talismanes que defienden el cadáver del monarca, que por otra parte quizá no esté muerto, sino simplemente dormido, en cataléptico letargo.

Pero el ansia de riqueza y poder es tan grande en ese místico de la ambición que no se arredra ante ningún peligro; todo lo tiene calculado y apercibido y solo le falta encontrar un compañero que le ayude, pues no es posible que un hombre solo dé cima a tamaña aventura.

El será el alma y el otro la mano de la empresa; luego ya cabe suponer que buscará el modo de deshacerse de ese ayudante ingenuo y no admitirlo a aparcería en el tesoro, como lo fue en los riesgos; que no hay que esperar otra cosa de esos seres tan ferozmente egoístas.

Así las cosas, pone el azar en contacto a Iffán con el joven Balukiya, que es precisamente el más indicado para sus intenciones; Balukiya es también un soñador, un místico, aunque de otra clase; un místico religioso que, habiendo leído en los libros sagrados la profecía que anuncia la llegada del último enviado de Alá, toma el futuro por pretérito y, lleno de santa impaciencia, se lanza a correr tierras en busca del gran Mahoma, gala de los hombres y sello de la profecía. Iffán halaga los místicos sueños del joven Balukiya, pero los desvía a favor de los suyos: hace ver al impaciente que aún no ha llegado la hora del advenimiento del Profeta, y entre tanto le propone participar en su aventura, que le proporcionará el medio de admirar las maravillas que Alá esparció por tierras y mares y ver al magnífico rey Salomón en su lecho de muerte o acaso de sueño milenario, vestido con todos sus regios arreos en aquella cúpula a la que, al morir, lo trasladaron los genios para que nada turbase su reposo ni nadie pudiese arrebatarle su mágico anillo.

La idea de poder contemplar a Salomón, el rey más sabio y poderoso que ha habido en el mundo, la maravilla de su tiempo y de todos los tiempos, es más que suficiente para inflamar al ingenuo Balukiya de un entusiasmo comparable al que impulsó a la reina de Saba a atravesar desiertos y montes para llegar hasta Jerusalén.

Balukiya está dispuesto a cruzar esos siete mares desolados y procelosos; solo que no acierta cómo podrán hacerlo a pie enjuto caminando sobre las aguas; interroga a Iffán y aquel le explica cómo ha leído en sus libros que hay una hierba cuyo zumo, aplicado a las plantas de los pies, los capacita para andar sobre las aguas cual sobre tierra firme.

Solo se necesita para ello encontrar primero a la reina de las serpientes y obligarla a que les indique dónde está esa planta prodigiosa, que en su presencia romperá a hablar ella misma y revelará su virtud; afortunadamente, sabe Iffán el paradero de la sierpe reina y allá se dirigen él y Balukiya, armados de una jaula de hierro, para meter en ella a la serpiente y reducirla a su obediencia.

Logran plenamente su objeto y, ya en posesión de la hierba maravillosa, extráenle el jugo, que guardan en dos frascos, para tener repuesto, y se frotan los pies y empiezan a caminar sobre las aguas cual sobre un piso de cristal.

Cruzan así los siete mares, padeciendo innumerables peripecias en aquellas ignotas y despobladas islas, donde más de una vez están a punto de perecer de inanición o bajo la acometida de monstruos feroces; pero también tienen el privilegio de ver cosas que ningún mortal ha visto y que el narrador refiere, haciendo gala de una imaginación enfebrecida, capaz de competir con el delirante numen de Ezequiel, cuyo influjo es patente en todo el relato.

Llegan por fin ambos audaces, temerarios viajeros, a la tumba del rey Salomón, y el ocultista Iffán hace que Balukiya recite unos ensalmos que él le dicta y que, a juicio suyo, serán poderosos a quebrar la amenaza de los talismanes y sortilegios que defienden el acceso del regio durmiente, después de lo cual acércase al trono en que aquel reposa, lleno de majestad (bastaría la majestad de la muerte) y procede a tratar de sacarle el anillo de su inerte dedo.

Pero en aquel instante se oye un gran fragor y déjase ver una enorme serpiente, que sale de debajo del trono, lanzando centellas por sus fauces y, encarándose con Iffán, le previene que, si no se aleja, lo devorará con su fuego; no hace caso el alucinado Iffán de la amenaza y entonces la serpiente sopla sobre él su hálito de fuego y lo abrasa, dejándolo reducido a un montón de cenizas.

Desmáyase de terror Balukiya, esperando igual muerte; pero entonces preséntase allí el ángel Gabriel, por mandato de Alá, e intima a la serpiente que respete a Balukiya y se vuelva a su escondrijo, bajo el trono, y cuando el joven recóbrase al fin de su desmayo le habla en afables términos, aconsejándole que se torne a su país y frene su mística impaciencia, pues los tiempos de la venida de Mahoma, el Profeta, a este mundo, aún están lejanos y aún tendrán que esperar mucho los mortales hasta ver entre ellos a esa flor suprema de la Humanidad.

Echase a llorar Balukiya al oírlo y emprende la vuelta, a la inversa, de los siete mares, encontrándose en el curso de su viaje de regreso con maravillas aún más sorprendentes que las que a la ida viera y que dan motivo al narrador para exponer misterios teológicos de la gnosis secreta, que no es del caso tratar aquí, y conoce personajes interesantes y curiosos, como el rey Berajiya, y, sobre todo, conoce al joven príncipe Chanischah, hijo del rey Tigmús, soberano de Kabul, que tiene también una historia rara y maravillosa que contar, y que no hemos de referir aquí, pues solo nos interesa ahora hablar de esos místicos del oro y el poder, que guardan cierta relación con los cabalistas talmúdicos y los alquimistas medievales, aunque prescindan de la molestia de fabricar oro filosofal y prefieran descubrir los lugares misteriosos en que el oro natural se encuentra, ya listo, al alcance de la mano.

Otro de esos buscadores de tesoros es el mogrebi, que por eso merece unos perfiles biográficos.

Estudio literario - Crítico de Las 1001 noches
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